Panegírico de incertidumbre, radiografía de intolerancia
Dirección y guión: John Patrick Shanley. Intérpretes: Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Viola Davis, Alice Drummond, Audrie Neenan y Susan Blommaert. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 104 minutos.
Entre Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman, en el fuego cruzado de sus miradas, se consumen dos infiernos de angustia. Son dos trailers de alto tonelaje, dos locomotoras convencidas de que llevan encima el peso de la historia. Avanzan como en la vieja canción de Jethro Tull, Locomotive breath , con los frenos arrancados y sin posibilidad de vuelta atrás. En el reparto de papeles, Meryl Streep representa el viejo régimen y la alta disciplina. El poder del miedo y la culpa, el legado de la tradición y la verdad del orden. Philip Seymour Hoffman por su parte, asume la necesidad del afecto, el poder de la compasión y el analgésico de la tolerancia. Estamos en 1964, con la huella emocional del asesinato de J.F. Kennedy en las retinas y bajo la tutela renovadora del Concilio Vaticano II y Juan XXIII.
El combate que, golpe a golpe, recrea La duda tiene lugar en el seno de la Iglesia católica, en un colegio, en un tiempo de cambio y en un lugar de ritos y sombras. A diferencia de otros filmes de títulos caprichosos, La duda no engaña sobre su naturaleza. En consecuencia, la incertidumbre preside toda su historia, una sensación agobiante que coloca a sus protagonistas y al público en ese vértice incómodo, condenado a rozarse con la convicción de que lo propio del ser humano es la zozobra. Al final del filme, nada queda en claro salvo, eso sí, que sus actores se encuentran en estado de gracia. Lejos de acudir al exceso y al histrionismo, Streep y Hoffman libran su torneo en el terreno de lo íntimo, en el mapa del rostro, en esa geografía en la que bastan unos ojos enrojecidos y un leve tic en la comisura de los labios para mostrar las profundidades del alma. Y frente a ellas, cada espectador, convertido en testigo de cargo de este juicio sin proceso ni togas, se ve zarandeado, se ve convertido en jugador de una perversa partida ideada por John Patrick Shanley.
Shanley es un guionista que, a comienzos de los años 80, se dio a conocer con dos sólidos libretos felizmente llevados al cine. Hechizo de luna y Cinco esquinas . Debutó como director con Joe contra el volcán y, de manera injusta y excesiva, supo lo difícil que es eso de dar la cara al frente de una película. Su medio fracaso lo saldó con un retiro de casi 18 años. En 2004, escribió y dirigió para el teatro, La duda . De escenario en escenario, de aplauso en aplauso, La duda se hizo cine y en su metamorfosis, Shanley se ha movido con austeridad extrema.
Un poco de aire y solemnidad para empezar, algunas escenas de masas rodadas en los pasillos del colegio y en el templo durante las homilias, algunos planos con grúa y primeros planos, esos que no se ven en el teatro y que imponen su tiranía en la pantalla. En esos primeros planos, Hoffman y Streep, Streep y Hoffman hacen vibrar los diálogos escritos por el propio Shanley. El resto del reparto no se queda atrás, excelente también Amy Adams, una brújula de veredicto cambiante en cuya desorientación se inscribe la nuestra.
¿Quién es el culpable? ¿Quién el inocente? A La duda no le importa tanto esa cuestión como enfrentar al público a un dilema moral mucho más complejo. Inteligente venganza la que su director y guionista ha preparado tras tantos años de silencio. Porque en realidad, La duda nos recuerda que los prejuicios son letales aunque se funden en la verdad, y que las cosas deben ser analizadas con precaución, piedad y ternura.
Como esas plumas que vuelan convertidas en metáfora del rumor o como esa nieve que rodea el dolor del personaje de Meryl Streep, La duda desparrama a lo largo de su duración incontables matices que convergen en una idea: vencer no siempre significa ganar.