Sábado a las seis y media de la mañana. Ya ha amanecido en la “ciudad de las luces” y vemos Notre-Dame sin cabeza, sin boina: algo falta. Definitivamente los andamios de limpieza que durante los últimos cinco años hemos visto en diferentes fugaces visitas, hacían más espigadas sus dos frontales torres. París no son sino agujas apuntando al mismo lugar: el obelisco de La Concorde y la Torre Eiffel apuntan al mismo lado visto desde la entrada a las Tullerías. Son como dos cohetes a punto del despegue. Así llegamos la primera vez a esta ciudad hace cinco años ya: como dos cohetes cargados de estrés y adrenalina.
Pero son las seis y media de la mañana y vemos los graciosos vestigios de la noche: el desayuno antes de ir a la cama es obligatorio aquí. El fresco mañanero nos ayuda a airearnos de un accidentado inicio de viaje. Me sorprende por mi retaguardia la música: es “I heard It Through The Grapevine” de Norman Whitfield y Barret Strong y, de repente, el olor, el sabor de un buen té mejor servido. Recuerdo con hartazgo mi Pamplona natal: ahora ya no hay excusa, tienen buen té a granel y las mejores marcas, sobre todo británicas, y siguen sirviendo la misma mierda de agua caliente manchada. Es una metáfora redonda: la influencia foránea es algo normal por sus calles –con sus luces y sus sombras- pero sigue siendo mojigata en su cerril tradicionalismo. Pamplona.
Pero viendo los generosos escotes de las francesas tan diferentes de los de por allá, vuelvo en mí. Yo soy; ya no era. Heráclito vuelve a mí: nunca somos lo mismo. Formamos parte del “todo fluye”, no siendo siempre los mismos: sólo los idiotas se pueden permitir ese dudoso lujo de permanecer inmutables. Así, en la tranquilidad que me da la Quai de Montebello frente a la Ile de la Cité en donde se aposenta una Notre-Dame rejuvenecida, suspiro, me relajo y observo el fluir de las gentes que a casa regresan. Todo fluye mientras pienso que estoy donde debo y con quien debo: a un paso de donde naciera François-Marie Arouet, “Voltaire”, y a unos cuantos más de donde muriera.
Pero la mañana avanza y los Jardines de Luxemburgo tampoco son los mismos: vistos en épocas diferentes la máxima de Heráclito adquiere tintes más que premonitorios. Julien Green a través de su libro “París” me acompaña: a su nostálgica plegaria sobre un París ya desaparecido a principios del siglo XX, yo contrapongo unos Jardines de Luxemburgo con menos gente. Pero son lo suficientemente grandes como para que la gente corra, para que el escenario de alguna representación en la entrada del Palacio del mismo nombre (ocupado por los jefes nazis durante la ocupación) ocupe su espacio o, los que como nosotros, leemos, disfrutemos de la lectura y de un envidiable día de soportable calor viendo la cúpula del Panteón (Rousseau, Voltaire, los Curie y tantos otros sonríen allí enterrados).
Green llora una pérdida: juego con ventaja. Sé que lo que ahora no es, será allá por el otoño: pero volverá sin ser igual a ningún otro otoño, mas volverá: la mejor estación del año en el mejor lugar del mundo.
En el kiosko mi compañera y yo vemos en la esquina a un huidizo camarero que, sin miccionar a la manera perruna aunque sólo le falta hacerlo, delimita su territorio: definitivamente el segundo té del día –ya son casi las 12:00- no será servido por tan quisquilloso uniformado: él sólo sirve comidas, parece declarar en cuanto nos mira desde su esquina. Su compañero, con pajarita y chaleco igualmente, se apiada de nosotros mientras observo la gallarda osadía de los gorriones por aquí: en cualquier momento los veré bebiendo de mi taza. Pero al igual que el quisquilloso, miran nerviosamente para un lado y para otro ampliando su campo de visión ante “agresiones externas” y huir.
Sigue el día sin un ápice de actualidad: no periódicos; no Internet; no libros de filosofía política: ni Glusksmann, ni Taguieff, ni Revel ni Bernard-Henri Lévy, ni Alain de Benoist aunque me halle en la casa de todos ellos; no “drogavisión”; no Mundial de Fútbol; no Estatut de Catalunya ni caterva de políticos ociosos perdiendo el tiempo mintiéndonos descaradamente; no criticar a fanáticos haciendo de “camisas negras” a su alrededor castigando a como ellos no piensen…No. Todo ello celebrado con alborozo por mi acompañante, a pesar de permitirme, cómo no, garabatear en una hoja que deja rápidamente su original blanco brillante. No quiero saber. Quiero escribir. Sólo quiero orgías sensitivas: oler, saborear de nuevo un rico té. Oler y saborear el momento de unos jardines que nunca serán lo que parecen: una laberíntica formación de escondrijos, fuentes, paseos y, sobretodo, ciudadanos, se encargan de ello.
No, hoy no es día para perder el tiempo. Sólo para seguir garabateando en una libreta. Sólo a ello aspiro. Garabatear con letras en una libreta e intentar darles sentido.
Fotografía: el libro de Julien Green, «París«, que un humilde servidor lee en los Jardines de Luxemburgo más bellos cuanto más insondables que nunca, con la cúpula del Panteón al fondo.