Siempre hay una salida: insiste, persiste

viernes, 8 de agosto de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: David Mamet. Intérpretes: Chiwetel Ejiofor, Alice Braga, Emily Mortimer, Tim Allen, Joe Mantegna, Rodrigo Santoro y Max Martini. Nacionalidad: USA . 2008. Duración: 99 minutos.
Desde el primer sorbo, los títulos de crédito, Cinturón rojo comienza a mostrar sus señas de identidad. Sobriedad. Fondo negro. Letras rojas. Sonido de percusión que sólo, al final de la película -los buenos relatos acaban allí donde empezaron-, sabremos de dónde proviene. Y luego, de manera progresiva, cinco insertos entre la larga relación de los nombres que han participado. El primero muestra tres bolas, dos blancas y una negra; el segundo su introducción en un recipiente. El tercero, el recipiente propiamente dicho y vemos cómo una mano se introduce dentro. El cuarto plano, que juega con la profundidad de campo entre dos personajes nos muestra qué bola ha sacado cada uno. El siguiente plano, justo antes de que aparezca el nombre de David Mamet, autor del guión y la dirección, muestra una ruleta numerada que señala diferentes partes del cuerpo. Tras su nombre, comienza la película y Chiwetel Ejiofor, protagonista absoluto de Cinturón rojo , lo señala sin fisuras. Su primera frase: «El tiempo se ha acabado».

Lo que viene a continuación es una gran película de esas que ya no se hacen porque para ello hace falta disfrutar haciendo cine y eso es algo de lo que ya pocos parecen saber. Pero, vayamos por partes.

Decíamos :»El tiempo se ha acabado» .Y, en efecto, esa frase deviene en una profética sentencia que el personaje, extraordinariamente interpretado por Ejiofor, pronuncia. Cinturón rojo va de eso, de lo que le ocurre a un hombre honesto cuando el tiempo de la honestidad se ha acabado y nada de lo que antes era sagrado ahora se respeta. Para apuntalar el conflicto, Mamet, en esa secuencia de apertura; una de las mejores de su carrera, hace repetir a su protagonista, mientras dirige un combate: «Siempre hay una salida». El espectador no lo sabe, pero en realidad habla también para sí mismo y enuncia el tema de la película, ¿De verdad hay una salida?

El cine de boxeadores, y éste lo es en algún modo: la modalidad de lucha que practican pertenece a la vieja épica del hombre contra el hombre con los brazos desnudos; rara vez da lugar a malas películas. Y el cine de David Mamet, uno de los más valiosos dramaturgos y cineastas de nuestro tiempo, resulta potente incluso en sus peores títulos. La apuesta no tenía desperdicio. Fiel al espíritu de Casa de juegos , Mamet construye Cinturón rojo con la voluntad de entretener. Para ello su trama se quiebra a menudo y cambia de dirección. Y en medio de ese mar picado su personaje central se ve abocado a penetrar en un laberinto del que se sospecha no hay salida feliz. En Cinturón rojo , Mamet mezcla la tensión del cuadrilátero con la angustia del deber policial frente a las tentaciones de la corrupción y el mundo del espectáculo y el cine.

En ese entramado textual, Mamet se dedica a lo que siempre le ha interesado, el retrato de personajes. De ese modo delinea pormenorizadamente a sus criaturas con un par de frases y tres gestos. De ahí que Cinturón rojo sea su película más gestual. Él que es un cineasta del verbo y el diálogo, escudriña aquí en los imperceptibles movimientos del cuerpo y por ello acude a lo japonés y sus ritos como contrapunto a ese Occidente desesperado por el dinero. El filme, pese a su deuda final al género épico, un combate que nada añade a lo que ya ha sido formulado, representa un inteligente ejercicio con voluntad de aunar espectáculo y talento. Se puede cuestionar que chirrían sus últimos diez minutos. Es indudable. Pero para llegar a ahí, espléndidamente filmado por otra parte,Cinturón rojo forja una atmósfera temible y en ella, unos personajes con sabores eternos.

