Guionista sin cencerro

viernes, 20 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Guillermo Arriaga. Intérpretes: Charlize Theron, Kim Basinger, Jennifer Lawrence, Joaquim de Almeida, Tessa la, José María Yazpik y Diego J. Torres. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 111 minutos.

Como queda inscrito en su título, Guillermo Arriaga hace del fuego el elemento sustancial de un relato sobre el deseo sexual y la culpa. Todo empieza con una caravana en llamas, caravana a la que una y otra vez volverá la película para interrogarnos por un secreto sobre dos cuerpos carbonizados mientras copulan. Con Arriaga, ya se sabe que el tiempo lineal no existe, que lo que nos aguarda en sus guiones son puzzles de piezas dosificadas con perversidad para reforzar el misterio. De modo que, esa caravana en llamas, si la historia hubiera seguido cronológicamente su verdadera sucesión de hechos, debería arder al final del primer tercio del filme. Pero Arriaga, guionista de Amores perros, 21 gramos, Babel y Los tres entierros de Melquíades Estrada hace de esa estructura desordenada, que algunos llaman posmoderna, una cuestión de estilo. Un estilo que aquí, en su debú como realizador tras la bronca con Alejandro González Iñárritu, para bien y para mal, se ratifica.

La primera víctima de este proceso que reduce el flashback a una sublimación gratuita, hace mella en el trabajo actoral, en la imposibilidad de construir una evolución psicológica que, al estar permanentemente dando saltos hacia adelante y hacia atrás, se deshace en medio de cierta confusión inicial y el incomodo de presentir que ya se ha adivinado lo que pasa. Como en sus obras con Iñárritu, Arriaga hace de un accidente el nudo fundacional del relato, la encrucijada en torno a la que gira una historia de historias transitada por personajes que se entrecruzan y que, en esta película, se tiñen con un aire de enfermiza pulsión erótica. Lejos de la tierra quemada esboza una crónica familiar en la misma frontera en la que Welles forjó Sed de mal y los Coen No es país para viejos . Misma frontera pero distinto tiempo. Si el de Welles y el de los Coen se debían a su época y, en consecuencia, la dibujaban, el de Arriaga se diluye en el gesto de lo alegórico. En el paso del Arriaga guionista al Arriaga director, al primero nadie le ha cortado la palabra y al segundo se le concede demasiado tiempo. Por lo que retórica y esteticismo corroen la capacidad de emocionar latente en su argumento. Por eso mismo, pese al esfuerzo interpretativo, Arriaga quema el filme mucho antes de que termine la película.

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La música del entendimiento

viernes, 20 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Tom McCarthy. Intérpretes: Richard Jenkins, Hiam Abbass, Haaz Sleiman, Danai Gurira, Maggie Moore, Richard Kind, Amir Arison y Marian Seldes. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 103 minutos.


Creo haber leído a Juan Goytisolo una expresión sobre la mudanza humana que venía a decir que «cuando uno se va, es que ya se ha ido». Algunos considerarán esta frase una verdad de perogrullo pero, como toda verdad, su naturaleza reclama más hondura de la que aparenta y más sentido del que se desprende de una ocurrencia ingeniosa. En eso pensaba cuando al cruzar dos películas en la cartelera, Gran Torino y The visitor , percibo que ambas están comprometidas con dos conflictos: la emigración y el desmoronamiento del sueño americano. En ambos títulos sus principales protagonistas parecen náufragos en medio de una sociedad en la que no se reflejan, zombies en un mundo de muertos, extranjeros en su propia casa rodeados de gentes provenientes de «otras américas». ¿Cine post-Obama? Justo lo contrario. Ambos títulos preludian la certeza de que algo ya había cambiado en EEUU antes de la llegada de Obama. Ese algo afecta al propio paisanaje americano y a sus propias esencias.

