Cayo Julio César contempla la otra orilla del río Rubicón. Sabe lo que ocurrirá si lo cruza al mando de sus hombres de la XIII Legión. Es ley que un general que cruce ese límite con un ejército habrá deshonrado el juramento de la República.
Observa triste el lento paso de las aguas. Él jamás ha incumplido la ley. Ha sido un auténtico ejemplo en el cumplimiento del Cursus Honorum, haciendo y estando en cada cargo público cuándo y cómo debía. Una corona de laurel le recuerda cómo salvó a sus hombres, y cómo sus infames enemigos deben levantarse a aplaudirle porque es tradición que así se haga al portador de tan distinguido honor.
El caballo relincha, y casi desde aquí percibo el vaho de la nerviosa respiración del fiel animal de César. No es una decisión fácil.
Su pensamiento se dirige ahora hacia sus senadores enemigos. Esos togados que eran incapaces de moverse de su anquilosado asiento senatorial, y dejar morir a una Roma corrompida hasta en sus cimientos. Eran incapaces de ver la agonía de una República que pedía un cambio. No consiguieron destruir a su grupo aún cuando quedó descabezado tras la acción de quien se ve cómodo conspirando para mantener sus privilegios.
Sonríe pensando en su reacción creando el triunvirato entre Pompeyo, Craso, y él, y la sonrisa se torna amarga al recordar a su amigo Craso, y su muerte ante los partos. Algún día saldaría esa cuenta contra aquel indómito pueblo. El destino siguió siendo cruel y su hija, mujer de Pompeyo, y el niño que llevaba dentro murieron al nacer dejando al albur del capricho de un hombre de provincias una alianza que hubiese salvado Roma. No tardó Pompeyo en dejarse seducir por los cantos de sirena de aquellos senadores ávidos de ver la destrucción de César. Entonces la situación se complicó para el hombre más famoso de la gens Julia. La guerra civil parecía inevitable puesto que si tenía que elegir entre perder su Auctoritas o su Potestas se decantaría por lo primero.
César no tiene otro remedio que violar una ley que si se cumple le destruirá. Después de conquistar las Galias para el Pueblo de Roma, verse relegado por un Senado ingrato es demasiado. Le viene a la mente la cara de satisfacción de Catón y demás personajes de similar calaña resonando a su vez en sus oídos los gritos jurando que le encadenarían, le juzgarían y le desterrarían. Eso si conseguía llegar vivo a Roma. Duda de que le dejen vivir, aunque si aceptara lo que le ordenan lo más seguro y honorable que puede hacer es arrojarse sobre su espada como patricio y descendiente del trono de Alba Longa que es.
Recuerda incrédulo la carta del Senado. En ella se le ordena devolver el mando de sus legiones. Él, acatando la legalidad, les entrega dos de ellas, y pide garantías senatoriales. La respuesta recibida es la anulación de todas sus leyes promulgadas mientras fue Cónsul, incluida su medida más querida. Aquella en la que concedía la ciudadanía romana a los habitantes de la Galia Cisalpina.
Aquello era la gota que colmaba el vaso. ¿Cómo se atrevía el Senado a negar lo que era suyo a aquellos hombres que habían derramado su sangre por la República? Aquellos que habían sido masacrados en Gergovia, y que habían sufrido un terrible asedio en Alesia. Él había padecido mil penurias con sus hombres, y había luchado codo con codo con ellos, y no podía dejarles tirados.
El último golpe recibido fue ver a los tribunos de la plebe, que eran intocables, verse arrastrados ante él llenos de jirones y moratones al tratar de vetar tal injusticia. El Senado ordenaba además expulsar a los galos del ejército. No cabían más humillaciones.
Ante la opción de ser juzgado por sus enemigos, o el suicidio honorable, solo tiene una salida; cruzar el Rubicón. A un hombre se le pueden exigir muchas cosas, pero no que sea el mártir de un régimen corrupto y abyecto dirigido por incompetentes, resentidos y ladrones.
¿Y qué tiene que ver esto con Catalunya? Nada. O tal vez sí. Sea como fuere las cosas ya no serán iguales.
Alea Jacta Est.
José Antonio Beloqui
Fuente: http://www.historialago.com/