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Momias cara al sol

viernes, 8 de agosto de 2008 Sin comentarios

Dirección: Rob Cohen. Guión: Alfred Gough y Miles Millar. Intérpretes: Brendan Fraser, Jet Li, Maria Bello, Luke Ford, John Hannah, Michelle Yeoh e Isabella Leong. Nacionalidad: EE.UU . 2008. Duración: 148 minutos.

La tercera entrega de La momia termina con una amenaza: nos recuerda que también hay cuerpos embalsamados en el continente americano. De este modo nos abruma con el anuncio de una cuarta entrega que, a la vista de lo que aquí acontece, casi nadie esperará. El trabajo de Rob Cohen, director insustancial que coge el testigo del enriquecido Sommers, enriquecido gracias a esta franquicia que resucitaba uno de los grandes mitos de la Universal, parece que alberga un único objetivo: mitigar la sensación de naufragio que mostraba la última entrega de Indiana Jones. Ésa es su principal virtud, hacernos sentir que Harrison Ford, incluso mal dirigido, imprime a su Indie un toque de autenticidad que Brendan Fraser parece haber perdido para siempre convertido en una sosa caricatura. Ahora bien, la culpa no es sólo suya.

Cuando Sommers tuvo la feliz ocurrencia de mezclar la Momia con Indiana Jones al amparo de los avances de la tecnología digital estaba socavando la esencialidad del mito. La Momia conforma, junto al monstruo de Frankenstein, el Hombre lobo y el conde Drácula, la encarnación de los cuatro jinetes del apocalipsis cinematográfico del siglo XX. Ellos han cuidado que millones de espectadores contuvieran, gracias al miedo, los sueños libidinosos más oscuros, los temores religiosos más telúricos y las fantasías delirantes más extremas.

Cuando en 1932 Karl Freund se enfrentó a la Momia , no hizo otra cosa que urgar en el esquema narrativo de Drácula . Y fue la momia, con sus movimientos tambaleantes como los de los zombies de la época, la más cruel metáfora de las largas colas de pobres hambrientos que salían de la crisis del 29 para encaminarse al holocausto del 39. Quizá ahí nazca su única virtud, ésa que hace que esta momia supere al último Indiana Jones por su oportunidad histórica. Ambientada en China, lo mejor del filme surge del pretexto, de su particular escritura de los célebres guerreros de Xian y de algunas secuencias de masas en las que Cohen rapiña sin pudor legados tan dispares como los del Zhang Yimou y Sam Raimi. Pero no hay ambición ni talento para derivar en metonimia de la China actual. Sin valor simbólico, sólo queda un sucedáneo irritante, estruendoso y banal.

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El hombre que no dijo adiós

viernes, 8 de agosto de 2008 Sin comentarios

Dirección: Jean Becker. Intérpretes: Albert Dupontel, Marie-Josée Croze, Pierre Vaneck, Alessandra Martines, Cristina Reali y Mathias Mlekuz. Nacionalidad: Francia. 2008. Duración: 85 minutos.
A la última película de Jean Becker le ocurre, en algún modo, como a El sexto sentido . Es decir, cuando se ve por segunda vez o cuando algún imprudente desvela su argumento, la percepción del filme cambia por completo. Esto no quiere decir que estemos ante una película tramposa, ni que su interés desaparezca al conocer su relato. Simplemente significa que nos movemos ante un constructor manipulador que fía buena parte de su interés en jugar con esa sorpresa-secreto que condiciona y determina su desarrollo.

Francotirador en un país de clanes y manifiestos, Jean Becker en sus comienzos apuntaba hacia el cine noir . Tras una trayectoria quebrada, ahora navega por un cine de proverbios y parábolas. ¿Lo que empezó en Chabrol termina en Rohmer? Rotundamente no. Becker nada sabe, nada quiere, ni nada tiene de la nouvelle vague .

