El crepúsculo de la memoria
Dirección: Yesim Ustaoglu. Intérpretes: Tsilla Chelton, Derya Alabora, Onur Ünsal, Övül Avkiran, Osman Sonant y Tayfun Bademsoy. Nacionalidad: Turquía, Francia, Alemania y Bélgica. 2008. Duración: 112 minutos.
DENTRO de algún tiempo, cuando un joven estudioso prepare una tesis doctoral con la historia del Festival de San Sebastián como materia de análisis, no dará crédito a lo que los datos le muestren. ¿Cómo podrá explicarse -y más difícil aún, explicarlo ante un tribunal- que año tras año, el jurado siempre olvidaba premiar a lo mejor? Se han turnado diferentes directores, equipos heterogéneos, el jurado siempre ha sido distinto y sin embargo, rara vez se ha hecho justicia. ¿Cómo ha sido posible dejar sin premio a los hermanos Coen, a Bertrand Tavernier, a Claude Chabrol, a Terry Gilliam, a Michael Winterbottom,…? ¿Y, peor aún, quién recordará a muchos de los que, un buen día, se llevaron perplejos una Concha de Oro que por otro lado, apenas sirvió para nada? Los premios, como las críticas, sólo resultan eficaces, sólo merecen la pena, cuando sostienen con solvencia lo que con solvencia fue construido.
Esto viene a cuento de esta modesta obra turca, confinanciada por diferentes países y dirigida por Yesim Ustaoglu. Me gustaría equivocarme por completo pero es de temer que de ella, no volvamos a tener noticia por más que hace unos meses, para el jurado del Festival de Donostia, La caja de Pandora resultara una obra mucho más estimable que esa ejemplar joya japonesa titulada en inglés Still walking firmada por un radical de la serenidad llamado Hirokazu Kore-eda.
Carente de esa contención, la cineasta turca se mueve en el terreno del desmoronamiento emocional. Su tesis es directa, su alineamiento también. La caja de Pandora muestra los últimos pasos de una mujer senil que se despide de la vida ante el desconcierto de sus hijos y la compasión cómplice de su nieto. De algún modo, esta historia crepuscular no se limita a reflejar un caso anecdótico sino que aspira a convertirse en alegoría del anochecer de un tiempo que desaparece. Y en ese ritual simbólico emerge Tsilla Chelton, una nonagenaria actriz francesa que se comporta como esos niños geniales que crean personajes como si fuera un juego. En su caso, su juego labra un drama poético, un réquiem con sordina que echa mano de la sensibilidad para hacer soportable ese dolor existencial que muerde en lo más íntimo: la (des)memoria.