“Las convicciones son enemigas de la verdad más peligrosas que las mentiras”:
F. W. Nietzsche
(Humano demasiado humano; I parte; aforismo 483)
Y es que una mente rígida, constreñida por los estrechos márgenes de un dogma; de un vector que nos dicta cómo debemos interpretar la Realidad cuando ésta es fluida y no deja lugar a dudas la Ciencia al respecto; es una mente -decía- como mínimo: enemiga de la verdad.
Quien por dichos dogmas se rige, que siempre acaban siendo metafísicos y a los que, por tanto, se da una “esencia”, un carácter ontológico (sea el “-ismo” que Vds., amabilísimos lectores, prefieran) acaba en el más indeseable de los autoengaños.
El gran problema de quien así se engaña, es que padece una especie de “imperialismo del engaño”. Digamos que necesita “expandirse”; encontrar “espacio vital” en otros. En los demás. Quien así se engaña, digamos, hace proselitismo de dicha farsa. La farsa de quien fuerza su visión de la Realidad para conseguir “encajarla” (algo que nunca consigue, teniendo un mal final siempre el asunto) en su Universal platónico: sea el credo teológico o político que sea.
Está muy bien tener en cuenta al viejo Epicuro, puesto que tras esas férreas convicciones dogmáticas (perdón por tanto pleonasmo), siempre hay razones de peso y de orden psicológico. Mi dilecto Josep Pla lo achacaba a la envidia. Ese mal tan repelente. Y el viejo Epicuro parece ahondar en la misma dirección, anticipando el antídoto a tan nefasto, a tan pernicioso mal: “No debemos menoscabar lo que ahora tenemos con el deseo de lo que nos falta sino que es preciso tener en cuenta que también lo que ahora tenemos formaba parte de lo que deseábamos”.
Así sea: que la Razón guíe y que la Voluntad obedezca y no al revés.