De hecho, permanece fiel a algo consustancial con lo que ha sido su obra: la desorientación del hombre contemporáneo. Y al decir hombre se subraya su pertenencia al género masculino, su filiación a ese padre de familia, esposo en crisis y animal emocional herido por los (des)afectos.

Con él en mente, Dejad de quererme se articula en dos bloques asimétricos. El primero apunta a la ridiculización del buen burgués. Durante largos minutos con la apoteosis de una cena de cumpleaños, Becker hace de Albert Dupontel un verdadero martillo de sus burlados amigos. Como él, son profesionales brillantes, gente acolchada por el consumo y el dinero. Como un Marco Ferreri setentero, Becker aplica el escalpelo de la sinceridad para desnudar las contradicciones de la Europa del bienestar. Su protagonista, un publicista harto de tantos anodinos mensajes propagandísticos, parece estar abducido por el virus de la lucidez. Se trata de una ¿metamorfosis? cuya motivación el público más deductivo acaba presintiendo, con lo que el discurso pierde su intríngulis. Va de más a menos. En su desenlace ocurre lo contrario. Argumentalmente insostenible, su segunda parte brinda un bello regate final y elude el exceso melodramático. Una contención formal que sirve para que Becker retenga y emocione a ese público fiel que tan a gusto se siente ante sus últimos títulos.

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El regreso del monstruo, la derrota del hombre

viernes, 27 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección: Louis Leterrier. Guión: Zak Penn a partir de los personajes creados por Stan Lee y Jack Kirby. Intérpretes: Edward Norton, Liv Tyler, Tim Roth y William Hurt. Nacionalidad: EEUU, 2008. Duración: 114 minutos

La sombra de Ang Lee se proyecta en esta nueva incursión que debía haberse titulado Hulk 2 . De hecho, Edward Norton tuvo que esperar a que Eric Bana, el protagonista de la entrega anterior, rechazara seguir con un proyecto sobre el que la mayoría de sus productores estaba en contra. Pese a quien pese, el Hulk de Ang Lee tenía un único problema, era tan grande, tan poderoso, tan irreal que resultaba invencible en el plano físico. Lee se desentendía del poder destructivo de Hulk para proponer una batalla interior en el núcleo de la ambigüedad del propio Bruce Baner/Hulk. La verdadera lucha de Hulk era contra su propia sangre, contra la figura paterna. ¿Demasiado intelectual?

Así opinaban algunas críticas poniendo de relieve el (su) creciente analfabetismo audiovisual. Acusada de pretenciosa, la película de Ang Lee fue maltratada hasta provocar su naufragio económico. Ahora, con los derechos nuevamente en las manos de la Marvel, se pretende recuperar la esencia de Hulk. ¿Se consigue? Más bien no. El deseo de huir de Ang Lee, no basta. Tampoco resuelve la cuestión ese cambio de maquillaje de Hulk, -más realista- porque detrás de la piel verde, habita un fundamento simbólico que Lee supo entender mejor de lo que se le reconoce. Es más, durante su primer tercio, Edward Norton, su autoría en el filme fue decisiva, controla tanto a la bestia de su interior que alimenta aún más el drama existencial mostrado en su primera entrega.

Aquí el doctor Baner busca con desesperación la manera de eliminar a Hulk para siempre. Un Hulk que, cuando fue concebido para el cómic, tuvo dos padres referenciales: el monstruo de Frankenstein y Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. A Stan Lee le interesaba la idea de crear algo monstruoso capaz de provocar terror y temor, pero con algo indefinible en su profunda naturaleza que proyectase la idea de la bondad pura. Hay que acordar que el material originario descansa en el terreno de la narratividad simbólica. ¿De qué otro modo podría mantener su interés un personaje de tebeo creado hace casi medio siglo si no tuviera la llama de la representatividad?

