“Aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada…habría explicado también la esencia de la gran locura de la tercera Alemania. El cerebro que controlaba aquellos ojos azules…decía: esto que hay ante mí pertenece a un género al que es obviamente indicado suprimir…”.
El extracto: en la inmortal obra “Si esto es un hombre”. El autor, Primo Levi: químico originario de la ciudad de Turín y de orígen judío, fue partisano antifascista en la Italia mussoliniana. Caído en desgracia, fue enviado al Lager que más concita un sentimiento de horror: Auschwitz.
Su trilogía se ve completada con “La tregua”, en que narra el surrealista regreso de miles de personas después de la liberación del Lager; y “Los hundidos y los salvados”: el más reflexivo. El más filosófico si se quiere. Y digo último en todos los sentidos. Desgraciadamente, Levi se suicida poco después de escribirlo – en 1.987 – curiosamente después de analizar comportamientos de supervivientes que como él acabaron precisamente en su autodestrucción. La tétrica pregunta que merodea en la mente de un superviviente: «¿Por qué yo me salve, por qué?», es la antesala de su drama.
Primo Levi nos enfrenta a la cruda realidad de hoy en día: la ligereza con la que a veces empleamos el término “genocidio”. Sólo a veces. Darfur y tantos otros lugares nos recuerdan qué es exactamente un genocidio. Pero la manera industrializada, numerada, del asesinato masivo de esclavizados humanos muriéndose de hambre o a través de la llamada “Solución Final”, del paseo directo al horno crematorio o a la cámara donde el Zyklon B hará el resto: nos obligan a no callar. Nos obligan a no guardar silencio.
No eran humanos: eran números tatuados en piel. Simples “unidades” que aniquilar. Pero Alemania no quería hablar ni veía lo que no quería: los campos de concentración se diseminaban hacia el Este, donde el “espacio vital” del Reich se ampliaba aniquilando a las “razas inferiores”. Manos limpitas para aquéllos que a sus vecinos denunciaran como: judíos. También homosexuales, enfermos y comunistas tuvieron su ración (los últimos no tan mal tratados: alemanes al fin y a la postre).
Rochus Misch, guardaespaldas todavía vivo de Hitler, nos dice en su testimonial y recién publicado libro de la mano del periodista Nicolás Bourcier, que cuando estuvo por heridas de guerra en un hospital un hombre “me explicó que era prisionero de un campo de concentración (KZ o Konzentrationslager) en Dachau, cerca de Munich (1). Fue la primera vez que oí hablar de ello”. El “delito” del sujeto en cuestión: ser testigo de Jehová.
Hoy, negacionistas se reúnen con un loco atávicamente judeófobo como Ahmadineyad.
Hoy, 30 de abril, de nuevo, el algo olvidadizo Rochus Misch, rememorará aquellos disparos. El silencio después en el búnker. Más tarde, los Goebbels, tras asesinar a sus hijos, morirán como su queridísimo Fhürer y compañera. El mismo silencio que más tarde encontrarán soviéticos y aliados:
“Estábamos hablando cuando de repente alguien gritó en el pasillo:
-¡Linge! ¡Linge! ¡Creo que ya está!
Yo no había oído los disparos.
Bruscamente reinó un silencio absoluto”, dice Misch.
Es el silencio de los millones fría y calculadoramente aniquilados de manera industrial y marcialísimamente. Asfixiarlos en camiones con el humo del tubo de escape ya no era rentable: las “unidades” caían con los nuevos métodos. Pero luego vino la falta de un susurro al menos. El silencio. Los alemanes callaban. Ya nadie odiaba a los judíos, nadie era ya del NSDAP, nadie adoró a Hitler…nunca…
Una enfermedad que carcome: el silencio cómplice.
(1): De los primeros campos donde la ignominiosa shoá se puso en marcha.
Imagen: Un Primo Levi como algunos preferimos recordar: sonriente.