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El crepúsculo de los débiles

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Denys Arcand. Intérpretes: Marc Labrèche, Diane Kruger, Emma de Caunes, Rufus Wainwright, Sylvie Léonard, Caroline Néron y Didier Lucien. Nacionalidad: Canadá. 2007. Duración: 104 minutos.

Dos precisiones antes de adentrarnos en el nuevo ensayo de Denys Arcand. La primera hace relación a la traducción de su título. No es la ignorancia lo que ocupa la atención de este filme perturbador y melancólico, sino las tinieblas. De lo que se ocupa este texto fílmico que comienza con una canción de amor triste y culmina con otra canción de despedida aún más triste, es de los tiempos oscuros, del advenimiento y epifanía de una nueva edad media en la que la razón se resquebraja ante la superstición y el fundamentalismo.

La segunda precisión puede ser más cuestionable. Se ha escrito hasta la saciedad que este filme conforma, junto con El declive del imperio americano y Las invasiones bárbaras , una suerte de trilogía. Pienso que no es verdad. Si entre los dos filmes citados existían unos lazos argumentales sólidos, aquí, una fugaz presencia de uno de aquellos personajes sólo puede esbozar un guiño, pero es evidente que este lado oscuro no cierra ningún triángulo.

No, aunque Arcand incida en su diagnóstico desesperado, sostiene que el enfermo social que es la civilización occidental agoniza. El centro de interés de La edad de la ignorancia ha variado. Arcand ha pasado del plano general, esos retratos corales en cuya diversidad se inscribían las posibles resistencias ante el hundimiento: sexo, cultura, política, amor, sacrificio… al primer plano. Por eso, aunque en La edad de la ignorancia veamos desfilar a algunos personajes, comprendemos que todo gira en torno a un protagonista único, Jean Marc. En consecuencia, su cámara enfoca a un hombre ridículo interpretado, de manera nada inocente, por un cómico Marc Labrèche. Un cómico cuya misión ya no es divertir, sino subvertir.

Para ello, camino ya de los 70 años, Arcand rueda fácil; sin esfuerzo aparente. Evita la complicación y hace sencillo lo más complejo. ¿Acaso no es complicado mostrar el ocaso del héroe, la desorientación del padre, la frustración del esposo, la soledad del amante, el dolor infinito del hijo ante la muerte de la madre y el desguace del hombre contemporáneo? No para Arcand.

Su poliédrica mirada proyectada en otros filmes sobre lo social se hace aquí introspección en torno al individuo. Como hombre que es, Arcand analiza el naufragio del varón domado. Su patético protagonista es una isla rodeada de mujeres por todas partes. En la vida real, la mujer no le ve, sus hijas no le oyen, sus compañeras de trabajo o son lesbianas o son sus superiores con las que no congenia en absoluto. Las mujeres de sus fantasías van de la Diane Kruger-Elena de Troya (sexo evanescente sin fluidos ni roce), al sexo rápido y pasional que, en sus diversas ensoñaciones de hombre de éxito, se le repiten con el rostro de la misma mujer. Además, también en sus fantasías, las compañeras de trabajo se encuentran a su servicio, vengándose así de sus cotidianas frustraciones.

Una cualidad describe y define este filme: inteligencia. En él no habita la ignorancia, sino el saber. Arcand sabe fundir la fantasía con lo real en un ejercicio cuya brillantez evoca a otro gran cineasta, Woody Allen. En este caso, la introducción de la mascarada medieval en medio de una sociedad altamente civilizada, donde fumar es delito y todo avanza hacia una demencia general, evidencia la capacidad de Arcand para jugar con los elementos. A diferencia del neoyorquino, el canadiense destila una prosa más meditada, más política y más afrancesada. Arcand, que ya había liquidado el modelo occidental, desmonta lo último que quedaba: el individuo, o sea, él mismo. Por eso resulta tan inquietante ese final, con la locura esperándole en el horizonte.

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Tamborrada de ‘revenants’

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Manuel Gutiérrez Aragón. Intérpretes: Óscar Jaenada, José Coronado, Kike Díaz de Rada, Vanessa Incontrada, Adolfo Fernández, Iñaki Miramón y Leire Ucha. Nacionalidad: España 2008. Duración: 95 minutos.