En The visitor se convocan algunos síntomas demasiado estimables como para no tenerlos en cuenta. No es casualidad que Richard Jenkins, un eterno secundario de silencios poderosos y de presencias esquinadas, sea su protagonista. A su juicio, su personaje, el único estadounidense cien por cien en un filme habitado por emigrantes sin derechos ni ciudadanía, es el verdadero visitante. En algún modo, a su personaje, como al de Eastwood en Gran Torino , se le ha parado el reloj. En ambos casos, la muerte de sus respectivas esposas, les han dejado sin norte en una sociedad en la que los hijos apenas son presencias sin fuste, referencias sin carnalidad. Tom McCarthy, un director muy particular que en Vías cruzadas hacía filigranas sentimentales con carne de batalla, se reitera en su querencia por historias amables habitadas por personajes singulares. McCarthy es de los que miman a sus criaturas.Conocedor de su tendencia al buenismo trata de dibujarlas con aristas pero éstas pronto se disuelven. Es cine de buen rollo y firme crítica que se cuela por la nobleza de los personajes y por la bondad de su historia. Ahora, tanta azúcar pone McCarthy que habrá quien olvide que The visitor relata una historia trágica.

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La infinita soledad de las sombras en la niebla

viernes, 13 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Zack Snyder. Guión: David Hayter y Alex Tse. Intérpretes: Malin Akerman, Billy Crudup, Matthew Goode, Carla Gugino, Jackie Earle Haley. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 163 minutos.

La historia que alimenta Watchmen acontece durante una cuenta atrás. Toda su acción se desarrolla en apenas un par de minutos en el reloj de Armageddon. El final del mundo se atisba en ese 12 de octubre de 1985 en el que Watchmen se abre con un asesinato. Escrito un año después, con pinceladas retrofuturistas y aliento apocalíptico, Alan Moore, padre que reniega de esta criatura cinematográfica, y Dave Gibbons, madre que ahora disfruta con los dividendos de su venta, tejieron una obra de culto y repulsa. Es decir, crearon la novela gráfica que mostró el camino de la deconstrucción del héroe sin renunciar a hurgar en la herida posmoderna del vacío existencial de los años 80. ¿Excesivo? Tal vez, pero muchos no opinan así.

La muerte de El Comediante, un justiciero enmascarado que de tanto impartir la «ley» y de tanto combatir la maldad se ha convertido en un psicótico violento, marca el inicio de esta distopía seca y poliédrica. El Comediante se sabe, se reconoce un juguete letal al servicio de un aparato político-militar de dudosa moralidad. Una pieza tonta y vieja en un tablero abonado por el cinismo, la violencia y el crepúsculo. Todo arranca con una caída al vacío desde un rascacielos de Nueva York. Y al mismo tiempo que El Comediante se precipita hacia la muerte, se alza una discusión cuasi filosófica anclada en el seno de una duda esencial: ¿Qué pretendía Moore con esta novela? ¿Acabar con la figura de los superhéroes o alumbrar una nueva razón para su existencia?

Precisamente ese mecano de metalenguaje barroco y gesto sutil, de carga de relojería y subtramas que se retuercen, ha sido citado una vez tras otra como razón para desistir del intento de traspasarlo al cine. Tal vez Gilliam quiso hacer cuatro capítulos, fue el que mejor supo entender las demandas de la historia. Sin duda Aronofsky, de quien se puede percibir ecos de Watchmen tanto en The fountain como en El luchador , ha sido quien más roces se llevó para su posterior carrera. ¿Y Snyder?, Snyder decidió ser fiel al espíritu del tebeo y modificar lo sustancial necesario para transformar en cine lo que nació en tinta impresa.

Se sabe que a este Watchmen que ahora analizamos le faltan más de sesenta minutos que llegarán con el DVD. Si el espectador está iniciado en la obra de Moore y Gibbons, deducirá exactamente qué es lo que le falta. Las subtramas. Pero en ausencia de lo que ahora no se ve y de cómo afecte eso al ritmo de la obra definitiva, tenemos un arranque memorable a la altura del impacto visual que Snyder propició con su primer largometraje, Amanecer de los muertos . En él, con él, Snyder reescribe la historia reciente de los EEUU. Pero no sólo eso. Dibuja con precisión la hipótesis que nutre su reflexión argumental, disecciona ese pulso de matices, necesidades y fantasmas que atenazan a unos héroes desocupados y maniatados por la nostalgia, la melancolía y un deseo de violencia crucial para la supervivencia humana. Snyder no ha conseguido un filme perfecto, y resultaría muy fácil dinamitar su estructura. Ante él hay tantas tentaciones de coger la piqueta como de echar mano del microscopio. Ahora bien, resulta mucho más gratificante focalizar la mirada y penetrar en sus intersticios que derribar lo que se resquebraja. En esos recovecos, Watchmen se engrandece. Poco importan sus veleidades kitsch y su estética camp en las secuencias eróticas y metafísicas. Todo se desvanece frente a la fuerza de algunas secuencias impagables y ante la pegada de un guión ambicioso y arrogante que nos recuerda que el cine de superhéroes y justicieros se alimenta del mito. Y que el mito descansa en la verdad simbólica que sujeta la razón humana.