Es incuestionable que la razón que avala las producciones de la galería de héroes de la Marvel responde a esa necesidad de héroes que sacude al siglo XXI. Ni el guiño cinéfago de los Tarantino, ni el cine de no ficción y discutiblemente real de los orientales, ni el ensayo fagocitador de las nuevas cinematografías europeas atienden a esa demanda. La herida que atormenta a Hulk es fuego mítico, desesperación simbólica. Cuando el doctor Baner es dominado por Hulk sabe que posee la rabia de los dioses, la fuerza de los monstruos y la imbatibilidad de los mitos. O sea, poder. De hecho, su enemigo ansía esa facultad aun a costa de transformarse en La abominación, un ser repugnante mitad reptil mitad masa destructora.

Lo fascinante de esta entrega -irregular en su ritmo y más escópica en sus peleas- es que con ella la huella Stan Lee reaparece, pero la huella de Ang Lee no desaparece. Este Hulk es más Mister Hyde que nunca, su huida recuerda a la de Boris Karloff y su angustia desemboca en el plano sexual. La terrible prisión que embarga al prometeico doctor Baner es su incapacidad para consumar el amor. Si se excita aparece el monstruo y un gigante de casi tres metros de altura no puede copular con una mujer, la destrozaría. De ahí que, en esa galería de ecos, el Hulk de Edward Norton se escore hacia la perplejidad atormentada del King Kong que debe conformarse con reprimir su pulsión, acariciar a la mujer que desea y renegar de su naturaleza.

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Al cine, lo que es del cine…

viernes, 27 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Michael Patrick King. Intérpretes: Sarah Jessica Parker, Kim Cattrall, Kristin Davis, Cynthia Nixon, Chris Noth, Candice Bergen y Jennifer Hudson. Nacionalidad: EEUU . 2008. Duración: 148 minutos.

Cuando se habla del creciente interés de las actuales series generadas para emitirse a través del cable o por los últimos estertores de la vía analógica; cuando se apunta que lejos de Hollywood, en los pasillos de las cadenas de televisión, libres de presiones, un puñado de nuevos realizadores alumbra el mejor cine del presente, no se piensa en Sexo en Nueva York . Entre otras cosas porque Sexo en Nueva York es puro folletín sentimental resuelto con dinero y eficacia. Seis temporadas llenas de éxito y una década cultivando millones de adictos de todo el mundo legitiman esta colección de tópicos típicos, puro kitsch neoyorquino, cuya mayor contribución a la historia ha sido su labor divulgadora en favor del Cosmopolitan . Un cocktail de un color hortera, pegada suave y muy de moda.

Como señala su título, el perfume de esta serie desprende aromas de sexo. Sexo pulcro y atildado cuya procacidad nunca resulta incorrecta. Sexo de alto diseño e ideas escasas. Ese sexo está rodeado por un puñado de mujeres cuarentonas, resultonas, sanas y bien alimentadas. Son hembras cultivadas en gimnasios, profesionales que se autoabastecen de dinero, de hombres y de poder. Este sexo comparte con Bridget Jones un toque académico de fémina doctorada por la Universidad de Elle y Vogue . Vamos, pura elocuencia irónica que afirma sin rubor que el día más feliz de la vida de alguien puede ser el día en el que le regalan un bolso de marca y rayas. La nostalgia del recuerdo de sus años televisivos impulsó la idea de hacer esta película: la madre de todos los capítulos, un capitulón de dos horas y media. No hay palabras. Recordar cómo una de sus protagonistas, desnuda en la mesa, con sushis salpicando sus zonas erógenas, espera a que su novio celebre en el mantel de su piel el día de San Valentín, hace que uno desee que sea King Kong quien aparezca y se la coma entera. Pero Kong es macho y ya no va a Nueva York, en esta Nueva York televisiva no hay sexo, ni cine, ni mujeres que huelan a verdad. Sólo hay publicidad ¿subliminal? y estampas turísticas. Pero millones de fans afirman ver ternura, romanticismo, humor y frescura. ¿Atribuyen a la serie lo que está en su mirada? Quizás.

