Bomba japonesa
BASTA con enumerar algunos de los ingredientes que Diego Fandos ha introducido en su primer largometraje para comprender cómo este filme puede dejar estupefacto a cualquier espectador. Habría que escudriñar en las estanterías de la literatura latinoamericana más barroca y surreal para dar con algo parecido. Básicamente, Fandos arranca con un secuestro, sin duda de ETA, a un empresario vasco. Para evitar arruinar la sorpresa de su argumento a aquellos que todavía no han visto el filme, citaré en desorden algunas de las incorporaciones que Fandos introduce en esta carga de profundidad de impredecible alcance.
En ella se proyecta el peso del pasado: del bombardeo de Gernika a la Rusia de la guerra civil. Por aquí aparecen ángeles de la guarda con un parecido razonable al calvo de la lotería y algo de querencia por los alados buenos del Wenders berlinés. Hay un padre arquitecto que llama desde Praga y una madre alcoholizada que se ríe sin tino. Hay una jovencita desesperada que regatea los intentos de seducción de un periodista becario, al tiempo que suspira por un amigo pacifista de Leningrado. Su bar se llama Avalon y mantiene largas conversaciones con el portavoz y cuñado del empresario secuestrado, a la sazón un ex jesuita, que da clases y sabe de economía y que pasó algunos años en las misiones de Japón. Sale San Sebastián de fondo, por cierto con evidente belleza. También sale un turista francés con un rollo extraño, un amigo con las piernas rotas por conducir bebido.
Y, finalmente, de vez en cuando, salta la noticia de un cosmonauta de la URSS perdido en el espacio porque, tras la desintegración del imperio soviético, nadie parece querer saber nada de ese hombre símbolo perdido del antiguo orgullo nacional. También circula de mano en mano un poema oriental sobre el que pende un misterio.
En fin, en la película hay tanta voluntad de narrar y se hace de manera tan atropellada que la sensación que atraviesa de principio a final este Cosmos es de puro atosigamiento. Fandos se presenta en su debut como un narrador imaginativo, como un creador de historias torrenciales. Él invoca a Krzystof Kieslowski como un acólito hablaría del arzobispo. Y ciertamente, algo del cineasta polaco está aquí. Aunque también aquí aparece mucho del hacer de Julio Medem, quien, por cierto, también en otro tiempo se veía muy influido por el autor de Rojo .
Como el caótico Medem, el globalizado Fandos recorre el mundo en su película. Habla del azar en un año en el que Paul Auster casualmente ha venido hasta el festival de San Sebastián. Y no muestra complejo ni prudencia para hacer soltar a un médico de cabecera una lección de física cuántica.
Como buen vasco, filma mal las escenas de cama. Ejemplos no faltan, de las elipsis de Armendáriz a la tosquedad de Uribe. Debo aclarar que confío en que esta cuestión haya que achacarla al pudor de raza y no a la falta de práctica como las malas lenguas han dicho. Para superar esta timidez, el citado Medem se dedicó durante toda una película a vencer sus miedos: Lucía y el sexo .
Resumiendo, que es difícil en este caso. Fandos resuelve la papeleta con la sensación de que se está ante un producto fallido y que con él nace un fabulador generoso. Tampoco le ayuda la escasez de medios, es evidente. Pero es que filmar lo que pretendía Fandos exige una producción de altos vuelos y aquí apenas da para farolillos. En consecuencia con lo que se ha dicho al principio, aquí se ha fabricado una bomba japonesa llena de ruido y confeti, rebosante de ilusiones pero no ese cohete que pretendía alcanzar las estrellas que, en su génesis, le sirvieron para vislumbrar el camino.