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Vamos a contar mentiras…

viernes, 13 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Adam Shankman. Guión: Matt Lopez y Tim Herlihy. Intérpretes: Adam Sandler, Keri Russell, Guy Pearce, Russell Brand, Richard Griffiths, Jonathan Pryce y Courteney Cox. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 99 minutos.

Dos apuntes sobre el realizador de este filme, Adam Shankman. Se trata de dos pinceladas y una duda. Primero: Shankman llegó a la dirección gracias a sus enormes talentos para la coreografía. Segundo: no contento con hacer un remake del Hairspray de John Waters, ahora prepara la segunda entrega. La duda, es malévola: ¿hasta qué punto es relevante que alguien haya dirigido esta película? Pero no nos pongamos exigentes en tiempo de cuaresma porque, entre otras cosas, si no hay error en las cuentas, esta película ha costado casi lo mismo que Watchmen por lo que, aunque parezca una nadería, se trata de una nada costosa.

En principio parece cine navideño, cine vacacional para tíos complacientes que llevan a sus sobrinos a una sala con la quimérica esperanza de no perder la jornada. Si la presencia de Adam Sandler puede entenderse como una señal de esperanza, la réplica que le da Guy Pearce roza la provocación. De hecho, hay algo en esa fantasía desparramada que recrea escenarios épicos al estilo del Dennys Arcand de La edad de la ignorancia . Como en la última entrega del autor de El declive del imperio americano , aquí la fantasía épica del hombre contemporáneo, sus sueños húmedos de rubias espléndidas y caballos de pura sangre, devienen en alegorías de un fracaso. Pero esperar que Shankman, celebrado autor de Un canguro superduro , número uno en los video-clubs de las ¿bibliotecas? públicas, pretenda adentrarse en esas aguas pantanosas es tarea condenada de antemano. Todo es más simple y directo, se trata de una «pijamada», en la que un hombre sin norte inventa cuentos para sus sobrinos en medio de una situación desesperada. Tan mal está, que llega a creer que sus cuentos pueden influir en la realidad, lo que le lleva a tratar de manipularla.

Comedia blanca y rosa con olor a Disney y moraleja familiar, de exaltación «buenista» y brochazo social en donde se mezcla la salsa rosa, homenaje a Paris Hilton, con la enseñanza edificante sobre la necesidad de saber comer hamburguesas sin por ello echar a perder una dieta equilibrada. O sea, un nuevo número uno en nuestras ¿bibliotecas? públicas.

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Carnívoro cuchillo de ala dulce

viernes, 13 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Steven Soderbergh. Intérpretes: Benicio del Toro, Carlos Bardem, Demián Bichir, Joaquim de Almeida, Eduard Fernández, Marc-André Grondin y Óscar Jaenada. Nacionalidad: EEUU, Francia y España 2008. Duración: 131 minutos

Ha llovido lo suyo desde que un jovencísimo Steven Soderbergh irrumpiera por primera vez en Cannes con un filme de bajo presupuesto y largo predicamento: Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989). Desde entonces a Soderbergh le ha dado tiempo a ser aclamado como un nuevo Orson Welles, a desgarrarse con la paranoia de Kafka, a reinventarse a Tarkovski e incluso a remakear , convirtiendo en franquicia, los robos a lo Rififí de George Clooney Ocean . Autor, mercenario, indie … por si faltaba alguna etiqueta en su book personal, este díptico monumental en torno a la figura del Che, redondea esa profunda sensación de extrañamiento que provoca su (no) estilo.