Propuestas como la que nos aguarda en Todos estamos invitados son, según la terminología acuñada por Mayor Oreja, propuestas trampa. La última película de Gutiérrez Aragón no es lo que parece, ni dice lo que aparenta. Se dice que el cineasta del realismo mágico, así era conocido en los 80, sienta en el banquillo de los acusados al silencio de los corderos del pueblo vasco; ése que, según sus declaraciones, en lugar de denunciar la violencia, calla y se diluye en las sombras del miedo y/o el oportunismo. Y sí, en su retrato de la sociedad vasca, Gutiérrez Aragón levanta una escenografía paranoica con relámpagos alucinatorios para regurgitar un «yo acuso» desde la Puerta de Alcalá. Pero algo no va bien cuando esto se desprende más de sus declaraciones que de lo que deja en claro su espeso producto.

En él hay tres tipologías. La de los asesinos, la de la víctima y la de la sociedad, reducida a un resto que, en los mejores pasajes, parece conformado por revenants de un filme de terror-ficción.

La trampa consiste en que no estamos ante una obra de serie B, ni tampoco ante un homenaje a John Woo, aunque los últimos planos, con los dos terroristas pistola en mano, así lo evoque. La trampa insiste en que, bajo su convocatoria al legítimo rechazo de la violencia y el terrorismo, se nos trate de colar un endeble relato fílmico que huele a emboscada. Aquí ya no hay realismo mágico, sino un disparate confuso que plantea muchas dudas sobre qué pretendía hacer realmente el director.

Su visión aparece dislocada; tan perezosa en su implicación con lo real que acaba significando lo contrario de lo que proclama. Los actores se ven afectados por una gravedad ridícula, corroída por las constantes torpezas narrativas del director. Su argumento es pura filigrana de casualidades; sus personajes, cartón piedra; sus intenciones tan confusas como ese plano final del terrorista abrazando a una madre hiperbólica e imprecisa. Hay demasiadas inconsistencias y un protagonista desbancado, Coronado, al que se le priva de autenticidad. Y hay un concepto vertebral: cómo la memoria perdida desactiva la motivación del terrorista. Pero falta rigor, conocimiento y objetividad para sostener este terrible alegato más allá de la comercialidad.

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Tiempo congelado, ideas heladas

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Sean Ellis. Intérpretes: Sean Biggerstaff, Emilia Fox, Shaun Evans, Michelle Ryan, Stuart Goodwin, Michael Dixon, Michael Lambourne y Nick Hancock. Nacionalidad: Reino Unido. 2006. Duración: 102 minutos.

Sobre el papel, Cashback es una película llamada a brillar. Una especie de nuevo Trainspotting mezclado con Léolo y redondeado con ecos de Amélie . Es decir, cine joven con ansias de abrir nuevos caminos para la comedia. Cine contemporáneo con protagonistas en edad de aprender y merecer que supuran humor e irreverencia. Pero Cashback no es eso. Cashback es una comedia gamberra que gira en torno a una única idea.

A Cashback le sucede como a buena parte del arte contemporáneo, que dadas las prisas por llegar arriba y dado el escaso interés del público por hacer esfuerzos, ha mudado el genio por el ingenio. Es decir, ya no trata de elaborar discursos sólidos, sino de conjurar una atractiva imagen, un chiste visual que singularice la propuesta y se gane la empatía inmediata de todos. El problema es que lo que en el museo reclama unos segundos, como mucho algún minuto; aquí exige del público que aguante el tipo durante hora y media.

Demasiado tiempo para una sola idea. Aunque es cierto que posee esa chispa y cuenta con una convincente resolución técnica para llevarla a cabo. Su principal protagonista es un anti-súper-héroe con un poder especial. No puede dormir, pero a cambio es capaz de detener el tiempo de los demás y congelar el movimiento. Así que, durante horas, se pasea por el mundo mientras el otro permanece hierático, detenido en ese instante congelado de su vida. Como también es un estudiante de Arte y un enamoradizo incontenible, este voyeur desnuda a las chicas para… dibujarlas en sus largas noches de insomnio.

