Y cada día más: hombres de papel. La nostalgia, no entendida como David Hume y otros como lo que hoy traduciríamos como “depresión”, sino como la nostalgia en toda su plenitud: para mí tiene colores. Ocres, rojizos, amarillentos y también olores: a setas y hongos. No entiendo la nostalgia sin él: otoño. Es otoño y los “hombres de papel” aparecen y crecen al albur del temporal como setas y hongos al paso del caminante (siempre en plena reflexión) por cualquier monte.
“Era un hombre de papel, era un juguete del viento, que en el cielo de la ilusión halló su propio infierno”: nostalgia. El idealismo no deja de serlo: la más terrible de las “nostalgias”. Parió el romanticismo decimonónico que engendrara, a su vez, la exaltación de colorines en tela pinturrejeados y que más desangrara hermanos.
El hombre de papel sustituye al “hombre masa” orteguiano, pues el hombre de papel bien pudiera ser lo que el gran Heráclito dijera de aquéllos que “Escuchando sin entender, a sordos se asemejan. Les cuadra el testimonio del dicho: “presentes, están ausentes”. Simplemente, están. Se dejan llevar: tontos útiles.
Así, el “hombre de papel” nace, crece y se reproduce. Aquí, como en ningún otro sitio: “Voy guiado por otra voz, soy indígena de una tierra que nunca existió”: decían los mejores Radio Futura con un filósofo como Santiago Auserón a la cabeza.
El hombre de papel se deja llevar por cualquier “viento”: el mismo que una bandera ondea. Es así de triste. Así de humano. Así de nietzschiano.
Las patrias no son sino representación simbólica del garabato en cuestión (que siempre representa “La Libertad”, siempre). Enfrente: los gritos desencajados y decimonónicos de un aterrado filólogo incomprendido (también enfermo y no siempre acertado) que intuye lo que wagnerianamente se avencina: “¡Las Walkirias hacen que me entren ganas de ocupar Polonia!”, decía un aterrado Woody Allen en “Misterioso asesinato en Manhattan”. No sin razón: pregúntenle al espectro del “cabo austriaco” por sus preferencias musicales y dramatúrgicas.
Pero los hombres de papel invaden la caja tonta: en Vascongadas, en Navarra, en Cataluña (perdón, Catalunya) o España (perdón, estado español…¡cómo añoro la antigua “Vaya Semanita” al poner la ETB!).
Nietzsche, de nuevo, me calla al hablar de tan estúpida como espinosa cuestión (y que me perdonen los creyentes de todos los pelajes):
“Una patria es un compuesto de varias familias; y, lo mismo que se sostiene habitualmente a la familia por amor propio, mientras no se tenga algún interés contrario, sostiene uno por el mismo amor propio su ciudad o su aldea, lo que llamamos nuestra patria. Cuanto más grande se va haciendo esa patria menos se la ama, pues el amor repartido se debilita. Es imposible amar tiernamente a una familia tan numerosa que apenas se la conoce. El que arde con la ambición de ser edil, tribuno, pretor, cónsul, dictador, grita que ama a su patria y no se ama más que a sí mismo. Cada cual quiere estar seguro de poder dormir en su casa sin que otro hombre se arrogue el derecho de mandarle a dormir a otra parte; cada cual quiere estar seguro de su fortuna y de su vida. Como todos formamos así los mismos deseos, resulta que el interés particular se convierte en interés general: hacemos votos por la república cuando en realidad cada cual se los dedica a sí mismo.”
Prefiero mil veces antes ser un hombre de papel por lo que escribo, porque escribo, a convertirme en pura celulosa donde los demás escriban lo que sea –da igual- y que cualquier mal viento me lleve.
Ojalá sea compartido el sentimiento.
Fotografía: del «Intempestivo» y, por ello, incomprendido.