Autonómicos, municipales días. Da gusto pasear por la ciudad: en cualquier momento le atraviesa a uno, entre pierna y pierna y como brotando de la nada, un nuevo carril-bici arrasando árboles y carreteras a su paso. Si árboles desaparecen sospechosamente tras una larguísima vida, brotan por doquier y como setas postes con sospechosos restos de embalaje en sus cimas.
Todo parecía indicar que era una serie de síntomas, ocupado uno como estaba en otros menesteres. Así, cuando han coronado dichos postes con un sinfín de carteles, ahora sí, bilingües, todos los síntomas se agolparon en mí, en plena vuelta al hogar, recordándome de qué enfermedad se trata: es el celo electoral. Échense a temblar: si no, ya lo harán los martillos hidráulicos que perfilan las nuevas aceras, ahora sí, aptas para disminuidos, como las grúas que llenan de “cicatrices” los barrios norteños de la ciudad (con la excusa de un colector parecieran estar haciendo una línea de metro, sinceramente, porque petróleo no sale por ningún lado).
Y del Centro, ¿¡qué decir del Centro!?: engalanado todo de peatones mosqueados que sortean montones y montones de euros en forma de nuevas losetas en sus palés y de trincheras de ladrillos y arena. Más engalanada aún la ciudad con filas interminables de conductores al borde de un ataque de ansiedad (digo al borde por ser benévolo) porque no pueden regresar a sus casas: la carretera está de dieta, afinando cintura cargándose un carril. La larga fila de coches pareciera una luminaria navideña. La vida es bella.
La sabiduría popular, a veces, sólo a veces, acierta. Todos llevamos dentro un pequeño Sancho Panza. Lo digo pensando en las últimas elecciones autonómicas: una señora decía, creo recordar que por la bella Extremadura, que ojalá estuvieran en su pueblo siempre de elecciones autonómicas. En cierto sentido tenía razón, al menos cuando en las malditas señales y sus INDICACIONES (que al final es lo que importa tanto a foráneos como a los que aquí habitamos) pienso y veo…aunque ya me acostumbré a guiarme por los astros, como los presocráticos (cualquier día me mato al volante).
Mientras, en los cartelones del dirigente tal, alguien se ha pasado con el photoshop (o como demonios se diga) y de la cara cerúlea sobresale una sonrisilla siniestra a la que sólo le falta un par de colmillos goteando algo parecido a sangre.
Al dirigente cual, no hay quien le arregle y lo presente como alguien con una jeta que no sea enfurruñada y a la defensiva. Son como niños.
Aún recuerdo, hace unos trece o catorce años, la grata lectura del libro escrito en forma de diario al estilo Ana Frank por una niña bosnia, Zlata Filipović y cómo justo antes de la guerra lo típico era llamar a los políticos “esos niños locos”. Buena liaron los nenes.
Pero aquí no hay guerra, afortunadamente, salvo para prometer más y mejor e intentar con su demagogia demostrarnos que únicamente ellos son los que más se han preocupado por nuestras insulsas y aburridas vidas: ya están aquí, ocupando nuestros buzones; asaltándonos con encuestas; atragantándonos en mitad de la comida con un nuevo anuncio; no digamos ya con el repetitivo anuncio en las ondas hercianas: ¡si hasta le mandan a quien escucha uno de dichos “spots” un virtualísimo beso!
Échense a temblar o agárrense a las grúas, el terremoto tiene nombre. ¡Siéntanse queridos!: es el celo electoral.