Tan confuso resulta todo con Soderbergh, que ni siquiera esta doble incursión en la biografía del legendario guerrillero consigue poner de acuerdo a los espectadores. Articulada en dos mitades por la improbable comercialidad de su larga duración, no queda claro qué parte resulta más notable, aunque casi nadie discute que siendo dos tramos de la misma vida, presentan entre sí importantes diferencias como las que podríamos detallar en el relato cervantino de Don Quijote de la Mancha .

La diferencia es que Soderbergh no ha tardado diez años entre la primera y la segunda parte. Es decir que el paso de las luces a las sombras no depende del estadio biológico y emocional del autor, sino del tempo del personaje biografíado. O sea, la austera desnudez de esta segunda entrega responde a un ejercicio de cálculo y de distancia. Todo se rodó de manera unitaria, pero Soderbergh mantuvo la firme percepción de que lo que en la primera entrega era puzzle de epifanías; en la segunda debía derivar hacia el crepúsculo.

Así, si hace un par de meses veíamos la creación y consolidación del mito, ahora se muestra su desasosiego y su derrota. Convencido de que es posible conjugar objetividad con pasión, son muchos menos los que encuentran más notable esta segunda parte a la que acusan de desgana. Es posible, los cánticos revolucionarios siempre han huido de los responsos, siempre han evitado la soledad de la autopsia y aquí Benicio del Toro sostiene él sólo la desolada paradoja del rayo que no cesa, la angustiosa desorientación del revolucionario que no para.

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Pasión y redención de Harry, el sucio

viernes, 6 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Clint Eastwood. Intérpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker, Brian Howe y John Carroll Lynch. Nacionalidad: EEUU. 2008 Duración: 116 minutos.

Este Gran Torino de Eastwood parece menos complejo que su obra anterior, El intercambio, aunque se muestre como su filme más personal desde Million dollar baby . ¿Paradójico? Puede ser, pero con Gran Torino , nombre de un viejo modelo de automóvil de la Ford, retorna el héroe que Eastwood encarna, el hombre sin nombre, el sucio Harry y el pistolero cínico que recogió el colt que Gary Cooper, Gregory Peck y Henry Fonda habían dejado con el final del western clásico. Eastwood, el último gran caballero del far-west en un tiempo en el que cada año surge algún filme intenso como El tren de las 3.10 o El asesinato de Jesse James…, nunca ha sido tan fiel a sí mismo como en este melodrama que recupera su esencia (lo que conlleva un cierto maniqueísmo didáctico) y que disecciona con escalpelo cruel el American way of life .

El caso es que Eastwood cumplirá 79 años el próximo 31 de mayo, luego ya han pasado 17 desde que el personaje inventado por Leone en Por un puñado de dólares reaparecía en Sin perdón . Eastwood dignificó con ello el término crepuscular y se convirtió en su magistrado. Y ¡qué larga y fructífera decrepitud! Mientras la mayoría de los jubilados broncea su panza al sol ante un plato de nada, él ha alumbrado en el tiempo del júbilo lo mejor de su filmografía.

Ahora bien, entremos en harina. La Ford construyó el modelo llamado Gran Torino a comienzo de los años 70, justo en el instante en el que Don Siegel, su verdadero mentor, dirigiera la primera entrega de Harry el sucio , en cuyo guión colaboró el entonces muy joven Terrence Malick. ¿Casualidad? Con Eastwood, nunca. Por eso con este Gran Torino Eastwood hace de su personaje Walt Kowalski, un Harry octogenario, liberal justiciero y descreído, un héroe que rumia el dolor de la pérdida, el vacío de la muerte de su compañera.

Kowalski, apellido idéntico al del protagonista de Vanishing Point (1971), un filme en torno a un iluminado conductor de un Dodge Challenger, vive en un barrio periférico neocolonizado por familias asiáticas. Observa la ausencia de ley de unas calles controladas por jóvenes delincuentes y, aunque la bandera de EEUU preside su casa, nada prevalece de lo que ésta significa.

