Raíces podridas, heridas eternas
Dirección: Paul Thomas Anderson. Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Paul Dano, Kevin J. O’Connor, Ciarán Hinds, Dillon Freasier, Randall Carver, Coco Leigh. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 158 minutos.
Conforme se diluye el impacto inicial que Pozos de ambición ejerce durante su proyección, emergen las verdaderas intenciones de Paul Thomas Anderson y sus múltiples prismas. Y con ellos, en ellos, una galería de impostores e imposturas. Hijos que no lo son, hermanos de mentira, predicadores sin fe y prohombres de furia colérica. Se diría que el texto fílmico ancla en el fondo de su interior la verdadera historia que este filme extremo, extraño e irregular alimenta. Cierto es que el cine de Anderson nunca es lo que parece y rara vez parece lo que representa. Con Pozos de ambición esta apreciación se cumple inexorablemente. Tanto que, si uno lee las diferentes reseñas e informaciones que sobre el filme se han publicado y con ellas acude a verla, corre el peligro de llevarse una sorpresa.
Se invocan títulos como Gigante, Ciudadano Kane y El tesoro de Sierra Madre para acotar lo que en Pozos de ambición nos aguarda. Pero más allá de la epidermis argumental y de algún préstamo anecdótico lo que late en el fondo de este oscuro y terrible agujero, metonimia que forja la razón de ser de esta epopeya, es el duelo fratricida entre la impostura de la razón y la fe. Dicho de otro modo, no es un personaje único quien preside este filme, sino dos hombres enfrentados en medio de una significativa ausencia de mujer. Tal vez por eso, su mundo provoca asfixia.
Si acudimos al origen del proyecto, al menos al que se ha hecho público, se nos recuerda que fue ideado por Paul Thomas Anderson cuando éste pasó una larga temporada en Londres. Allí, añorante de su tierra natal, empezó a pergeñar un argumento sobre un duelo de dimensiones épicas. Por alguna razón, Anderson se desvió del centro de atención señalado para chocar con la novela Oil!, de Upton Sinclair. De ese cruce nacen sus profundas grietas.
En ese sentido, la imagen hegemónica del rostro de Daniel Day-Lewis distorsiona la esencia del filme. Es evidente que, pese a la lluvia de premios que recaen sobre Danny Day-Lewis, los pocos minutos que el filme permite componer el (los) personaje(s) que Paul Dano encarna le roban el plano, el matiz y hasta la presencia al actor de Mi pie izquierdo . Pero la verdadera cuestión es que hay algo enfermizamente bíblico en este solemne retrato de un petrolero iracundo al que jamás vemos en su intimidad, pese a que esté omnipresente a lo largo de toda la película.
En cuanto a su tesoro escondido, cuenta Ermanno Cavazzoni en la apertura de El poema de los lunáticos que en el fondo de los pozos se encuentran botellas con mensajes en su interior. Hay hombres que miran siempre hacia las estrellas y hay otros, menos sin duda, que clavan sus ojos para atender a la llamada de la tierra. Esa tierra es la misma que araña al comienzo de un arranque sin palabras este filme sangrante. Su protagonista busca oro a golpe de pico y dinamita. Pero lo que le hará rico será un líquido negro que rezuma desde el fondo de la tierra. Como en todo el cine de Anderson, el espectador no encuentra refugio en ninguna parte. Tampoco halla equilibrio el propio cineasta cuyo relato muda de piel poco a poco hasta quedarse en los huesos de la locura y la violencia. Es ésta la historia de un envilecimiento para el que no se lanza ningún asidero redentor. Lejos de las estructuras clásicas, el filme da tumbos a golpe de secuencias rotundas e instantes sobrecogedores. Entre medio, soledad, estupor y un distanciamiento gélido.
Como retrato del nacimiento de una nación, Anderson apunta un demoledor diagnóstico hecho de hijos sin padres, predicadores sin fe y especuladores sin alma.