Momias cara al sol
Dirección: Rob Cohen. Guión: Alfred Gough y Miles Millar. Intérpretes: Brendan Fraser, Jet Li, Maria Bello, Luke Ford, John Hannah, Michelle Yeoh e Isabella Leong. Nacionalidad: EE.UU . 2008. Duración: 148 minutos.
La tercera entrega de La momia termina con una amenaza: nos recuerda que también hay cuerpos embalsamados en el continente americano. De este modo nos abruma con el anuncio de una cuarta entrega que, a la vista de lo que aquí acontece, casi nadie esperará. El trabajo de Rob Cohen, director insustancial que coge el testigo del enriquecido Sommers, enriquecido gracias a esta franquicia que resucitaba uno de los grandes mitos de la Universal, parece que alberga un único objetivo: mitigar la sensación de naufragio que mostraba la última entrega de Indiana Jones. Ésa es su principal virtud, hacernos sentir que Harrison Ford, incluso mal dirigido, imprime a su Indie un toque de autenticidad que Brendan Fraser parece haber perdido para siempre convertido en una sosa caricatura. Ahora bien, la culpa no es sólo suya.
Cuando Sommers tuvo la feliz ocurrencia de mezclar la Momia con Indiana Jones al amparo de los avances de la tecnología digital estaba socavando la esencialidad del mito. La Momia conforma, junto al monstruo de Frankenstein, el Hombre lobo y el conde Drácula, la encarnación de los cuatro jinetes del apocalipsis cinematográfico del siglo XX. Ellos han cuidado que millones de espectadores contuvieran, gracias al miedo, los sueños libidinosos más oscuros, los temores religiosos más telúricos y las fantasías delirantes más extremas.
Cuando en 1932 Karl Freund se enfrentó a la Momia , no hizo otra cosa que urgar en el esquema narrativo de Drácula . Y fue la momia, con sus movimientos tambaleantes como los de los zombies de la época, la más cruel metáfora de las largas colas de pobres hambrientos que salían de la crisis del 29 para encaminarse al holocausto del 39. Quizá ahí nazca su única virtud, ésa que hace que esta momia supere al último Indiana Jones por su oportunidad histórica. Ambientada en China, lo mejor del filme surge del pretexto, de su particular escritura de los célebres guerreros de Xian y de algunas secuencias de masas en las que Cohen rapiña sin pudor legados tan dispares como los del Zhang Yimou y Sam Raimi. Pero no hay ambición ni talento para derivar en metonimia de la China actual. Sin valor simbólico, sólo queda un sucedáneo irritante, estruendoso y banal.