El espíritu de la viñeta
Mortadelo y Filemón son algo así como el mínimo común denominador de un país cuyo himno nacional no tiene texto porque nadie consigue ponerse de acuerdo con la letra. Pero esa divergencia social, geográfica y política incapaz de sentar bases comunes sobre casi nada desaparece al hablar de Mortadelo y Filemón. El hecho de que los personajes de Ibáñez lleven medio siglo acompañando a padres e hijos es un síntoma de que nadie como ellos puede tender ese espacio de entendimiento común. Cinco décadas y todos de acuerdo. Hay una aclamada unanimidad: son divertidos, ingeniosos, provocan sonrisas y en esos pequeños recovecos que sostienen sus viñetas, Ibáñez ha ido sembrando una especie de caricatura de nuestra historia. Quizás no se reflejan todos en la Constitución, pero todos crecimos con las páginas de Mortadelo y Filemón.
Si Hollywood exprime las estanterías de la Marvel y Francia manosea las aventuras de Astérix, era cuestión de tiempo que Mortadelo se hiciera de carne y hueso. Y eso ocurrió hace cinco años.
La mayor y sustancial diferencia entre lo que hizo Javier Fesser y lo que hace ahora Miguel Bardem se percibe a primera vista. Fesser creyó que lo fundamental era que los actores se fundieran con sus referentes dibujados. Buscó en la forma y se olvidó del fundamento. La primera entrega de Mortadelo fue un desastre de calidad y un negocio redondo. Rompetechos parecía un ultraderechista sin gracia; Ofelia, una comehombres sin ternura; y Mortadelo, un lelo sin alma. Demasiados sin para sostener su película.
Bardem ha aprendido del error estratégico de quien le antecedió. Por eso su primer movimiento fue colocar en el papel de Mortadelo a un actor con recursos. Ésa es la prueba de que apuesta por el espíritu de los personajes, lo que le lleva a desembocar en una obviedad: su público natural habita en la infancia. Los demás fans de Mortadelo o son adultos nostálgicos o niños con canas. Pese a tener unos personajes más fieles al mundo de Ibáñez, Bardem no logra insuflarles vida. Olvida lo que Ibáñez lleva años enseñando: no es lo mismo sencillez que simpleza.