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El viudo que abrazaba bien

viernes, 27 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección: Antonello Grimaldi. Guión: Nanni Moretti, Laura Paolucci y Francesco Piccolo; según la novela de Sandro Veronesi. Intérpretes: Nanni Moretti, Valeria Golino, Isabella Ferrari, Alessandro Gassmany Blu Yoshimi. Nacionalidad: Italia, Gran Bretaña. 2008. Duración: 112 minutos.

El azar de la taquilla obedece a leyes caprichosas. ¿Cómo explicar que dos películas de argumentos tan parecidos pero tan poco frecuentes por otra parte, como los que animan Caos calmo y Mi vida sin Grace se estrenen a la vez y sean vecinas en el mismo complejo de unas multisalas? Ambas muestran el mismo paisaje de desolación, ese vacío radical e irreparable que provoca la muerte de la esposa y madre en la hasta entonces una familia al uso. Nanni Moretti aquí, y John Cusack en el filme norteamericano se quedan viudos al comenzar la película. A partir de aquí nada les asemeja. En el caso norteamericano, ya se habló en su día, un personaje extraño en medio de un relato convencional. En Caos calmo asistimos a personajes ordinarios en un mundo que se comporta de manera extraña.

Aunque la película la dirige Antonello Grimaldi, Nanni Moretti domina de principio a final toda la historia. De hecho, intervino en el guión y desde luego creó a su personaje a su imagen y semejanza. En Caos calmo la tragedia que abre el relato evita el melodrama simple. No es la muerte la que determina el drama que aquí se cuenta, sino su vacío y con él, el reencuentro forzoso entre un padre y su hija. Hay una situación traumática, una decisión exagerada y un abanico de personajes que sirven para que en el filme se hable del mundo laboral, de las relaciones fraternas, de la incomunicación intergeneracional, de la perplejidad del hombre ordinario en la Europa de ahora.

Ese padre desbrujulado, ese hombre ensimismado que siempre compone Moretti, alcanza aquí su máxima expresión. Decidido a no perder a su hija, a ganársela mejor dicho, abandona el trabajo para esperar todo el día en la puerta del colegio. En ese espacio, Caos calmo levanta un microcosmos lleno de personajes cotidianos con los que se roza su protagonista. En medio de gestos leves y detalles hondos, surge un coito abrasivo que indignó a un obispo y regaló publicidad extra a esta película. Obedece a un impulso desesperado en medio de una calma inquietante. No es gratuito. Marca el grito de ese intento fallido de detener el tiempo que ilustra el filme y esboza la sonrisa de quien decide enfrentarse a la vida.

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La muerte voluntaria, ¿la venganza necesaria?

viernes, 20 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: M. Night Shyamalan. Fotografía: Tak Fujimoto. Intérpretes: Mark Wahlberg, Zooey Deschanel, John Leguizamo y Betty Buckley. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 93 minutos.

En su visita a Madrid para presentar El incidente , Shyamalan bromeaba sobre las facilidades que había dado a la crítica para machacarle por su anterior película. En efecto, La joven del agua no era un relato equilibrado. Además, el hecho de que uno de los principales papeles lo interpretase él mismo dio alas a quienes exageraron sus debilidades. Eran los mismos que tampoco habían aceptado las otras películas porque algo hay de desazonador en todos sus textos. Tal vez Shyamalan se propasó al darse un papel importante en lugar de conformarse con un pequeño cameo. Pero pese a ello, eran muchos los aciertos de aquel filme dislocado y arrebatado, un cuento de hadas contemporáneo en un tiempo obsesionado con el horror de lo real.