Esto da para lo que era, un buen cortometraje. Pero tuvo éxito, se paseó por medio mundo y su autor, Sean Ellis decidió estirarlo. No era el primero. Hace años, Jim Jarmusch construyó una de sus obras más aplaudidas a base de ampliar lo que en su origen era un corto, se tituló Extraños en el paraíso . La diferencia estriba en que Jarmusch no partía de una situación divertida, sino de unos personajes gozosos. Así que le bastó con darles cuerda para que el filme creciera solo. En Cashback lo único que el espectador percibe es que el pretexto se cae por falta de personajes, de dirección, de guión y de talento.

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Muerte, magia y psicoanálisis

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Gillian Armstrong. Guión: Tony Grisoni y Brian Ward. Intérpretes: Guy Pearce, Catherine Zeta-Jones, Saoirse Ronan y Timothy Spall. Nacionalidad: Reino Unido y Australia. 2007. Duración: 97 minutos.

En 1926 Sigmund Freud concedió una entrevista al periodista norteamericano George Sylvester Viereck. Se sabía de ella, pero estuvo perdida durante años. En ella, un Freud con el maxilar destrozado por el cáncer, al ser preguntado sobre el deseo de inmortalidad, tras resumir su célebre teoría del antagonismo entre el principio del placer y la pulsión de muerte, rechazó esa tentación para afirmar que, en algún modo «toda muerte es suicidio disfrazado». Esa idea, la muerte como una llamada interior anclada en la profundidad del ser, puede reconocerse en la caja de cristal llena de agua en la que Houdini se sumergía en un desafío escapista contra sí mismo. Aunque allí se arriesgó en extremo, no se ahogó. El 31 de octubre de 1926, a los 52 años, moría como consecuencia de la rotura del apéndice provocada por los golpes voluntariamente recibidos de un misterioso joven del que sólo se sabe que era pelirrojo.

En realidad y durante toda su vida, Harry Houdini no había hecho otra cosa que desafiar a su propia muerte o, si regresamos a las palabras de Freud, disfrazar su suicidio con el espectáculo de lo increíble.

Los guionistas de El último gran mago se sirven de la biografía de Houdini a su antojo, alteran los detalles, manipulan y mezclan relatos, en definitiva, tergiversan la historia para acariciar durante un breve instante, como esas extrañas premoniciones que recibe quien nos narra el filme, la esencia de esa fascinante figura de un emigrante húngaro cuya leyenda le sobrevive.

La mejor virtud, quizá la única, de este filme dirigido por la australiana Gilliam Armstrong reside en ese (re)mover el recuerdo de Houdini desenfocándolo de su biografía para adentrarse en el ensayo. Lamentablemente el miedo (y la comercialidad) impera y, aunque la película rebosa ideas e imágenes, Armstrong las dilapida. De modo que un sustento argumental que podía haber sido mejor película que El ilusionista y El truco final parece un acto reflejo carente de legitimidad.

Esa esencia derramada sin talento está forjada con el fuego de la razón. Houdini dedicó su vida a desafiar a los charlatanes de la parapsicología y el truco barato. Su cruzada contra el espiritismo era, en algún modo, el anverso de la batalla que un convecino suyo, un austriaco también judío como él, libraba con otros medios. Fueron dos padres, (tal vez los últimos grandes) el uno del escapismo y la magia, el otro del psicoanálisis y los sueños. Pese a tantos pesares, detrás de El último gran mago , por debajo de su título original, Actos que desafían a la muerte , cabe intuir el inmenso dolor de un personaje quebrado por la muerte de su madre; herido por el enigma de la ausencia de quien le dio origen.

Esa fusión que buscan los guionistas entre la reflexión y el espectáculo deriva inevitablemente hacia la confusión de su tono, porque quien ha dirigido el filme prefiere dulcificar el relato. En su arranque opta por la picaresca y la aventura. Luego usa y abusa del romance y el requiebro. Lo peor llega en su desenlace, cuando los guionistas y la directora traicionan a Houdini, y de forma indirecta a Freud, al resolver que un complejo de culpa era el motor que movía al gran Houdini, el hombre que hacía creer en un mundo imposible al mismo tiempo que combatía el engaño y la superchería. ¿Eso es todo?

