Hoy toca meter las manos en ese gran cubo de desperdicios que puede llegar a ser el gran conglomerado ideológico del pasado siglo y, más aún, el anterior.
“Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía es primero una lucha nacional.”
No lo digo yo, lo dicen Marx y Engels en su “Manifiesto comunista”: tal vez por eso muchos abertzales se consideren “socialistas” que no “comunistas”, eufemismo aquél para poder hacer factible un nacional-socialismo al estilo chino, yugoslavo o rumano (ejemplos todos que hacen temblar con solo nombrarlos).
Marx es claro: la lucha nacional sólo es la “forma” de la lucha contra la burguesía nacional. El «contenido»: nunca. El contenido es internacionalista. La lucha de clases no entiende de fronteras ni de banderas. Únicamente para ver, en el mismo “Manifiesto”, a Alemania como país industrializadísimo y, por tanto, como primer país en el que la revolución y la dictadura del proletariado eran factibles: uno de los muchísimos errores políticos de Marx y Engels; se habla de un país. Pero siempre como la espita que haga estallar la «Revolución mundial».
Pero la primera revolución llegó en la campesina Rusia, y posteriormente Stalin no quiso revolución en Alemania: Hitler se llevó los votos de comunistas descontentos. No digamos ya en Francia, donde ese matón callejero de las juventudes del Partido Comunista francés: Doriot , pasó al fascismo judeófobo más rancio típico de algunos franceses bienpensantes.
Albiacse hace de ello eco en “Desde la incertidumbre”, así como de las palabras de un antiguo socialista al que, sin cambiar dicho ideario, le sumó un nacionalismo que empujó a media Europa: Benito Mussolini: “El fascismo se opone al socialismo, que inmoviliza el movimiento histórico en el momento de la lucha de clases e ignora la unidad del Estado que funde las clases en una sola realidad económica y moral”. Así, la aplicación de la “única” clase que pretende el socialismo, se enmarca en el terreno del Estado-Nación.
Pero Stalin, si algo buscó en vida, es el reconocimiento de la URSS como un solo y único país: el del proletariado. Y todo ello a pesar de su descarado imperialismo soviético, que le llevó al pacto Molotov-Ribentropp con los nacional-socialistas germanos, que ya tratamos en otro artículo, a la hora de ocupar la mitad de Polonia.
Visto de este modo, las ideologías son lo que son: buenas intenciones. Y como dice Alain de Benoist en “Comunismo y nazismo: 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989) ”: “Afirmar que el ideal queda a salvo si la intención es buena, es tanto como decir que la verdad de una doctrina se confunde con la sinceridad de quien la reivindica”.
Por tanto tenemos una ideología que pretende un internacionalismo: “Los comunistas se distinguen únicamente de los restantes partidos proletarios porque, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios destacan y hacen valer los intereses comunes de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad; por la otra, por el hecho de que, en las diversas fases de desarrollo que recorre la lucha entre el proletariado y la burguesía representan siempre el interés del movimiento general» y por otra parte, tenemos un intento de constituir dicha ideología dentro de un Estado-Nación (nuevo en este caso).
Que algunos se autodenominen socialistas (y abertzales) no quita para que, aun cuando no se autoproclamen comunistas, sientan en Marx su máximo exponente. Marx sin, muchas veces, habérselo leído. Todo hay que decirlo.
Trotsky fue un declarado enemigo del nacionalismo en todas sus vertientes. Hay en sus memorias (“Mi vida”) afirmaciones bastante despectivas hacia, por ejemplo, el partido socialdemócrata austriaco: “El orgullo nacional venía a resumirse, en cierto modo, en el orgullo del partido, en el prurito de tener la socialdemocracia más potente del mundo…”
Tal vez por ello la antigua H.B. fuera tan sumamente sectaria con partidos como EMK-LKI en su época (los 80 y principios de los 90).
Pero vivimos en tiempos que algunos suponen diferentes (“alto el fuego” todavía en entredicho), veamos si existen en dicho mundo nuevas actitudes. Al menos todavía, no.
El sectarismo no puede constituir el ideario de nadie: ser más que los demás en todo es una infantilísima enfermedad.
Al menos, desde aquí, enarbolando la bandera de Epicuro, se combatirá el sectarismo (padre del totalitarismo) siempre que se presente y desde cualquier extremo ideológico: lo entendido hasta ahora como Izquierda o Derecha.
Afortunadamente todavía hay intelectuales, como Max Gallo, que reivindican una izquierda inteligente y lo mismo dentro de la derecha liberal, gente como Revel, a quien hoy dedica el periodista Alonso Escalada en Diario de Noticias un brillante artículo, respetando siempre el qué se piense sobre ellos mismos.
El dogmático salta como un resorte al oír un nombre que no ande dentro de la secta: es entonces cuando se alardea de “acusación” (¡es de derechas! ¡Es de izquierdas!) en perjuicio del sano ejercicio reflexivo de la lectura de quien como nosotros no piensa. No se valora, se acusa como excomulgado a quien se sabe que “no está en mi lista”.
El sectario pontifica desde su púlpito: nosotros, desde aquí, preferimos hacer patria sólo de nuestras lecturas.