Lo cierto es que Shyamalan se parece mucho más a Hitchcock que a Spielberg. O sea que es más manierista que posmoderno. Shyamalan hace cine con la mirada puesta en la taquilla, pero no es dinero lo que anhela, sino público. Aunque parece lo mismo, no lo es. La diferencia estriba en que unos hacen la cuenta sin esperar a que los espectadores salgan de la sala; los otros ansían -además- escuchar el silencio emocionado de una sala llena en mitad de una secuencia que pretenden dejar grabada en lo más hondo. Así es este cineasta de origen indio que un día llegó a Filadelfia para no moverse ni siquiera para rodar. Quizá por ese anclaje a una tierra adoptiva, sus películas se ven conformadas por la preeminencia de la familia, un núcleo social primigenio que en su cine se resquebraja por la enfermedad, la muerte, el aislamiento y la ausencia.

Cuentan que con apenas ocho años ya hacía películas. Y desde que El sexto sentido se alzó como una referencia mundial, dando a un muerto el protagonismo absoluto de la historia, no ha parado. Película tras película ha levantado los más inquietantes testimonios en torno a lo que nos aguarda fuera. Títulos como El protegido , la más sugerente película sobre un superhéroe desorientado; Señales , o cómo adentrarse en la ciencia ficción del siglo XXI sin rendirse al departamento de los FX; El bosque , un viaje a través del tiempo sin que el calendario cambie de fecha y La joven del agua , lo distinguen como un cineasta singular. Demasiado opina la industria y Shyamalan, como antes Coppola, Burton y otros tantos, ya sabe lo que eso significa.

En El incidente esa presión industrial sobre la necesidad de tener éxito parece lastrar conceptualmente toda la película. Tanto, que se diría que estamos viendo dos obras distintas. En una aparece lo mejor de Hitchcock, en la otra, la cara más meliflua de, pongamos, un Ron Howard. A la primera corresponden todas las secuencias que no rinden pleitesía a la presencia de sus protagonistas. La cadena de suicidios, el tiempo congelado, las miradas perdidas, los personajes secundarios… en ellas se conforman las mejores ráfagas de terror del cine actual. Shyamalan hace del horror algo sublime, algo real, perturbador, inolvidable y estremecedor. La otra película que se ha colado en esta venganza de la Tierra, habla de una pareja frígida que ¿saldrá? del infierno redimida por el amor. En este nivel del relato, Shyamalan fuerza una pose hierática, como si sus dos principales protagonistas estuvieran, como el Cesare de Caligari, dominados por una mente diabólica. Voluntaria o involuntariamente, Shyamalan hace que sus protagonistas parezcan zombies en un ritual de muerte voluntaria. Esa bicefalia provoca un artificio incómodo, un epílogo sin sentimientos y una sensación amorfa que, lejos de negar el pesimismo lúcido del cineasta, lo reafirma. O sea, se hace apocalíptica sin remedio.

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La eterna guerra del mundo

viernes, 20 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección: Jacques Rivette. Intérpretes: Jeanne Balibar, Guillaume Depardieu, Michel Piccoli, Bulle Ogier, Anne Cantineau y Mathias Jung. Nacionalidad: Francia e Italia. 2007. Duración: 137 minutos.

La mirada perdida de Armand de Montriveau no cambia de registro cuando se escucha la primera frase de La duquesa de Langeais . Se la dicen al oído como una plegaria insolente: «Francia está en todas partes». No cabe duda de que se trata de una bravata anticlerical porque, como se desprende de la escena, ese general taciturno que se sienta de manera oblicua al altar mayor tras el que se esconde el objeto de su deseo, representa la Francia revolucionaria, la que puso fin al Antiguo Régimen. ¡Dios ha muerto, viva Francia! Sin embargo, no fue así ni nada es nítido en esta historia de Balzac. Estamos en 1823. Ese centurión napoleónico pasa por ser un héroe. Estamos en Ibiza y es el tiempo en el que, gracias a Francia, Fernando VII ha regresado al trono de España. Así que la Iglesia está en deuda con quienes nacieron para negarla y el guerrero calmado buscará su complicidad para violar la clausura religiosa.