No. Porque por encima de sus titubeos y acomodos, quedan los jirones de una bella historia edificada sobre un espacio para la incertidumbre. No hay mucho cine, pero sobrevuela en ese espacio una gran historia. La de Houdini, soberbiamente interpretado por Guy Pearce, y la de quienes como él, se la jugaron hasta el final.

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Esencialismo fraternal

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Tamara Jenkins. Intérpretes: Laura Linney, Philip Seymour Hoffman, Philip Bosco, Cara Seymour, Peter Friedman y Gbenga Akinnagbe. Nacionalidad: EEUU. 2007 Duración: 113 minutos.

La presencia de Alexander Payne, uno de los productores de este filme (autor de obras tan personales como Election , A propósito de Schmidt y Entre copas ) ya supone una declaración de intenciones. Payne cultiva la comedia desde un inteligente compromiso con la renovación. De manera indefectible, sus películas provocan un regusto amargo. Salpican sonrisas pero acunan escalofríos, un vaivén que tiene mucho que ver con la tragicomedia, o sea, con el patetismo de la existencia. Esa querencia de Payne encontró un alma gemela en Tamara Jenkins. ¿Quién es Tamara Jenkins? Una debutante de cuya biografía da noticia, debidamente filtrada por la recreación ficcionada, este filme difícil de ubicar. Sus personajes bien podrían compartir con Schmidt su perpleja soledad, de hecho, es el propio cine de Payne quien más se le aproxima.

Hace pocas semanas se estrenaba un filme titulado Como la vida misma . Aquella crónica familiar, un cuento romántico empeñado en insuflar optimismo, no era sino un cuento, una fábula de tonos rosas que no pintaban la vida sino una proyección idealizada de la misma.

La familia Savages probablemente tampoco debe ser presentada como una película realista, pero hay en ella reflejos de pura verdad. Su arranque, un grupo de¿majorettes? que olvidaron la adolescencia hace mucho tiempo, da paso a una cerrada y enfermiza relación. Dos hermanos con inquietudes artísticas e intelectuales deben enfrentarse al deterioro mental y físico de un padre que nunca fue amable. Ni siquiera mereció tal título. En ese cuadro, los hermanos se reencuentran para encontrarse con sus respectivos fracasos, con sus incuradas heridas. Para remediarlas, Tamara aplica una terapia de choque. Poco a poco el filme, alimentado por reflejos que sólo quien los ha vivido puede recrearlos, avanza en un desenlace de alborada y reconciliación. Tamara dirige con austeridad, controla el gesto y apunta hacia una inteligente llamada a la liberación. Su declaración de intenciones se condensa en una única frase espetada ante un cuerpo muerto: «Eso es todo». Y, como «eso es todo», los Savages nos invitan a querernos más y ser coherentes con lo que se quiere ser.

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Un Kaurismäki para Oriente Medio

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Eran Kolirin. Intérpretes: Sasson Gabai, Ronit Elkabetz, Saleh Bakri, Khalifa Natour e Imad Jabarinmi. Nacionalidad: Israel y Francia. 2007. Duración: 85 minutos.

Una formación musical egipcia viaja a Israel. Deben dar un concierto en terreno infiel. Un malentendido provocado por la impericia con una lengua que no conocen lleva a los músicos a un pueblo en mitad de un paraje desértico. La llegada de los miembros de la banda, con sus uniformes azules y su aspecto anacrónico, no provoca ni curiosidad entre los escasos habitantes del mismo. A fuerza de chapurrear inglés, comunicándose con los ojos y con los gestos, unos y otros comprobarán lo cerca que están. Ésa es la trama de un filme que se caracteriza no tanto por lo que cuenta, una bienintencionada apología del entendimiento de los seres humanos, sino por el cómo.

Todo en La banda nos visita reclama esa condición de redondez que poseen algunas óperas primas. En ella se percibe la sensación de esas historias que son fruto de una larga elaboración, que surgen de ese mundo de sensaciones, anécdotas y actitudes maceradas en la juventud.

