Entre la lucidez y la locura
Dirección: Martin Provost. Intérpretes: Yolande Moreau, Ulrich Tukur, Anne Bennent , Geneviève Mnich, Nico Rogner, Adélaïde Leroux y Serge Larivière. Nacionalidad: Francia y Bélgica. 2008. Duración: 125 minutos.
Cuando el último plano de esta película se cierra, la imagen de la verdadera Séraphine , aquella de la que ésta historia toma prestada su vida, su pintura y sus huellas se pierde reemplazada, usurpada por la presencia de la actriz que la representa. Ciertamente cuesta trabajo pensar cómo podría ser este filme sin Yolande Moreau. Ella es Séraphine y ella culmina, a lo largo de dos horas largas, un vaciamiento personal con el que se levanta una biografía con derivas precisas hacia los orificios de la mente. Se trata de un deleite perverso que confluye en exaltar esas grietas por donde la sensatez se pierde y la lucidez se derrama. Hacia ese camino iluminado se dirige este filme de Martin Provost que llega tras arrasar en la entrega de los premios César en Francia y desarmar el sólido filme de Laurent Cantet, La clase . Explicar por qué la Academia Francesa decide apostar por este filme en lugar de por el que ganó en Cannes es otra historia.
En nuestro caso, antes de hincar el diente a Séraphine puede ser útil situarlo en su tiempo, espacio y naturaleza. Séraphine surge de esa arraigada tradición del cine francés que cruza tres querencias: la biográfica, la descriptiva sensible al mundo del arte y la consustancial exaltación francesa de la vida rural frente a la vida urbana. De esos tres afluentes se alimenta el caudal que llena de remolinos extraños y de zonas de calma inquieta el biopic de esta pintora inclasificable. La figura de Séraphine, ubicada en el corazón de las vanguardias artísticas y escondida en tiempo de entreguerras, incurre en el lugar común de vincular lo artístico a una suerte de llamada divina.
Martin Provost levanta su discurso con una actitud análoga a la que podría aplicar si relatase la vida de Juana de Arco, eso es desde cierta perplejidad mística ante su actitud (artística) y como un observador distante que describe sin juzgar y que recrea sin analizar. Coguionista además de director, Provost utiliza la figura de Wilhelm Uhde, un marchante alemán decisivo para el descubrimiento de la figura de Séraphine, como conductor y contrapeso. El público percibe la importancia del hacer artístico de Séraphine a través de los ojos de Uhde y, de paso, su presencia sirve de conexión con la realidad histórica zarandeada por el ascenso del nazismo y el horror de la guerra.
Frente a esa realidad, el mundo de Séraphine se construye en el claustrofóbico espacio acotado por lo rural, ajeno al vaivén del tiempo. Provost recrea tanto ese aislamiento, que se diría que la pintura de Séraphine podría haberse formulado en cualquier otro siglo, en cualquier otra parte del mundo lo que, evidentemente, no fue así. No al menos de manera tan sencilla. En esta biografía de Séraphine tampoco se escapan los ecos coincidentes con la vida de Camille Claudel. Ambas, al final de sus vidas, supieron/sufrieron del rigor de las instituciones psiquiátricas. Y ambas estuvieron atravesadas por el resplandor de la locura ¿de amor/desamor? y ambas contribuyen al perezoso arquetipo, probablemente androcéntrico, que une genialidad con demencia.
Provost no va más allá de lo evidente. De hecho, todo descansa en la magnífica y sobrecogedora interpretación de Yolande Moreau, quien se funde con el personaje hasta el punto de resultar difícil, a la vista de las imágenes de la Séraphine real, pensar en otra actriz para encarnarla. Ella confiere a la extraña y enfermiza personalidad de su personaje aristas dulcificadas. Su perfil ¿neurótico? y los misterios/silencios que rodearon su existencia se tornan en la concreción de una personalidad quebrada, asilvestrada, inmadura. Rota definitivamente el día que el dinero y la fama llaman a su puerta. Al menos, así nos lo cuentan.