Melancolía. Tal vez una poderosa astenia primaveral me invade: lo mío es el otoño, está claro. No obstante, no quiero hacer de este blog una especie de “rincón de la subjetividad”. Pero sólo desde ella, desde la subjetividad de mi “yo”, ciertamente puedo a veces apartarme de la mortalmente gélida actualidad política.
Que nadie se engañe, este blog nació con vocación de hablar de “la actualidad desde la Filosofía”. Pero dicha disciplina, vital para algunos como quien firma aquí mismo, es lo suficientemente amplia de miras como para saber salirse del encorsetamiento diario, del chaparrón cotidiano de titulares “exclusivos” y de la inagotable sinvergonzonería de “políticos ¿profesionales?”.
Así, hoy, aquí, delante de la pantalla de mi ordenador, siento la melancólica sensación que sólo el añorar a algo o a alguien, puede a uno invadir. En mi caso: la inigualable lectura, por casualidad, de los autores clásicos, empezando antes por un difícil libro recogido de la mesa de mi hermana –ella que sí estudiaba aplicadamente- en un día de asueto de la fábrica donde malgasté años. El libro rezaba en su título como sigue:
“Así habló Zaratustra”.
Y lo mejor de todo con mucho fue que, tras años sin estudiar por mi mala cabeza, lo entendía: aquel sombrío autor que escribía a “golpe de martillo”, como a gritos, avisando de lo que se avecinaba en una Alemania corroída ya por un incipientísimo nacionalismo antisemita, me envolvió literalmente.
Es el mismo decimonónico autor el que me lleva ahora, tras mi jornada laboral, a recordar por qué y de qué manera la intuición me llevara a coger aquel libro maldito: ¡y todos los que le siguieron, incluidos los académicos!
Aquel ramalazo de lucidez a mis 21 años en un caluroso verano de hace ya 16 años, todo comenzó con un intempestivo que escribía a la manera del “oscuro” Heráclito: Friedrich Wilhelm Nietzsche.
Así, hoy, recuerdo, añoro, rememoro la definición que en su obra “Más allá del bien y del mal” daba el filósofo enfermo y solitario, tan ducho en subir a altísimas cumbres, como a descender a insondables valles:
«Un filósofo: es alguien que constantemente vive, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos lo golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él mismo sea una tempestad que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí -pero que es demasiado curioso para no «volver a sí» una y otra vez…»
Eso, y nada más, es ser filósofo: la amargura de saber que la curiosidad no mata, sino que al contrario, nos da vida. Que volver a entendernos a nosotros mismos es hacerlo para con los demás. Que los resultados no son siempre –casi nunca- idílicas bondadosas respuestas. La de querer llegar, al fin, al núcleo mismo de la condición humana: hedionda las más de las veces.
Ser filósofo es hacerse al dolor: no creer en idílicos patrones. Ver la realidad a través de los sentidos: palpar el hecho de que la vida es grandiosa para tamaños raros y contradictorios seres como los humanos.
Es añorar el principio que ya no vuelve, que ya no volverá.
Imagen: «La muerte de Sócrates«, del pintor francés David, terminado en 1787: la siniestra paradoja del elegir entre mantener o no los descubrimientos -enojosos para los doctrinarios- de un filósofo, en este caso a vida o muerte.