Jacques Rivette, un director frente al que no caben posiciones tibias, se mueve en el filo abismal de los lenguajes narrativos. Cine, teatro y literatura atienden a esa necesidad de relatos, esa demanda de oír cuentos que reclama la humanidad desde su origen. Rivette, cosa aceptada, hilvana la sustancia literaria con el rito teatral con la ayuda de las herramientas del cine. Dicho de otro modo, este filme exalta el placer del relato. Lo que importa es el matiz, el requiebro, la pausa y la forma. Lo que se cuenta, curiosamente, atiende a esa disposición propia del romanticismo japonés que se flagela en la no consumación de lo que se anhela. Por eso mismo es común que muchas miradas presientan en este filme de Rivette ecos de Wong Kar-Wai. Además, de manera perversa, Rivette fuerza esa asociación al hacer que Jeanne Balibar nos muestre una bella colección de vestidos cuyo cromatismo, corte y reflejos evocan la presencia de la Maggie Cheung de Deseando amar . Paralelamente, lo que nos espera en el fondo de este melodrama, que deriva en poema al amor perdido, es la guerra del mundo en sus dos frentes sempiternos: el hombre y la mujer; la razón y la fe; lo viejo y lo nuevo… el ying y el yang. Oriente y occidente con el conmovedor estilo de una inteligencia que se mantiene inmune al paso del tiempo.

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Viaje para exorcizar la muerte

viernes, 20 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección: James C. Strouse. Intérpretes: John Cusack, Alessandro Nivola, Shélan O’Keefe y Gracie Bednarczyk. Música: Clint Eastwood. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 90 minutos.
Extraño filme éste que diseña un personaje propio del universo de los nuevos narradores norteamericanos -Anderson, Gillespie, Kaufman-, y lo condena a un naufragio en medio de un melodrama con niños de los que tanto gustaban al tío Oscar. Basta atender la entrada en cuadro que protagoniza en sus primeros instantes John Cusack para que se llene la atmósfera con el aroma del estupor. Su andar torpe, su ridícula ceremonia laboral, su desequilibrada figura, hacen pensar en un familiar del Lars de Una chica de verdad . Claro que las chicas de este filme, las dos hijas del personaje de John Cusack, son casi tan (ir)reales como la que daba título al filme de Gillespie.

Sin desvelar demasiado su argumento, de hecho bastaría una frase para contarlo, La vida sin Grace , encierra un doble sentido. Grace es el nombre de la madre de esa familia cuyo padre titubea perdido en una falta de estima, digna de tratamiento psicoanalítico. Y esa gracia, esa chispa que cohesiona la vida familiar, se ha perdido porque Grace es una soldado que marcha al frente iraquí. Y sin ella, la familia se ha quedado sin armonía, sin risas, sin rumbo. Y el más perdido es ese padre rodeado de esposas de soldados en una reunión en la que todas descargan sus emociones ante el ensimismamiento del hombre ¿sin atributos?

Al debutante Strouse, siguiendo las directrices del guión, no es el conflicto político lo que le preocupa, sino el vacío afectivo que su marcha provoca y la disfunción del rol paterno. Strouse no hace denuncia social sino drama existencial. Drama por el que un padre sin rumbo encuentra su salvación cuando es capaz de ver a sus hijas y ser visto por ellas. El pretexto es una road movie hacia un parque de atracciones con la idea de encontrar en un espacio de juego y fantasía la fuerza necesaria para asumir la muerte. Pero esa idea resulta más apasionante enunciada aquí que vista en los 90 minutos que dura el filme. La causa de ello es que resulta tan impostado el tono de esta obra contenida, retenida y amordazada, que el extrañamiento, es decir la lejanía, acaba imponiendo una distancia tan insalvable que ocurre lo inevitable. Sin roce no hay implicación y sin implicación, todo se hace artificio, belleza falsa e inverosímil discurso.

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La generación del sexo, mentiras y cintas de vídeo

viernes, 13 de junio de 2008 Sin comentarios

Dirección: George Clooney Intérpretes: George Clooney, Renée Zellweger, John Krasinski , Jonathan Pryce, Stephen Root, Wayne Duvall y Keith Loneker Nacionalidad: EEUU. 2008 Duración: 114 minutos.

