El crepúsculo de los débiles
Dirección y guión: Denys Arcand. Intérpretes: Marc Labrèche, Diane Kruger, Emma de Caunes, Rufus Wainwright, Sylvie Léonard, Caroline Néron y Didier Lucien. Nacionalidad: Canadá. 2007. Duración: 104 minutos.
Dos precisiones antes de adentrarnos en el nuevo ensayo de Denys Arcand. La primera hace relación a la traducción de su título. No es la ignorancia lo que ocupa la atención de este filme perturbador y melancólico, sino las tinieblas. De lo que se ocupa este texto fílmico que comienza con una canción de amor triste y culmina con otra canción de despedida aún más triste, es de los tiempos oscuros, del advenimiento y epifanía de una nueva edad media en la que la razón se resquebraja ante la superstición y el fundamentalismo.
La segunda precisión puede ser más cuestionable. Se ha escrito hasta la saciedad que este filme conforma, junto con El declive del imperio americano y Las invasiones bárbaras , una suerte de trilogía. Pienso que no es verdad. Si entre los dos filmes citados existían unos lazos argumentales sólidos, aquí, una fugaz presencia de uno de aquellos personajes sólo puede esbozar un guiño, pero es evidente que este lado oscuro no cierra ningún triángulo.
No, aunque Arcand incida en su diagnóstico desesperado, sostiene que el enfermo social que es la civilización occidental agoniza. El centro de interés de La edad de la ignorancia ha variado. Arcand ha pasado del plano general, esos retratos corales en cuya diversidad se inscribían las posibles resistencias ante el hundimiento: sexo, cultura, política, amor, sacrificio… al primer plano. Por eso, aunque en La edad de la ignorancia veamos desfilar a algunos personajes, comprendemos que todo gira en torno a un protagonista único, Jean Marc. En consecuencia, su cámara enfoca a un hombre ridículo interpretado, de manera nada inocente, por un cómico Marc Labrèche. Un cómico cuya misión ya no es divertir, sino subvertir.
Para ello, camino ya de los 70 años, Arcand rueda fácil; sin esfuerzo aparente. Evita la complicación y hace sencillo lo más complejo. ¿Acaso no es complicado mostrar el ocaso del héroe, la desorientación del padre, la frustración del esposo, la soledad del amante, el dolor infinito del hijo ante la muerte de la madre y el desguace del hombre contemporáneo? No para Arcand.
Su poliédrica mirada proyectada en otros filmes sobre lo social se hace aquí introspección en torno al individuo. Como hombre que es, Arcand analiza el naufragio del varón domado. Su patético protagonista es una isla rodeada de mujeres por todas partes. En la vida real, la mujer no le ve, sus hijas no le oyen, sus compañeras de trabajo o son lesbianas o son sus superiores con las que no congenia en absoluto. Las mujeres de sus fantasías van de la Diane Kruger-Elena de Troya (sexo evanescente sin fluidos ni roce), al sexo rápido y pasional que, en sus diversas ensoñaciones de hombre de éxito, se le repiten con el rostro de la misma mujer. Además, también en sus fantasías, las compañeras de trabajo se encuentran a su servicio, vengándose así de sus cotidianas frustraciones.
Una cualidad describe y define este filme: inteligencia. En él no habita la ignorancia, sino el saber. Arcand sabe fundir la fantasía con lo real en un ejercicio cuya brillantez evoca a otro gran cineasta, Woody Allen. En este caso, la introducción de la mascarada medieval en medio de una sociedad altamente civilizada, donde fumar es delito y todo avanza hacia una demencia general, evidencia la capacidad de Arcand para jugar con los elementos. A diferencia del neoyorquino, el canadiense destila una prosa más meditada, más política y más afrancesada. Arcand, que ya había liquidado el modelo occidental, desmonta lo último que quedaba: el individuo, o sea, él mismo. Por eso resulta tan inquietante ese final, con la locura esperándole en el horizonte.