La sombra del emperador; después de la tormenta
Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Música: Joe Hisaishi. Fotografía: Atsushi Okui. Montaje: Takeshi Seyama. Dirección artística: Noboru Yoshida. Nacionalidad: Japón. 2008. Duración: 100 minutos.
Al repensar las múltiples sensaciones que quedan tras la burbujeante pirotecnia que enciende Ponyo en el acantilado , aterra presentir que se está ante una obra grande de un autor inmenso. ¿Pero qué hace Ponyo en ese acantilado? Muchas cosas. Por ejemplo, reinventarse a Hans Christian Andersen, al poeta fabulador que a su vez supo de Goethe y de E.T.A. Hoffman para fundirlo con la mitología europea inscrita en el Cantar de los Nibelungos .
Hace unos años, el crítico e historiador Stuart Galbraitht dedicó una buena parte de su tiempo a penetrar en los entresijos de la fructífera relación profesional entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune. El resultado de aquel esfuerzo se tituló El emperador y el lobo . Y en tiempo presente, si algún cineasta japonés puede aspirar a suceder al gigantesco Akira, ése se llama Hayao Miyazaki. Pronto cumplirá 70 años, la barba blanca y el pelo cano le dan un aire afable, de abuelo frágil, de hombre bueno. Sin embargo, tras esa vulnerable apariencia hay una obstinada actitud cuyo poder viene de lejos, de cuando una generación que ya despide a sus hijos de casa, vivió y cantó las aventuras Heidi y de Marco . Era el principio. Luego todo alcanzaría alturas magistrales gracias a la furia de Nausica y merced a los bostezos de Totoro .
Es obvio: detrás de Miyazaki sobrevive un imperio. Se llama Ghibli. Significa viento del desierto. Y en verdad es un cálido soplo que ha dado lugar a algunas de las más bellos textos fílmicos de los últimos veinte años. La princesa Mononok e (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004) por ser los últimos han sido los más (re)conocidos, pero hay muchos más y algunos más apreciables aunque se hayan visto menos. Son las joyas de un imperio en el que al lado de Miyazaki sólo permanecen un lobo inseparable, tan viejo como él, llamado Isao Takahata y su propio hijo, Goro Miyazaki, director de la pálida Cuentos de Terramar . La cuestión es que Takahata guarda silencio y Terramar ganó mucho dinero a costa de (de)mostrar que el talento no se hereda tan fácilmente como el patrimonio.
En buena medida, ese errático hacer de su hijo y la huida del hombre fichado para hacer Ponyo , Mamoru Hosoda (La chica que saltó en el tiempo ), forzó a Miyazaki a asumir una gesta propia del Cid, ganar una batalla para la que no estaba llamado. Además, Miyazaki sigue vivo. Y para demostrarlo Ponyo emerge como una soberbia y sencilla lección capaz de recuperar la frescura de su obra fundacional, Mi vecino Totoro . Como en ella, hay esencia de infancia, la que tal vez Hayao conoció mirando a su hijo Goro cuando éste era un niño.
En Ponyo , el viento, siempre tan caro al universo Miyazaki, se funde con el mar y desde el mar surge un maremoto que sólo en su lado más epidérmico recuerda a la Sirenita . En el cuento de Andersen, al final, la hija del mar que soñó con amar a un humano asciende con las hijas del viento hacia el cielo. Esa idea forjaba una feliz síntesis del universo MIyazaki, un universo que en Ponyo da una vuelta de tuerca y lleva a su compositor inseparable, Joe Hisaishi, a medirse con Wagner. Sólo lo verdaderamente grande puede contener los actos más puros y Ponyo los sostiene con todas sus consecuencias. En el homenaje a la figura materna y en su eterna fe en que otro mundo es posible. ¿Cómo lo hace? Desnudo de toda parafernalia digital; armado sólo de línea y color y con el magma fundacional de los relatos primigenios. Así Ponyo cabalga con el secreto de por qué niños, jóvenes y adultos de todo el mundo disfrutan con Ghibli. Porque aquí descansa el aroma del relato simbólico, el que permite forjar sueños para poder soportar la realidad.