EL filme Ella es el partido presenta un caprichoso título que en nada respeta al original Leatherheads -referencia a los antiguos cascos de protección que llevaban los jugadores de fútbol americano en tiempos de la protohistoria-. Así, corre el serio peligro de ser enjuiciada por lo que parece y no por lo que es. Probablemente la culpa sea suya porque, ante todo, esta película pone de relieve la paradoja en la que se hunde el cine norteamericano de la contemporaneidad.

Dejemos a un lado el tema del glamour y el hecho de que a George Clooney la publicidad trate de convertirlo en una réplica entre Cary Grant y Sean Connery. Clooney es algo más: es un buen actor, un inteligente cineasta y un ciudadano que no duda en defender sus ideas políticas. Por eso, hablar de Clooney conlleva enfrentarse a los textos fílmicos del presente. Unos textos que, por lo que al cine estadounidense se refiere, ofrecen un hito vertebral cuando hace ahora veinte años, en Cannes, un chaval de veintipocos años llamado Soderbergh se hacía con la Palma de Oro con Sexo, mentiras y cintas de vídeo .

Clooney, como Brad Pitt, Matt Damon y otros muchos, milita en la pandilla de Ocean , él es Ocean, pero Soderbergh, al que en su comienzo se saludó como el Orson Welles de la posmodernidad, es la principal cabeza. De hecho, Leatherheads estuvo sobre su mesa hace años hasta que, el autor de obras tan radicales como Bubble , Traffic y Underneath , lo puso en manos de su amigo con quien además de Ocean’s ha hecho incursiones tan arriesgadas como el remake de Solaris de Tarkovski.

Tras Leatherheads se encuentran Preston Sturges, John Ford y Howard Hawks y, al fondo, aparece la sombra de Billy Wilder. Esto es indudable. Tanto que Clooney ironizaba sobre la débil línea que separa el homenaje del saqueo, la imitación de la recreación. Ahora bien, en Leatherheads también aparecen los mismos reflejos-delirios-estilemas de los hermanos Coen, otros que también militan en la misma liga. De hecho, por más que se invoquen a los clásicos de los años 30, 40 y aún 50; por más que la película se ambiente en los años 20, recree el tiempo de la ley seca y mezcle Liberty Valance con el sargento York, Clooney no logra evitar ese divorcio actual entre cine comercial y cine de autor. ¿Se puede arrasar en la taquilla con un filme inteligente como en la época clásica? Los autores reseñados lo hicieron en otro tiempo; el cine de la contemporaneidad no lo logra. Lo dijo hace años el propio Clooney, si nos arruinamos con Solaris , siempre podremos hacer más Ocean’s . La respuesta, inapelable. Ya van a por la cuarta entrega.

El tema es que en Leatherheads, Clooney se resiste a forjar una película plana. La diversión, el humor, la comedia y la caricatura están allí, pero para sostener una mirada agridulce y crítica no ya sobre el tiempo periclitado en el que se forjaban las leyendas, sino sobre este presente huérfano de creencias. Clooney, como Soderberg, hurga en los textos clásicos para encontrar salida al desbrujulamiento del cine actual. Ellos no son Tarantino; ellos no se conforman con elaborar secuencias brillantes. Necesitan esculpir una historia con alma. En Leatherheads no aparece. En Leatherheads acontece lo que se vislumbraba en El buen alemán . La certeza de saber que las historias del pasado no retornan. Ofrecer sarcasmo para ocultar la pérdida de la inocencia, no es resucitar nada. Como nada se mueve entre Clooney y Zellweger salvo la pluma del sombrero asexuado de ella. Sin tensión, todo parece pulcra parodia. Y esa parodia convierte en espejismo diálogos, personajes y situaciones nada insustanciales, aunque lo parezcan.

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