Los obreros también cantan
Dirección y guión: Christophe Barratier. Intérpretes: Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder, Pierre Richard, Bernard-Pierre Donnadieu, Maxence Perrin y François Morel. Nacionalidad: Francia, Alemania y República Checa. 2008. Duración: 105 minutos
Músico antes que cineasta, Christophe Barratier, aplaudido director de Los chicos del coro , repite en París, París la misma fórmula como si el éxito respetase alguna fórmula durante mucho tiempo. Lo (pre)sienten algunos directores que alcanzaron un desproporcionado respaldo con una primera película: los principios demasiado dulces garantizan amargos despertares. De acuerdo con ese principio Barratier forja su París, París desde una descomunal falta de atrevimiento. Sus leves cambios en una partitura que repite las mismas notas, malgasta la que era la mejor virtud de su anterior título: la fresca ingenuidad de un relato sazonado de nostalgia y recuerdos.
Pese a jugarse en un ambiente muy diferente, del olor a goma de borrar de un orfanato al olor a terciopelo rancio de un viejo teatro, Barratier pone en manos de Gérard Jugnot el timón de este proyecto en el que Jugnot pronto evidencia quedarse sin espacio. Su personaje se percibe más como agradecimiento a su hacer en Los chicos del coro que como necesario en una historia en la que brilla de manera rotunda Nora Arnezeder, la verdadera estrella en un musical acometido por aficionados . Ella sostiene lo mejor del filme, sin ella, apenas queda nada.
Si en Los chicos del coro , Barratier entonaba un canto feliz al salvífico magisterio del buen tutor, aquí el protagonismo se diluye en un reparto coral que heroifica los desaforados intentos de un grupo de aventureros del mundo del espectáculo para salvar del cierre un viejo teatro. El contexto histórico de la Francia del Frente Popular marca el devenir de un proceso agitado por los enfrentamientos sociales y políticos. Pero Barratier no es un cronista de la historia sino un fabulador con querencias por el melodrama y el exceso. No le interesa hurgar en la verdad sino solazarse en la fábula, pero ésta carece de una línea argumental robusta. En su defecto, su artefacto narrativo se debate entre las diferentes tensiones, tensiones que lo resquebrajan. Demasiado cartón piedra, demasiado masaje emocional, demasiada trama y subtrama y demasiado localismo francés de acordeón y arrabal. Pero todo ello, en lugar de sumar, resta y empequeñece, aunque, eso sí, no molesta.