Chabrol, siempre Chabrol
Dirección: Claude Chabrol Intérpretes: Ludivine Sagnier, Benoît Magimel, François Berléand, Mathilda May y Caroline Silhol, Nacionalidad: Francia-Alemania. 2007 Duración: 115 minutos.
Ahora que todas las miradas del mundo giran hacia el festival de Cannes, vuelve a escenificarse la vieja reflexión sobre las diferencias entre el cine francés y el español. No hay aquí espacio para abundar en ello pero sí es preciso señalar un significativo hecho. El cine europeo no acaba de reubicarse. Hay síntomas inequívocos de decadencia. Los nuevos cineastas que surgen, cuando realmente parecen interesantes, o dan síntomas de falta de continuidad o resultan ser tan esporádicos que apenas mitigan la sensación de declive. Así soplan los vientos en Europa cuando el cine francés sobrevive aupado por un escuadrón de octogenarios. Son supervivientes de la guerra de la nouvelle vague , son los guerreros que proclamaron la muerte del cine, ellos, los enterradores, se han propuesto mantenerse vivos.
Pongan los nombres que quieran. De Rohmer a Rivette, de Resnais a Chabrol… el cine francés late con ellos, por ellos. Y late por ejemplo con una nueva entrega del eterno Chabrol, martirio de burgueses y eterno objeto de desconfianza e infravaloración por los exégetas de Marker y Godard.
El problema es que aquí la industria y la crítica se dedican a homenajear a Borau, a pasear a Berlanga y a maldecir a Aranda; mientras, los veteranos franceses siguen haciendo cine como si nada hubiera pasado.
¿Nada? No en el caso de Chabrol, quien matiz a matiz, descreimiento a descreimiento, pellizco a pellizco forja filmes perversos, historias lúcidas y juegos de manos que nos reconcilian con el talento. El caso es que Una chica cortada en dos no enrolará a ningún nuevo espectador que no estuviera ya convencido de la buena mano de Chabrol. Tampoco defraudará a quienes han sabido disfrutar con Las ciervas, El carnicero, La flor del mal y La dama de honor , por citar viejos y nuevos filmes del cineasta parisino. Chabrol, que comenzó haciendo una apología de Hitchcock y que gusta del humor, el amor y el comer, echa mano del triángulo, retuerce los ángulos aparentando lo que no es y, rodeado de viejos amigos, se deja llevar por el disfrute de la mascarada; el disfrute con intención. Todo parece fácil, perverso… un déjà vu grato que, siendo semejante, parece distinto.