Es cine rodado sin imposturas ni resabios. Cine al servicio de una idea: demostrar que árabes y judíos pueden y deben convivir en paz. Es cine fabricado con esos pequeños instantes que la memoria almacena sin saber por qué. Por eso, en tanto en cuanto se perciben como auténticos, como tales se les trata y de ese modo, con la convicción de que hay algo especial en ese material, el cine que alumbran crece fresco, fácil y feliz.

Además,La banda nos visita no oculta su devoción por Kaurismäki, el cineasta finés que reinventó el estoicismo. Algo parecido habita en las partituras de esa banda de hombres uniformados perdidos en un paisaje sin referencias ni tiempo.

Por eso mismo su contenido resulta tan próximo a cualquier espectador por muy exótico que sea su origen. Por eso en ella hay secuencias impagables como la del baile, y por ella deambula un puñado de personajes a los que se les acaba queriendo en su hieratismo, en su imperturbable dignidad de personajes que no poseen otra cosa salvo dignidad. Egipcios e israelíes, dos pueblos siempre en guerra, fría y/o caliente, encuentran aquí una paz duradera y con ella una película hermosa que demuestra que se puede alentar buenas intenciones con películas más que dignas.

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Testigo de su propia autopsia

viernes, 4 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Joby Harold. Intérpretes: Hayden Christensen, Jessica Alba, Lena Olin, Terrence Howard, Christopher McDonald, Fisher Stevens y Sam Robards. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 84 minutos.

Joby Harold concibió Despierto mientras sufría los insoportables dolores de unos cálculos en el riñón. De aquellas piedras nacen estos temores que, en el peor de los casos, presentan una virtud innegable: exploran miedos cercanos que nada tienen que ver con fantasmas, monstruos ni apocalipsis. Miedos que cuanto más verosímiles -lo que no siempre significa que sean posibles- más insoportables resultan. Con ellos Hitchcock hacía capítulos para su serie, con ellos jamás se hubiera permitido hacer un largometraje, falta sustancia. De hecho, la grieta que resquebraja de parte a parte este título muestra la sensación de que no estamos viendo una película sino dos. Dos relatos de naturalezas muy distintas.

Quienes, a la vista del trailer, han decidido que no irán a verla porque creen que todo gira en torno al horror de un paciente al que se le está trasplantando el corazón, se equivocan. Ese horror porque la anestesia no ha cumplido con su misión sólo ocupa la mitad de la película.

Consciente de que penetra en un cenagal -la imagen de una camilla nos espera a todos, si llegamos a tiempo, al final del pasillo-, Harold se da prisa en cambiar las cartas. Así, lo que crece como drama deriva hacia el thriller y Harold trueca estadística por ficción. Cuando todas las piezas están ya sobre la mesa y la congoja se hace insoportable,Despierto cambia de tono. Articulado en tres tiempos, el primero trata de sostener una hipótesis poco creíble: un joven multimillonario se empeña en que le opere un médico de tercera en agradecimiento porque, al parecer, cuando tuvo el primer síntoma grave de su dolencia, fue quien le salvó la vida. Vive con una madre posesiva, protectora y cariñosa, y mantiene en secreto una relación amorosa con una joven sensual, dócil y sumisa. Hay una ausencia de padre, muerto en accidente vestido de Santa Claus y un corazón, el del protagonista encarnado por Christensen, que agoniza. De haberse quedado en este estadio, la película terminaría justo cuando Harold arma su filme con un complejo entramado criminal. Con él, el dolor real cede el sitio al artificio del suspense y una lágrima cambia lo real e insoportable, por lo fantástico y venial. Cosas del cine comercial.

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La sombra de Dreyer

viernes, 4 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Carlos Reygadas. Intérpretes: Cornelio Wall Fehr, Miriam Toews, María Pankratz, Peter Wall, Elisabeth Fehr y Jacobo Klassen. Nacionalidad: México, Francia y Holanda. 2007. Duración: 142 minutos.