Eastwood hace de su Kowalski, un soldado superviviente de la guerra de Corea, un solitario enfurruñado, un hombre cuyo pasado glorioso ahora pone en duda. No habla, gruñe; no espera, desespera. No le queda nada ni nadie. Apenas un viejo amigo peluquero, un coche de otro tiempo, una familia que no reconoce y unos vecinos que se niega a conocer. Se siente viejo y se sabe enfermo. La vida se le escapa y, en ese contexto, muchos ven al justiciero que no ignora que la naturaleza del hombre es un abrevadero donde la maldad se sirve en tragos largos. Hay algo en ese periplo, en ese calvario y crucifixión, en su fidelidad a las armas y en su desconfianza en Dios que huele a Harry, un Harry en estado puro. Ahora bien, lo nuclear se esconde en su confluencia con el Bergman de Saraband y el Lumet de Antes de que el diablo sepa que has muerto . En consecuencia en Gran Torino se asiste al descalabro absoluto de la familia como refugio de valores éticos.

El ex soldado Kowalski nada tiene que decir ni a su hijo ni a sus nietos. Será en esa comunidad oriental donde relampagueen los afectos. Los EEUU se nos dice aquí, ya no pertenecen a los WASP. Ellos no heredarán el sueño de Lincoln sino los nuevos habitantes: los hijos de aquellos a los que en los años 50, los soldados yanquis mataban en nombre de la libertad y en lucha contra el comunismo. Inquietante moraleja ésta que nos aguarda en esta hermosa obra sobre el perdón y el remordimiento.

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Mucha actriz, poca compañía

viernes, 6 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Erick Zonca. Intérpretes: Tilda Swinton, Saul Rubinek, Kate del Castillo, Aidan Gould, Jude Ciccolella, Bruno Bichir y Horacio García Rojas. Nacionalidad: EEUU, Francia. 2008. Duración: 144 minutos.

Hace nueve años Erick Zonca alumbró un filme intenso y extremo: La vida soñada de los ángeles . Con él arrasó en el mundo indie a golpe de espontaneidad, energía y dolor. Aquel debut desgranaba la historia de dos jóvenes interpretadas a tumba abierta por Elodie Bouchez y Natacha Régnier. Con ellas, enamoró en Cannes y triunfó en Europa. Meses después, Zonca reaparecía con El pequeño ladrón , otro golpe de rabia, otra incursión feliz en ese nuevo realismo europeo del que luego autores como los Dardenne, Cantet y compañía han amasado obras maestras.

Entre tanto Zonca permaneció en silencio. Nueve años largos ha pasado sin dar señales de vida. Nueve años absorbido y abducido por Julia . Durante este tiempo Zonca, que no quería rodar en Francia, se ha dado golpes contra el muro de la producción norteamericana. Empeñado en que su nueva película sólo podía transcurrir en EEUU, en la frontera mexicana, su guión asustaba al percibir en él el veneno de John Cassavetes, esa autenticidad que emana de las películas rodadas sin precaución, sin medida, sin componendas.

Tanto tiempo esperó Zonca que su Julia ahora aparece recargada hasta la zozobra, excesiva hasta incomodar, extrema hasta adentrarse en arenas movedizas. Esta Julia se sabe deudora del legado del autor de Gloria y con Gloria se le ha comparado. Pero sin negar esos ecos, no resulta descabellado percibir que en Julia sobrevive, en clave de sed alcohólica, una especie de Clint Eastwood femenina. Esa extraña mezcla da a luz a una sensual antiheroína angustiada por una herida abierta. Tilda Swinton secunda con fe la historia de un Zonca quien, a su vez, no duda en abandonarse a un relato que zigzaguea de manera suicida. La convicción puesta por Swinton, quien se desnuda por dentro y por fuera para hacer creíble a Julia , no encuentra réplica alguna ante la escasa identidad de sus oponentes masculinos. Zonca no es que no mire a los hombres, es que sólo ve a Julia /Tilda. Se trata de una Julia inmensa, conmovedora y terrible, pero su historia se antoja errática y su redención, el triunfo del instinto materno, una salida tan fácil como difícil resulta de creer lo que esta alcohólica hace con una pistola cerca.

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Berlín monogatari

viernes, 6 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Doris Dörrie. Intérpretes: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Nadja Uhl, Maximilian Brückner, Birgit Minichmayr y Floriane Daniel. Nacionalidad: Alemania y Francia. 2008. Duración: 126 minutos.

