Cubismo espacial, deconstrucción familiar
Dirección: Jaime Rosales Intérpretes: Sonia Almarcha, Petra Martínez, Miriam Correa, Nuria Mencía, María Bazán, Jesús Cracio, Luis Villanueva y Luis Bermejo Nacionalidad: España. 2007 Duración: 130 minutos
Es evidente que en Las señoritas de Avignon de Pablo Picasso y en La soledad de Jaime Rosales habita una disposición intelectual semejante. Se trata del mismo esfuerzo reflexivo ante la imagen y su forma o, si se prefiere, de la misma distancia personal ante el relato y sus arquetipos. Por supuesto, no se afirma que La soledad sea el equivalente a Las señoritas de Avignon. Nada es idéntico. Lo que se sugiere es que, así como hace cien años Picasso con la obra fundacional del cubismo rompía simbólicamente con las normas canónicas de la representación, Rosales con La soledad se aleja por completo de los estilemas convencionales del cine español. O sea, que no es baladí afirmar que Rosales practica una suerte de cubismo sintético en el que introduce el tiempo y el espacio en el mismo cuadro a base de duplicar a menudo los planos. Ante ello surge una cuestión: Picasso, Braque y todos los autores cubistas reaccionaron frente al estallido delirante del fauvismo, ¿contra qué reacciona Rosales, Aguilera y todos esos autores jóvenes del neocine español? Contra lo anodino. Hay algunos precedentes. Por ejemplo, aquel Tren de sombras con el que Guerín señalaba que era posible hacer otro cine al margen del costumbrismo de aldea y la risotada de entrepierna. Recordemos: Tren de sombras casi no se estrenó. Pregunten a su alrededor cuántos la vieron. Apenas unos pases, unos cientos de espectadores, algún ensayo reivindicativo. Pero con aquel filme que hacía suyo el asombro y la perplejidad de Gorki ante el invento del cine comenzó otra historia. La soledad forma parte de esa otra historia que apenas tiene pasado y a la que podría negársele el presente si los Goya, por ejemplo, insisten en premiar a los de siempre. Hablemos de La soledad. Es el segundo largometraje de Jaime Rosales. Arranca allí donde de manera insólita terminaba Las horas del día. Recordemos para aquellos que no la vieron. Allí mandaba una cámara impasible, estática, helada. En Las horas del día, Rosales realizaba el retrato de un asesino; un psicópata de aspecto insignificante atravesado por la rabia de la frustración, pero dibujado sin emoción ni juicio moral. En un momento del filme, tal vez el más impactante, Rosales se sacaba de la manga una lección de Hitchcock; aquella que hace referencia a lo difícil que a veces es matar a un ser humano. En La soledad, en la visagra que une sus dos mitades, de improviso salta la sorpresa, aquella que Hitchcock rechazaba por considerarla inferior al suspense. Con ello Rosales no enmienda la plana a Hitchcock pero sí esboza un leve matiz. Cuando lo imprevisto surge en medio de lo convencional, su impacto rasga al espectador tanto como se quiebran los personajes fílmicos que sufren las consecuencias de lo inesperado. Hay tantas cosas en La soledad que no cabe ni enumerarlas. Bastaría con señalar que, si su gramática explora un nuevo tipo de relato, su relato perfora ese realismo convencional hecho de actitud pedagógica y gesto paternal. Aquí su cámara desnuda a individuos tangibles y próximos en una suerte de naturalismo que bebe de muchas fuentes con la actitud de un taxidermista. Rosales adelanta una suerte de cubismo cinematográfico, y eso es algo que incomoda y fascina. Y lo hace con una mirada coherente y rigurosa. No es cine fácil, ni edulcorado, ni simple. Por eso palpa tanta autenticidad que hace sentirse al espectador como un instruso en medio de la angustia existencial de los vulnerables personajes de esta historia de soledad en compañía.