En los últimos tiempos, además de Reygadas, ha habido otros dos autores que se han enfrentado a Dreyer. El que tuvo éxito fue Lars von Trier, el enfant terrible del cine danés cuya existencia ha girado en torno a dos demonios interiores. Uno habita en El séptimo sello ; el otro es el dueño de La palabra ; o sea Ingmar Bergman y Carl Th. Dreyer. Con la mirada puesta en este último, von Trier alumbró Rompiendo las olas . También pensaba en el autor deDies Irae Álvaro del Amo cuando hizo El ciclo de Dreyer . Ambas se estrenaron en la Seminci de Valladolid. La primera conmocionó; la segunda cosechó risas de incredulidad. Y es que hace falta valor para seguir las huellas de Dreyer; un autor ahora consagrado pero que en vida llevaba el fracaso pegado en la piel.

Reygadas, autor controvertido por Batalla en el cielo , está mucho más cerca del hacer de Trier que del deshacer de del Amo. Y es que a del Amo, como explicita su título, no le bastó con referirse a un filme de Dreyer; se indigestaba con toda su obra.

Dreyer, hombre de convicciones religiosas y obsesionado con hacer un filme sobre Jesucristo que nunca pudo filmar, en La palabra abonó el terreno para la incertidumbre. Su desenlace era un despertar hermoso y solemne, misterioso y oportuno que dejaba al espectador la libertad de leerlo en función de sus creencias. Lars von Trier, que formalizó la pasión y muerte de una mujer extasiada por el amor sexual hasta provocar su propia muerte -una versión crística desprovista del contexto y con una mujer como protagonista-, tropezaba en un plano final de campanas celestiales propio de un converso o de un provocador. Pero dejaba al espectador sin libertad. Allí, en el cielo, las campanas tañían.

Reygadas encuentra a Dreyer en la frontera mexicana. Y coloca su milagro prodigioso no tanto en la resurrección de la carne como en el despertar de cada nuevo amanecer. Reygadas inscribe un texto ensimismado que no da sino que pide. Un filme exigente y hosco en medio de un adulterio nada cristiano pero lleno de fisicidad y angustia. ¿Cineasta genial? ¿Impostor enterado? Eso no lo resuelve este filme. Este filme es sólo luz y silencio bajo la sombra de La palabra de Dreyer.

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Campanadas en la madrugada de Brooklyn

viernes, 4 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: James Grayn. Intérpretes: Joaquin Phoenix, Mark Wahlberg, Eva Mendes, Robert Duvall, Tony Musante, Antoni Corone y Alex Veadov. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 117 minutos.

El título de la película aparece en la manga de una chaqueta, es(ins)crita en el escudo que identificaba a la Policía de Nueva York hacia el final de los años 80. Se trata de una declaración de intenciones:La noche es nuestra . Por cierto, es el mismo lema que los cachorros de la movida madrileña, en el fondo los cachorros de todas las movidas, se repiten a sí mismos mientras se acicalan para triunfar allí donde con frecuencia se acaba recogiendo soledad, intoxicaciones frustración y derrota. James Grayn, un cineasta que ha firmado con ésta tres películas en quince años, su caso recuerda al de Malick, abre su filme con fotografías de la época. El contexto del filme, por eso se nos muestra, existió. ¿El texto?, el texto, se demuestra, surge de hundir las manos en ese acervo cultural que trenza relatos de Homero y de Shakespeare, de Scorsese y Coppola. Y para emprender este viaje Gray ni oculta sus nutrientes, ni se doblega ante el peso de lo que este legado significa.

En el final de los 80 acontece la historia de La noche es nuestra . Nueva York vivía los últimos brotes de una épica policial que luego consagraría a Rudolph Giuliani, un alcalde con alma de Mr. Proper, gatillo fácil y métodos expeditivos. Era el tiempo de la heroína y las mafias rusas, cuando el sida galopaba y la ciudad de Woody Allen imitaba al Chicago de los años 30. Han pasado veinte años, tiempo suficiente para que Grayn pueda reconducir hacia lo simbólico lo que antes no lo era y, de ese modo, convertir en narración ordenada lo que surgió en el caos de lo real. A lo real pertenecen esas fotografías con las que se abre el filme. Lo demás, es fruto de la reflexión que Grayn levanta sobre las relaciones entre el poder y la sangre, el deber y la felicidad.

Lo más molesto de La noche es nuestra se oculta en la memoria de cada espectador. Ante su visión es inevitable que cada uno perciba multitud de referencias. Siempre que se toca el tema del lumpen, sus negocios y la violencia, se repiten las comparaciones con o sin fundamento. El tema es que, de toda esa abundante imaginería que le precede, tal vez la más decisiva se encuentre en el filme de Orson Welles, Campanadas de medianoche. De hecho, aquí resuenan con gravedad funesta.