Han pasado 24 años del debut como directora de Doris Dörrie con Hombres, hombres ; un filme que parecía forjar un eslabón entre la vieja guardia del Nuevo Cine Alemán (los nacidos durante la guerra) y la generación que debía despuntar al comienzo de los años 80. Pero aquello fue un espejismo. Lo que sobrevino tras el éxodo norteamericano de los Herzog, Wenders y compañía fue una larga travesía por el desierto. Por eso mismo, muchos de los espectadores que hoy ven Cerezos en flor, nada saben de Hombres, hombres , una comedia enrabietada y feminista (y por lo tanto, preocupada por los problemas de la masculinidad). En buena medida porque aquel comienzo fulgurante fue seguido por una trayectoria extraña y confusa, incompleta en nuestras carteleras y decepcionante en su calidad. Y fue así como Doris Dörrie se perdió en el olvido.

Pero hace ya un año, primero en Berlín 2008, luego en Cannes, que Doris Dörrie presentó Cerezos en flor , una frágil e inteligente puesta al día del mundo de los sentimientos visto desde el dolor de la enfermedad y la sentencia del tiempo. Cerezos en flor arranca como un sutil calco, con alguna modificación sustancial, de Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu. Al menos en su primera mitad. Dörrie, lejos del esperpento y el gran guiñol que con frecuencia ha aplicado a su cine, se mueve en este ejemplar filme por el camino de la sutileza y la contención desde el riesgo y el exceso. ¿En qué consiste esa conjugación de contrarios? En la incertidumbre que provoca dejarse llevar por esta película, romántica hasta el delirio, arriesgada hasta el ridículo. De hecho, hay en determinados pasajes, en esos puntos de sutura que enlaza los dos cuerpos de esta radical ofrenda a la cultura japonesa, instantes de zozobra y de vértigo. En algunos momentos, da la impresión de que su realizadora va a despeñarse en su obsesión, en otros, cuando sale indemne y sortea el charco en el que se mete, justo es admirar la inteligencia y la fuerza sentimental de su hermoso relato. Un relato que en su despegar plantea la ¿inutilidad? de los padres para sus hijos, o sea un Ozu literal, para en su desenlace, atreverse a construir, con los iconos nipones, un ensayo inequívocamente europeo y ambiciosamente universal.

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España negra, triste y oscura

viernes, 27 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Francisco Avizanda. Intérpretes: Carolina Bona, Jesús Noguero, Albert Prat, Alfonso Torregrosa, José María Asín, Carmen León, Javier Baigorri, Antonio Izal. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 87 minutos.

Hay más lucidez, rigor y desgarro en una sola secuencia de este filme de apariencia modesta y estreno furtivo que en la mayor parte de ese cine comprometido hecho de girasoles invidentes y rosas coloradas. No tengo aquí espacio para presentar a Francisco Avizanda, un cineasta que ya filmaba la calle en llamas cuando Martín Villa daba los partes de guerra de la transición, pero es obvio que estamos ante un autor iniciado en un cine sin recompensas amigas ni adornos florales. De su actitud dan noticia las tres décadas que ha tardado en resolver su primer largometraje de ficción y la constatación de que su reloj nada sabe de modas ni diezmos. En cuanto a Hoy no se fía, mañana sí , diremos que es una crónica oscura, desesperanzada, cruel e hiriente sobre la España de 1953.

Su relato se ubica en Madrid pero eso parece más bien un artificio, una cortina de humo que permite a Avizanda huir de la especulación anecdótica, evitar el quién es quién de la asfixia provincial, para adentrarse en un terreno más abstracto, más metonímico. Así que Avizanda no lleva al banquillo de los acusados ni a nombres propios ni a organizaciones concretas, por más que los espectadores con memoria y/o conocimiento fijarán sus parentescos. Es tan evidente que Avizanda elude la historieta corta en beneficio del paisaje largo, como que en su filme no hay buenos y malos, sino malos y peores; desgraciados que venden su alma y desalmados que malvenden su cuerpo. Para relatar todo ello, la caligrafía de Avizanda se adecúa al sentido de su escritura; la cámara es sobria y los subrayados escasos. De manera estrábica mira a Bresson y obtiene un alto rendimiento de un reparto trufado por actores navarros que, al no ser habituales del cine nacional, refuerzan esa sensación de autenticidad y extrañamiento que supura cada intersticio de este filme con vocación forense.

