Macedonia de verano bajo el ritmo de Abba
Dirección: Phyllida Lloyd. Intérpretes: Meryl Streep, Pierce Brosnan, Colin Firth, Stellan Skarsgård, Julie Walters, Dominic Cooper, Amanda Seyfried y Christine Baranski. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 108 minutos.
Ponerse digno no es la mejor actitud para enfrentarse a este musical que posee una única virtud reconocible: (de)mostrar que Meryl Streep es una actriz descomunal. Por lo demás, ante Mamma mía! , sobra cualquier intento de análisis serio. Todo lo que se exige para disfrutar de sus excelencias se resume en un mandato: sacar del armario la vena hortera y dejarse llevar por las canciones de Abba, un fenómeno ante el que ni los susodichos dan crédito. Pero una cosa es el crédito y otra los intereses y, en el caso de Abba, éstos han adquirido la potencialidad del viejo rey Midas, una maldición que no cesa y en la que muchos -dicen que es el signo de los tiempos- quisieran verse.
Con maldición o sin ella, no hay reflexión posible ante una película que se inscribe de lleno en el rancio esquema del más convencional cine musical. Todo en el filme adquiere la tilde de la interjección furibunda. No hay hipótesis, sólo exclamaciones exaltadas; no hay relato sólo un encuentro asimétrico al servicio de unas canciones con las que se forja una ambigua moraleja sobre el amor y el matrimonio. Pero no nos equivoquemos, aunque todo consista en sacar a pasear un puñado de canciones engarzadas con hilo de plata de baja ley y por manos de orfebre pobre, la operación no deja de tener su estrategia.
Phyllida Lloyd, una discreta cineasta sin currículum, supo llevar al escenario teatral el musical Mamma mía! . Su éxito, adaptado en multitud de países por voces y rostros de todo pelaje, exigía su puesta de cine. Como Lloyd se lo había ganado, a Lloyd le dejaron las riendas con el premio de un plantel de buenos actores. Ahora bien ¿qué es Mamma mía! y qué se propone?
Mamma mía! es un pretexto armado en torno a un relato menos inocente de lo que aparenta. Trasladar la música de los gélidos suecos a la Grecia hedonista de sabor hippie , parece algo bien calculado. El arranque es simple. En medio de un paraíso vive una veterana, madre soltera, cuya hija prepara su boda pese a su temprana edad. Ella, la hija que no conoció padre, está deseosa de hacer lo contrario que su madre. Así pues, con apenas veinte años va a casarse y, al leer indebidamente el diario de su madre, conjetura con que, en la época en la que ella fue concebida, su madre tuvo tres relaciones: una de ellas, sin duda, con su padre. Decidida a arrancarlo del anonimato, invita a los tres.
Voluntariamente o no, en este filme de ecos edípicos donde tañe la ausencia del padre, el tres, esa cifra que Freud aplicó al conflicto paterno-filial, se repite de manera insistente. Pero aquí no se trata de matar al padre sino de encontrarlo. Tres son los candidatos, tres la madre y sus dos amigas, tres la hija y sus también dos amigas y tres las bodas -consumadas o no- con las que se cierra el filme. De tres en tres avanza la historia que se detiene en los meandros de los números musicales. Coreografías correctas, generosidad actoral y nadería argumental disfrazada de humor y romance tejen la red. ¿Inocente?
De ningún modo. En este filme se han medido hasta la saciedad los móviles de un comportamiento moral. Se coquetea con lo incorrecto pero jamás se incurre en lo inaceptable. Toda acción se justifica, de hecho el mayor lastre para el ritmo de la película proviene de ese exculpar a los padres. Ella, no era una cualquiera; él, no sabía lo que había hecho. Filme pues, blanco como la música que lo sustenta. Regala un poco de picante, mucha frivolidad, un ritmo pegadizo y cantidades industriales de ese material que comienza glamouroso como una drag queen, pero que deviene en patético si se le deja envejecer.