A todos nos ha ocurrido –malo el asunto si así no es- y a todos nos sorprende: el tétrico llamamiento (a veces en forma de saludo que parece un grito de socorro), da igual el contenido, de un antiguo compañero del pasado. Muy pasado.
Hay un momento, es del todo necesario, en que los humanos atravesamos cierta “criba” no buscada, natural: la total separación entre “conocidos” de los “amigos”: éstos, pocos, gracias. Aquéllos: multitud un tanto equívoca y con delimitaciones que aspiran a ser borrosas.
A todos nos ha ocurrido volvernos, decía, en mitad de una calle y verlo o verla ahí: como si el tiempo siguiera petrificado y nada a su alrededor hubiera ocurrido, transcurrido. Una importante porción de eso que llamamos tiempo se congeló a su alrededor.
Y no dejan de maravillarme en su tragedia: la de aquél que sigue mentalmente igual, sin enterarse de que el mundo y la gente cambia a un frenético ritmo. Sin enterarse de que su cosmovisión se ha quedado en el pleistoceno psíquico de los que no quieren enterarse, de los que no quieren ver enojosas realidades, de los que no se quieren…
Los hay calamitosos a más no poder, llevando tras de sí una retahíla de problemas y trágicos aconteceres. Los hay que lo llevan –bastante más conscientemente de lo que muestran- con divina paciencia: tenerse paciencia a uno mismo es la mayor de las virtudes.
Estos últimos son los que más me atraen y a los que menos puedo juzgar de ninguna de las maneras: sus problemas los solucionan con más problemas, igual que los otros “desastres petrificados”, pero al menos tienen la dignidad de no querer convencerle a uno de nada. Se dejan llevar. Generalmente no caen en el más absoluto de los dramas aunque, como digo, problemas no les faltan… Un arte pues: dejarse llevar.
Y después están los nuevos amigos: los que sin tener en cuenta la edad –pues no es de edad precisamente de lo que aquí se trata – saben comprender, entender, hablar, dialogar sin necesidad de soltar exabruptos o chillar como histéricos cada vez que se hable de temas “sensibles”. Que entienden la vida como una tertulia de café, tranquila, reposada.
Mas no son ellos los que me llaman la atención, a fin de cuentas no soy quién para escribir de mis amigos…no así de quienes atrás quedaron nítidamente en el principio de los tiempos…
Y las abismales palabras de “El Intempestivo” en la obra con un estupendo título elegido, resuenan de nuevo en mi cabeza:
“Los amigos como fantasmas. – Si nosotros cambiamos mucho, los amigos nuestros que no han cambiado se convierten en fantasmas de nuestro propio pasado: su voz llega hasta nosotros con un sonido horrible, espectral – como si nos oyésemos a nosotros mismos, pero más jóvenes, duros, inmaduros.”
(“Humano, demasiado humano” de Nietzsche).
Al fin, nos enfrentamos verdaderamente a nosotros mismos – aquéllos que ya no existen pero lo hicieron – en el encontronazo con tales personajes: somos nosotros hace cinco, diez, doce o quince años. Nos vemos las caras con quienes nada ni nadie ha impedido esa especie de auto-criogenización de sus mentes, actitudes, formas.
Si Heráclito tenía razón, no menos Nietzsche al hablar de que somos como serpientes: vamos mudando de piel. No somos siempre los mismos.
Algo que Gabriel Albiac en su “Diccionario de adioses” nos subraya parafraseando a J. Conrad en su “Lord Jim”:
“Al fin, no hay hombre que sea tan diferente de otro cuanto lo es cada uno de sí mismo a lo largo de los múltiples tiempos que le fueron dados”.