De él se sale tocado pero no hundido. En ese paisanaje de traiciones de charol y sacristía, de pensiones con olor a sexo rancio y hambre secular, grita el horror de la condición humana. Resuelta sin despilfarro dinerario, merece ser acogida como una obra de indudable y extraño mérito. No es fácil reflejar con tanta desolación la mezquindad de aquellos polvos para sugerir, la miseria de otros barros.

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El imperio no paga a los héroes jubilados

viernes, 27 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Darren Aronofsky. Guión: Robert Siegel. Intérpretes: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood, Mark Margolis, Todd Barry, Ernest Miller, Judah Friedlander. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 105 minutos.

Saludada como la película que redimió a Darren Aronofsky de su querencia por el delirio, El luchador se comporta como una obra insolente y engañosa, un caramelo amargo que no es sino un caballo de Troya con el que Aronofsky ha intentado colarse en el castillo de Hollywood. Si desplegamos su hilo argumental, es decir, si presentamos lo que se cuenta, quiénes son sus protagonistas y qué pasa con ellos, ciertamente podría confundirse con uno de esos títulos que filma Clint Eastwood en medio de un aplauso enfervorizado. En El luchador Mickey Rourke es un legendario gladiador de wrestling que, sumergido ya en su período crepuscular, sobrevive a su propia leyenda a fuerza de crueldad, sangre y trucos. Tiene una hija con la que no se habla y su mejor amiga es una stripper veterana, con un hijo preadolescente, para quien él es un cliente sin pasado ni porvenir. En ese panorama de desguace, no muy diferente al que se dibujaba en Million Dollar Baby , el autor de The fountain , planea una perversa vuelta de tuerca.

O sea, bajo la máscara de glosador de un antihéroe solitario, la liebre de Aronofsky maúlla con un quejido estremecedor. Entre el primer y el último plano del filme, entre esos 105 minutos que los separan, hay un largo camino. Un periplo que empieza al estilo de los Dardenne de Mi hijo , o sea con la cámara pegada en la nuca del protagonista. Vemos de espaldas, sentado en un rincón, a Randy, The Ram Robinson, antes de entrar en combate. La última imagen corresponde al último vuelo de la leyenda, a un gesto poético y fantástico que nos devuelve al Aronofsky de Requiem por un sueño . Entre medio, un viaje al infierno en la epidermis arada de un sujeto extremo.

El talón de Aquiles, ya que hablábamos de Troya, de El luchador , se encuentra en la debilidad de un guión que no muestra interés alguno por dotar de densidad dramática, de carne y sentido, a los personajes del melodrama que el filme lleva dentro. Ni Siegel en el papel, ni Aronofsky en el celuloide, prestan atención a sus criaturas. Así la hija de Ram y sus reacciones resultan simples y escasamente conmovedoras, y la historia con el personaje de Marisa Tomei balbucea un puñado de arquetipos y lagunas. Es obvio que a Aronofsky no le interesa eso que tanto crédito le da a Eastwood, esa épica de la contención, esos personajes que se inmolan.

Aronofsky prefiere el exceso, el sobresalto, lo radical, lo insólito. Por eso mismo, durante los primeros quince minutos, El luchador nos regala una carnicería. La piel de Rourke deviene en cartografía del dolor. Su personaje es una figura triste que se balancea entre el Cristo de Gibson y el Héctor de Petersen, para finalmente metamorfosearse en una versión rockera de Orlan. Como (en) ella, su cuerpo y sus cicatrices conforman los fonemas de un discurso hundido en una desesperación vital que se sublima en el éxito y el aplauso. The Ram lo ha dado todo por el ¿amor? a un público vociferante y se ha aferrado a una imagen que ya no puede sostener. Aronofsky, que es un cineasta capaz de discursos hondos, se sirve de un guión simple para envenenarlo con ecos de perturbación asegurada.

No hay inocencia en esta versión sanguinaria de una nueva Eva al desnudo . No hay casualidad en ese combate final que enfrenta al héroe americano con un Ayatolah de bandera tricolor. Aronofsky ya lo formuló en Requiem por un sueño : cree que América agoniza. En su retrato, condenar a ese último guerrero a trabajar en una charcutería, es algo más que un subrayado grueso. Es poesía grunge de un héroe prisionero de sus pantys y víctima de sus delirio para quien, más allá del ring, no hay futuro.

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