Muerte, magia y psicoanálisis
Dirección: Gillian Armstrong. Guión: Tony Grisoni y Brian Ward. Intérpretes: Guy Pearce, Catherine Zeta-Jones, Saoirse Ronan y Timothy Spall. Nacionalidad: Reino Unido y Australia. 2007. Duración: 97 minutos.
En 1926 Sigmund Freud concedió una entrevista al periodista norteamericano George Sylvester Viereck. Se sabía de ella, pero estuvo perdida durante años. En ella, un Freud con el maxilar destrozado por el cáncer, al ser preguntado sobre el deseo de inmortalidad, tras resumir su célebre teoría del antagonismo entre el principio del placer y la pulsión de muerte, rechazó esa tentación para afirmar que, en algún modo «toda muerte es suicidio disfrazado». Esa idea, la muerte como una llamada interior anclada en la profundidad del ser, puede reconocerse en la caja de cristal llena de agua en la que Houdini se sumergía en un desafío escapista contra sí mismo. Aunque allí se arriesgó en extremo, no se ahogó. El 31 de octubre de 1926, a los 52 años, moría como consecuencia de la rotura del apéndice provocada por los golpes voluntariamente recibidos de un misterioso joven del que sólo se sabe que era pelirrojo.
En realidad y durante toda su vida, Harry Houdini no había hecho otra cosa que desafiar a su propia muerte o, si regresamos a las palabras de Freud, disfrazar su suicidio con el espectáculo de lo increíble.
Los guionistas de El último gran mago se sirven de la biografía de Houdini a su antojo, alteran los detalles, manipulan y mezclan relatos, en definitiva, tergiversan la historia para acariciar durante un breve instante, como esas extrañas premoniciones que recibe quien nos narra el filme, la esencia de esa fascinante figura de un emigrante húngaro cuya leyenda le sobrevive.
La mejor virtud, quizá la única, de este filme dirigido por la australiana Gilliam Armstrong reside en ese (re)mover el recuerdo de Houdini desenfocándolo de su biografía para adentrarse en el ensayo. Lamentablemente el miedo (y la comercialidad) impera y, aunque la película rebosa ideas e imágenes, Armstrong las dilapida. De modo que un sustento argumental que podía haber sido mejor película que El ilusionista y El truco final parece un acto reflejo carente de legitimidad.
Esa esencia derramada sin talento está forjada con el fuego de la razón. Houdini dedicó su vida a desafiar a los charlatanes de la parapsicología y el truco barato. Su cruzada contra el espiritismo era, en algún modo, el anverso de la batalla que un convecino suyo, un austriaco también judío como él, libraba con otros medios. Fueron dos padres, (tal vez los últimos grandes) el uno del escapismo y la magia, el otro del psicoanálisis y los sueños. Pese a tantos pesares, detrás de El último gran mago , por debajo de su título original, Actos que desafían a la muerte , cabe intuir el inmenso dolor de un personaje quebrado por la muerte de su madre; herido por el enigma de la ausencia de quien le dio origen.
Esa fusión que buscan los guionistas entre la reflexión y el espectáculo deriva inevitablemente hacia la confusión de su tono, porque quien ha dirigido el filme prefiere dulcificar el relato. En su arranque opta por la picaresca y la aventura. Luego usa y abusa del romance y el requiebro. Lo peor llega en su desenlace, cuando los guionistas y la directora traicionan a Houdini, y de forma indirecta a Freud, al resolver que un complejo de culpa era el motor que movía al gran Houdini, el hombre que hacía creer en un mundo imposible al mismo tiempo que combatía el engaño y la superchería. ¿Eso es todo?
No. Porque por encima de sus titubeos y acomodos, quedan los jirones de una bella historia edificada sobre un espacio para la incertidumbre. No hay mucho cine, pero sobrevuela en ese espacio una gran historia. La de Houdini, soberbiamente interpretado por Guy Pearce, y la de quienes como él, se la jugaron hasta el final.