Desarraigo y desmemoria
Dirección: Wayne Wang. Guión: Yiyun Li; basado en su propia novela. Intérpretes: Faye Yu, Henry O, Pasha Lychnikoff y Vida Ghahremani. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 83 minutos.
Ganadora indiscutible de la última edición del festival de San Sebastián, Mil años de oración es una película de difícil encaje, de excéntrica composición. Ni siquiera fue concebida como una película comercial. De hecho, su duración fue retocada en sus últimos momentos para poder ser distribuida como un largometraje al uso. Claro que tampoco Wayne Wang parece un director convencional. De origen oriental, tomó su nombre del actor más apreciado por John Ford, en un gesto de precoz interculturalidad. ¿Será eso lo que quieren decir cuando hablan de transnacionalidad? La hora dulce de Wang llegó cuando al lado de Paul Auster conformó un producto de dos títulos, Smoke y Blue in the face . Y, como se sabe, fue el propio Auster, presidente del jurado del festival de San Sebastián, quien, tras años de un feroz desencuentro entre ambos, volvió a ratificar la valía de este atípico director. Entre tanto, nadie se explica por qué Wang hizo tan mal cine.
Mil años de oración es su forma de redimirse; su largo camino hacia el perdón. Aquí aparece un cineasta sensible al gesto, inteligente con el silencio, respetuoso con el detalle y sensible ante los sentimientos. Mil años de oración entona un bello y quejumbroso cántico sobre el desarraigo y la desmemoria. El primero se centra en el extrañamiento espacial. El segundo lo ocupa la pérdida de lo vivido a través del tiempo.
En Mil años de oración , donde un padre chino acude a visitar a su hija tras la muerte de la madre, Wang urde un escenario donde el espacio resulta ajeno y los recuerdos están perdidos. La hija reniega del origen y vive en una especie de zona cero sentimental que aguarda lo imposible mientras mata el tiempo mirando sin ver películas en el cine. El padre se aferra al pasado e insiste en hollar y marcar el terreno con los retazos de lo que fue. Entre ambos hay cicatrices sin curar, reproches sin resolver y silencios que desgarran clavados en el debe del malentendido.
En poco más de 80 minutos Wang da más cine del que nunca antes había dado. Le es suficiente con un actor veterano que parece un John Wayne octogenario y chino y un bello texto argumental. Eso es todo y es mucho en tiempos de poco.