Dirección y guión: George Gallo. Intérpretes: Antonio Banderas, Meg Ryan, Colin Hanks, Selma Blair, Keith David, Eli Danker y Tom Adams. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 100 minutos.
Con cierta fortuna se impuso desde hace unos años, unido generalmente al western , el apellido crepuscular. Con ello se da a entender que se trata de filmes ambientados en esa zona abismal que transcurre entre la decadencia y el heroísmo postrero; dicho de otro modo, trenzan el cinismo con la ingenuidad en una mezcla imposible que, cuando funciona, da lugar a películas inolvidables. Son obras capaces de filmar el sol del crepúsculo como si fuera un nuevo amanecer. Clint Eastwood, por ejemplo, ha convertido ese regate de filigrana en obra maestra.
En pleno siglo XXI, Mi novio es un ladrón da una inaceptable vuelta de tuerca con una comedia que más que crepuscular se reclama agónica. El filme viene adornado por la discutible gracia de un cineasta que todavía no ha aprendido que, incluso el mejor chiste del mundo, puede resultar anodino si no se relata con ritmo, suspense y convicción. Claro que responsabilizar a George Gallo de lo que este filme es, sería la primera cuestión a debatir. ¿Cree alguien, tras aguantar los cien minutos que dura esta propuesta, que Gallo ha dirigido algo? Si el espectador sobrevive a la experiencia y tiene paciencia de leer con detenimiento cuál es su naturaleza, comprenderá que responde a un único nombre: exaltar el ¿carisma? de Meg Ryan.
Aquella Meg que fingía orgasmos con gracia bajo el nombre de Sally y que enamoraba a Tom Hanks, tras protagonizar algunos películas que ya nadie recuerda, regresa del túnel del olvido con la piel ter(n)sa y el cerebro seco. Su actuación en este filme, una madre en celo enamorada de un Banderas de cartón piedra que se autoparodia como latin lover , hace que a su lado Ana Obregón parezca una mujer sensata. Gallo parte de un material que suele alumbrar películas amables y secuencias divertidas. Un atractivo ladrón de obras de arte enamora a la madre del agente del FBI encargado de detenerle. Era un buen pretexto para montar un filme entretenido. Pero Gallo nada sabe de sutilezas. Demasiado ocupado en reforzar el «descomunal» atractivo físico de Meg Ryan, nada cuenta. Sólo muestra la certidumbre de que la mirada de Ryan es lo único -incluido el cerebro- que no ha rasgado el bisturí voraz de la cirugía estética.
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Dirección: Aitzol Aramaio. Intérpretes: Héctor Alterio, Daniel Brühl, Julieta Serrano, Bárbara Goenaga, Marian Aguilera, Ramón Barea, Gorka Otxoa y Mikel Albisu. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 96 minutos.
Durante la proyección de Un poco de chocolate , título que desorienta sobre el contenido de esta singular película, se percibe un aroma de otro tiempo. Un poco de chocolate es lo que reclama uno de sus protagonistas, un anciano cuya cabeza se desmorona casi al mismo tiempo que se le escapa la vida. En ese chocolate se convoca el sabor de lo que se fue, los ecos de los que se fueron y, en definitiva, la magdalena de Proust, razón última de esta película de cronología imposible ubicada en el calendario detenido del bosque de la (des)memoria.
Un poco de chocolate comienza y finaliza de manera idéntica. Con su protagonista, Héctor Alterio postrado en la cama en medio de una atmósfera fantástica en la que cae un manto de nieve hasta (con)fundir los pliegues de las mantas con la silueta de unas montañas. En esas montañas ideales sitúa el personaje de Lucas las presencias de los que se fueron llevándose con él sus mejores días: amor, amistad, ideales, vida… Entre medio hay una historia imposible, de esas que María Dolores Pradera cantaba hace medio siglo diciendo que ya no se estilan. Una historia adaptada de la novela de Unai Elorriaga, Un tranvía en SP . Sólo por su indómita excentricidad, ya llama la atención esta película del debutante Aitzol Aramaio.
Como constructo fílmico, Un poco de chocolate es bastante frágil y algo caprichosa. Hay situaciones que los obsesivos de la lógica efecto-causa considerarán inaceptables. Lo real y lo imaginario, el pasado y el presente, el delirio y lo cotidiano se encadenan en un rosario de situaciones poéticas y titubeos prosaicos. El filme construye el último viaje de un veterano superviviente de la guerra civil. Un viejo anarquista que vive con su hermana también vieja, y cuya existencia se ve trastocada con la inexplicada presencia de un joven prófugo de su casa a causa de la incomunicación.
Los actores aguantan el tipo y Aramaio avanza con dudas entre ceder al pulso lírico que le reclama el texto o claudicar al costumbrismo de sus estampas. El efecto final se llena de extrañamiento y melancolía, algo que rara vez practica el cine actual y que nos recuerda que hay otros cines más allá de los que premia el Goya.
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