Vivir con ritmo

Salgo de currar mis ocho horas en la fábrica. Como lo que la parienta me ha hecho, refunfuño. Me parece una mierda y se lo hago saber como si me hubiera tragado un megáfono. ¿Y los críos? ¡Qué hartazgo, que no me jodan la siesta de tres horas, aviso!

Tres horas de siesta y tres horas de bar. Mi tiempo libre. Cervezas tontas con más tontas charlotadas. ¿Qué toca hoy Patxi? ¿Una de calamares y fútbol? ¿Una de gambas con politiqueo? ¿Y si me sacas unos calamares rancios con algo de bronca con el tío del fondo que parece más amargado que yo?

Por cierto, ¿sabes que fulanito le ha puesto los “cachos” a zutanito? Mientras el primero curraba la mujer se lo hacía con su antiguo amigo. Buen entremés de la cena en el bar, que la parienta no acierta ni una.

Y luego la larga batida por el personal: todos unos hijos de puta. El uno por ser mejor persona (un bobo), el otro por ser más apto (un trepa), el de más allá por ser un engreído porque en los descansos lee ¡¡¡libros!!! (el raro que cree poder salir del infierno en el que yo retozo, ¡ja!).

Todos somos así. Para el que se crea diferente, Patxi servirá una doble ración de clichés a cada cual más estúpidos: el fumeta, el anarco, el pelao, el facha, el rojo, el borroka, el españolazo, el maricón, el raro, la lesbiana porque no me mira, etcétera.

Cuando subo a casa mamado perdido tras mi turno de bar, chillo de nuevo a la parienta por no haber puesto a los críos firmes yendo en fila india a la cama. Mientras, me voy a “pillar horizontal”. Mañana será otro día. Idéntico día. Tal vez aderezado con una enriquecedora sesión de rascamiento de tegumentos germinativos mientras veo en la caja tonta a señoritas recauchutadas hablar de lo mismo que yo en el bar…

Llega el fin de semana y no lo noto, salvo que el turno de bar se alarga y las charlotadas nunca tienen fin…

Ni tan siquiera Nietzsche llegó tan lejos al imaginar su teoría del “eterno retorno a lo idéntico” en tan baja concepción.

La vida se convierte en una cadena: cadena fordiana en el trabajo y fuera de él. Aquí no caben mimos a la ociosidad que tanto reclamara Bertrand Russell, menos aún “higiene mental”, como también recordara el inglés.

No, todo es proyección de la propia impotencia, de la frustración, en los demás: en lo que probablemente el asqueroso ése piensa de uno sin conocerlo. Aquí lo que mola más es la “basurilla mental”. Perder y perder horas de pensamiento, no en coleccionar sellos o hacer deporte, no digamos ya leer, no. Aquí todo se trata de malgastar el tiempo, la vida, poniendo a caldo a todo bicho viviente que no sea tan enano mental como uno.

Si algo se va aprendiendo en la vida es que ésta, se compone de movimiento. Nos movemos: Aristóteles sabía de qué hablaba al referirse al proceso continuo de la naturaleza, desde el nacimiento hasta la muerte y putrefacción. En él vamos incluidos, nos guste o no.

Lo dicho: el ritmo es el que nos mueve. Al hacer deporte, al estudiar (recomiendo música relajada a tal efecto, Tchaikovsky preferiblemente). La vida sin ritmo no es: imprimimos el ritmo, el movimiento, siempre que vivimos. Sólo cuando algo va mal, paramos en demasía: la rutina premeditada no es sino síntoma de enfermiza falta de ritmo.

Sin ritmo nos anquilosamos, nos amargamos. Contagiamos. Estar enamorado de la época de la Alemania de Bismark y leer sobre ello sin otro fin, trabajando en la construcción, no es excentricidad. Excentricidad (o sea, literalmente estar fuera del centro) es ser un muerto en vida malgastando el tiempo en aparentar ser más que nadie sentando cátedra sobre todo bicho viviente. No todos somos iguales ni todos somos unos seres puros y sin rarezas. El igualitarismo que rasa por lo bajo crea estos seres, piojos que retozan en tabernas sin más entretenimiento que darse auténticos chapuzones en su propia bilis.

Hagan recuento: seguro que han conocido multitud de personas así. Incluso todos hemos podido correr el peligro de convertirnos en tamaños zombis sin gracia.

Son las once y pico de la noche. Es sábado y ya estoy de vacaciones. Pero no las veré materializadas hasta que esta semana me dirija al sur, donde fiesta y ritmo sobran.

Y, mientras escribo, suenen alegres los inmortales Dr. Feelgood a mi lado, aquí en el jardín. El ritmo es vida. La música es la carótida de la vida.

P.S.: Dedicado a mis amigos. En especial al bueno de Juanma, que sabe a la perfección qué es la vida. Él no necesita largas parrafadas teóricas como yo, simplemente vive. Y por ello es un tío único.

Acerca de epicuro

Alumno de todo, maestro de nada...
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