El pasado 16 de agosto se cumplían 175 años de la Ley -mal llamada Paccionada- de Modificación de Fueros de 1841. Con dicha Ley, se le arrebataba a Navarra su condición de Reino, incorporándola a la unidad constitucional española. Aquello era la plasmación legislativa del Convenio de Bergara de 1839 que puso fin, con el famoso abrazo entre Espartero y Maroto, a la Primera Guerra Carlista. Posteriormente, el Gobierno central eliminó la Diputación del Reyno, que emanaba de las Cortes, e impuso una Diputación de la provincia con personas elegidas entre los navarros (pocos) que no apoyaron al pretendiente carlista.
Todo lo anterior, hechos históricos, viene a refrendar que la pérdida de la condición de reino, y todo lo que lleva aparejado, es fruto de una derrota militar, y fue negociado por quienes el propio vencedor eligió. Por eso, resulta un insultante sarcasmo hablar de Ley Paccionada; Ley de Capitulación hubiera sido, sin duda alguna, mucho más acertado.
Es más, si se me permite el paréntesis: podemos decir que la Ley de 1841 fue nula, foralmente hablando. Y es que en su elaboración no intervinieron las Cortes de Navarra, que junto al Rey eran los únicos poderes competentes para modificar nuestras instituciones, y nuestras leyes. Y cerremos el paréntesis de historia-ficción, o de legitimidad-ficción, y volvamos a los hechos consumados.
El caso es que Navarra cedió entonces el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial; modificó su organización provincial, y municipal, traspasó al Estado sus productos y rentas más saneadas; se perdió la capacidad de emitir moneda y se trasladaron las aduanas al Pirineo; se gravó con una contribución anual fija en vez del donativo voluntario, y se aceptó el servicio militar. A cambio de todo eso, Navarra retuvo una autonomía fiscal, tributaria, civil, administrativa, y de gestión municipal que derivó, entre otras cosas, en la creación de un caciquismo local que controlaba las instituciones navarras.
Aquella ley apenas tuvo apoyo interno. Por el contrario, el rechazo a la misma fue tan grande que hubo comisionados, como Fulgencio Barrera, a quienes sus paisanos tudelanos jamás dejaron de vilipendiar, hasta su muerte, como traidores a la patria.
Sin respaldo popular, sin cimientos legales sólidos… ¿cómo sostener la argumentación cuarentayunista? Ha habido varias líneas de justificación. Por un lado, se ha tratado de relacionar directamente la prosperidad de Navarra con la Ley Paccionada de 1841; argumentación paradójica, puesto que aquella Ley recortó una soberanía y unos recursos que hubieran sido mayores y, por tanto, hubieran permitido una aún mayor prosperidad. Por otro lado, hay quienes consideran que la Ley metió a un Reino medieval, como el de Navarra, en una sociedad liberal y moderna como la española de aquella época; y tal consideración supone tomar al pueblo navarro por incapaz de adaptarse a la realidad político-social que les rodease en cada momento. Igual que cualquier otra sociedad, sin duda Navarra hubiera adaptado sus leyes transformando sus Cortes medievales en verdaderas instituciones de representación popular. Si fuimos capaces de resurgir económicamente, con mayor razón podríamos haber evolucionado, por nosotros mismos, también en nuestras instituciones políticas.
Todo lo anterior me hace pensar que cualquiera que se considere navarrista (e inclusoNavarrísimo) ha de tener sus reticencias hacia esta Ley si la analiza fríamente. En cambio, son muchos los que la usan como defensa de lo navarro porque “el nacionalismo vasco quiere ver naufragar esta Ley”. Claro que el nacionalismo vasco aborrece aquella capitulación: porque el nacionalismo vasco anhela que Navarra, y el resto de los territorios forales, recuperen la soberanía perdida entonces. Lo que ocultan los presuntos “defensores de la esencia navarra” es que esa misma opinión fue mayoritaria en Navarra antes de que dejara de ser reino. Y de esta manera la reformuló Sagaseta de Ilurdoz, uno de sus mayores conocedores por su cargo como Síndico del Reino. Y es el planteamiento que mantuvieron las grandes figuras del fuerismo navarro en el siglo XIX: Arturo Campión, Iturralde y Suit, Hermilio de Olóriz, y otros intelectuales de la Asociación Euskara de Navarra, o ya en el XX figuras como Luis Oroz y tantos otros.
Para todos los mencionados, el elemento más determinante de la identidad política navarra estaría en el Fuero. Un Fuero entendido como poder constituyente originario e incondicionado, propio del pueblo navarro per se y no como nada debido o pactado. De ahí la reivindicación de la Reintegración Foral Plena, que era un sentir popular (un tanto confuso) en la Gamazada, y que tomó cuerpo de modo muy claro en la Asamblea de Ayuntamientos de Pamplona de 1917 o en el movimiento estatutario de 1931-1932. Aquella visión de la foralidad fue siempre defendida por el carlismo; y en la Transición coquetearon con ella desde el propio regionalismo navarro hasta aquel socialismo del PSE con sede en Pamplona e ikurriña en el balcón.
¿Qué legitimó, en fin, aquella Ley de 1841? Nada salvo el transcurso del tiempo y la adaptación de la ciudadanía navarra a la situación devenida. Pero las consecuencias de la Ley, ya apuntadas, nos acompañan, y cito palabras de Arturo Campion en 1891: “A la sombra adormecedora de esta ley funesta, que halaga ciertos prosaicos sentimientos de bienestar material, vivió tranquila Nabarra durante muchos años, resbalando pausadamente por el plano inclinado de la asimilación”.