Por más que se invoque a Scorsese y a Coppola, a Cimino y a Ferrara, es más que probable que los fluidos que sostienen este proceso de descomposición vital que el filme narra, emanen de Welles y de Kurosawa. Ambos, por otra parte, fueron buenos conocedores de Shakespeare y sus tragedias. De hecho, si el proceso del personaje de Phoenix nos conduce a las alcobas de Henry IV, su mejor secuencia, el ataque al convoy policial en la autopista, convoca a la lluvia que cegaba la mirada de Los siete samurais .

Lluvia y fuego marcan los dos momentos culminantes de La noche es nuestra . Lluvia y fuego marcan un proceso de purificación que, lejos de salvar a sus protagonistas, los reduce a víctimas. Todo resulta dual en esta película. Dos hermanos, dos ambientes, dos figuras paternas… De ese proceso dialéctico extrae Grayn su herida reflexión sobre la fatal deriva que impone el destino y sus circunstancias. La noche es nuestra provoca desasosiego y resquemor. Cierto que a veces Grayn parece recalcar que está haciendo una película solemne. Tan cierto como que en ella se agita una amarga conclusión. ¿Reaccionaria? Algunos así lo denuncian. La cara atormentada de Phoenix rezuma dolor, perplejidad y pérdida. O sea, la negación del cielo y la evidencia de que, al ocupar el lugar del padre, cumple con la ley, pero se pierde a sí mismo y arruina su deseo de ruptura.

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Fundido a nieve

viernes, 28 de marzo de 2008 Sin comentarios

Dirección: Alain Resnais Intérpretes: Laura Morante, Lambert Wilson, Sabine Azéma, Isabelle Carré, Pierre Arditi y André Dussollier Nacionalidad: Francia e Italia. 2006 Duración: 123 minutos

El cine clásico, cuando se dirigía a un público menos avisado,utilizaba el fundido. Un recurso consistente, por lo general, en oscurecer el plano como método básico para significar, en la sucesión de secuencias, un salto temporal. El cine contemporáneo, hecho de suficiencia y resabios, hace tiempo que ya no necesita ni fundidos ni cortinillas, ni muletas de ningún tipo. No hay tiempo que perder ni espectador al que guiar. La decostrucción del relato impuesta por la posmodernidad los desterraron para siempre.

¿Para siempre? No en el cine de Alain Resnais (1922), uno de los más longevos supervivientes de la Nouvelle vague, anterior a ellos y, sin embargo, compañero de viaje de Godard y Truffaut, y casi hermano de Marker. Resnais es paradigma del cine de la modernidad y del cine francés; dos maneras de designar un mismo cine. De hecho, todo en esta inteligente película se cose con frecuentes, obsesivos y recurrentes usos de un fundido a… nieve. Quienes hayan visto la película saben de qué se está hablando y de ese epílogo relativo a una nieve distinta y final que emana, no del ya cielo, sino del receptor de una tele enmudecida que ya ha agotado su contenido erótico.

Resnais conjura una tipología anclada en París y atravesada por la soledad. Son seis personajes que deambulan por el filo abismal de una existencia patética. Un montaje sincopado, casi televisivo, desmenuza a sus personajes, a quienes trata con desdén. Todo en el filme es frío y todo avanza en pequeñas secuencias, a través de diálogos y silencios que describen a unas ridículas criaturas sitiadas por el (des)amor y la (des)orientación, por el sexo y su ausencia. Y entremedio, planos recurrentes de la nieve cayendo sobre París, un frágil hilván de algo que ya no se sostiene. Estamos frente a retratos crepusculares cuyos escenarios devienen en textos más atractivos que el que aportan sus protagonistas, un puñado de burgueses rumiantes de una civilización en la que impera un eterno invierno preludio de una fatal descomposición. En medio de ese naufragio emerge, vibrante, la mirada de un cineasta que desafía al tiempo y, con ello, a la muerte con un cine transparente y hondo. Un cine que no se agota.

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