El guionista Jekyll y el director Hyde
Dirección y guión: Agustín Díaz Yanes. Intérpretes: Diego Luna, Victoria Abril, Ariadna Gil, Pilar López de Ayala, Elena Anaya, José María Yazpik. Nacionalidad: España y México. 2008. Duración: 130 minutos.
Érase una vez que en el país que creía tener un único guionista, Rafael Azcona, surgió la esperanza de presentir que había nacido otro tan bueno como él: Agustín Díaz Yanes. Y era verdad. Al menos, eso parecía. Atrincherado en el thriller, aquel joven guionista daba muestras de ser capaz de aportar a los nuevos directores historias nuevas. Su escritura era directa, sus tramas complejas pero sin fallas y su universo, contemporáneo y tradicional, mezclaba aires taurinos con relatos negros. Entonces ocurrió que por la intercesión de una actriz excesiva, Victoria Abril, el Díaz Yanes guionista fue tentado y se hizo director. Y así surgió Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto ; una desgarrada historia que alberga en su interior una hermosa película de dolor y venganza y que significó para el mejor guionista de su generación, el principio del fin.
De algún modo, Sólo quiero caminar empieza allí donde el primer largometraje dirigido por Díaz Yanes acababa y, de hecho, de su propio título, cabría descifrar una declaración de principios del director y guionista. Tras el sinsabor deSin noticias de Dios y el agridulce trago de Alatriste , Sólo quiero caminar desemboca en un fenómeno terrible e inusual, la escenificación de cómo el director ha aniquilado al guionista. Aunque tal vez quepa verlo de otra manera, y de lo que aquí se trata no es sino del suicidio del guionista para acabar con ese director que lo lleva de decepción a fracaso. Se lea como se quiera, estamos ante un desmoronamiento frustrante porque Agustín Díaz Yanes, como esos boxeadores de pura sangre, como esos toreros a los que tanto admira, está tocado por la inspiración y el talento y en sus manos está rozar el misterio y la magia.
Sólo quiero caminar resulta en ese sentido ejemplar. Diseminados por su largo metraje -largo para lo que cuenta y por cómo lo cuenta- asistimos de vez en cuando a ramalazos de una altura poética que avisan del buen guionista que Yanes fue. Son gestos de clase, escarceos de un narrador que disfruta con la palabra. Pero son escasos y ni siquiera han sido bien hilvanados. Atravesando el delirio de su enfermizo relato de capos mexicanos que, en lugar de resolver sus temas comiendo un plato de pasta, lo hacen siendo objeto de felación por prostitutas con las que se casan por su habilidad en el oficio, Díaz Yanes juega al despiste y termina despistado. Su relato, hiperbólico y ritual, propone un experimento extraño: una especie de encrucijada entre Nicholas Ray y Quentin Tarantino. Dos tiempos, dos referencias antagónicas y una evidencia: la confusión del guionista y el derrumbe del director. Lo moderno versus lo postmoderno, lo simbólico frente al homenaje y el guiño. Dicho de otro modo, la sublimación de lo contrahecho.
Ante tanta adversidad, el Yanes guionista no da continuidad ni ensambla con solidez su relato. Las secuencias chirrían en su vertebración y los personajes van y vienen sin coherencia, sin desarrollo dramático. Las cosas suceden por imposición, por capricho, al servicio del efectismo y sin convicción alguna. El Yanes guionista demanda del Yanes director lo imposible. La secuencia de Gloria, letalmente herida con la redacción de su hijo en la mano, no la hubiera sorteado ni la hipotética fusión de talentos entre Fritz Lang y John Ford.
Ante ese panorama, sólo queda el estupor. Y es que nunca como ahora Yanes había aparecido tan perdido. Y sin embargo, algo en este filme sigue encendido y hace que con Yanes, como con los grandes toreros, se siga esperando que un día haga esa faena magistral que él y sólo él lleva dentro.