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Cuestión de sangre, cuestión de inteligencia

domingo, 23 de septiembre de 2007 Dejar un comentario Ir a comentarios

Hija de Mosen y hermana de Samira, Hana Makhmalbaf estaba predestinada al cine. Todavía no ha cumplido los veinte años de edad y se
mueve por las alfombras de terciopelo con la misma autoridad con las que recorre las arenas iraníes.
Tenía nueve años cuando ya participó en el festival de Locarno con un cortometraje, El día que mi tía se puso enferma. A los14 años dirigió el Cómo se hizo del largometraje de su hermana. Un año después, publicó un poemario.
Hasta aquí he reproducido más o menos, el apunte biográfico facilitado
por la oficina de prensa del Zinemaldia donostiarra.
El resto dinamita, como ese Buda explotó por vergüenza según
se nos recuerda en el título, cualquier prejuicio sobre el temor
a que Hana sea una especie de María Isabel cinematográfica. Una
directora bonsai exhibida como todo niño prodigio en esa mezcla
incómoda de explotación infantil y monstruo de feria.
Su filme es hermoso y terrible, fascinante y emotivo. Sin duda
Hana es hija de su padre Mosen, pero con su primer filme a quien
convoca para guía es a otro cineasta iraní, Abbas Kiarostami.
Tan evidente resulta, que el niño antagonista de este cuento
feroz y sin embargo tierno, se llama así: Abbas. Por consiguiente,
como hizo y sigue haciendo Kiarostami, la joven Hana fía toda
la suerte de su película al protagonismo de un puñado de niños.
La cinematografía iraní es tal vez la única en el mundo que ha
conseguido superar a Hollywood a la hora de trabajar con actores
que apenas se sostienen de pie. Buda explotó por vergüenza debe
unirse a ese libro ejemplar que conforma el cine iraní narrado
desde la mirada de los niños.
Y hablando de miradas. La juventud de la propia Hana le ayuda
sin duda a recuperar la crueldad de los juegos infantiles. De
eso trata su primer largometraje y lo trata con singular fuerza
y acierto. Todo acontece en una mañana. Todo se reduce al deseo
de una niña de hacer como su vecino: ir a la escuela para aprender
no ya a leer, sino a contar historias.
Todo es muy alegórico, todo se preña de simbolismos y de lecturas
superpuestas, pero todo se resuelve por la vía de la sencillez.
Hana Makhmalbaf filma las sensaciones y los comportamientos a
flor de piel.
Con ellas aparece el miedo y la coquetería, la amistad y la crueldad,
el instinto de supervivencia y el deseo de conocer. Con ellas
se nos recuerda que en el corazón del niño se macera no la bondad
feliz de lo no mancillado sino el reflejo demencial y extremo
de lo que sus padres le muestran a cada momento.
Por eso mismo hay bastante amargura y una insólita madurez en
esta reflexión nada roussoniana. Desde luego la cabeza de Hana
Makhmalbaf contará con 19 años, pero en ella resuenan estremecimientos
eternos.

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