Achicharrante noche: la última en Emérita Augusta. La luna parecía que iba a reventar de lo que brillaba: uno se olvida que no es sino reflejo del astro rey. Lo mismo nos ocurrió en nuestros dos viajes por tierras helenas: el gran ojo del cielo nos observaba casi cegándonos.
El calor arreciaba lo suyo y mi compañera y yo lo combatíamos de manera festiva: eso y no otra cosa, es el Teatro.
¿Qué mejor que acompañarlo de un buen whisky con hielos en mi caso? Miento, hay algo mejor: un buen teatro romano, tan inspirado en la madre Grecia, y una obra divertida.
El Teatro de Mérida se encontraba a reventar, la noche calurosa daba más verosimilitud a la imaginación: las obras de teatro en la antigua Grecia acababan en auténticas orgías dionisíacas: lo que más tarde llamarían los romanos bacanales (del Dionisos romano: el dios Baco). El Teatro – como bien reivindicaba Nietzsche – el sexo, el vino, el aceite, lo sensitivo: era el marcado acento dionisíaco de los antiguos helenos. Lo apolíneo quedaba en el “logos”: la razón, el pensamiento, la política, tan degradado ejercicio hoy como entonces.
Pero estamos en julio de este año: noche tan iluminada en el cielo como en el escenario que enfrente tenemos. Jim Morrison decía que había algo de voyeurismo en el cinéfilo: también en el amante del teatro, pero más auténtico, primitivo: griego.
La representación no era precisamente un clásico de Sófocles: al ser, como digo, la última noche, había que aprovechar el momento para ver en tan impresionante lugar (más pequeño y sin todo un Partenón detrás, pero mejor conservado que el teatro de Heródes Ático, donde pudimos admirar a la inigualable Jessy Norman) la obra que tocara aquella noche. Su nombre:“Calipso”, basada en lo clásico desde lo moderno, con “Las Virtudes” (con las cuales me reconcilié un poco) y un estupendo Paco Valladares.
Todavía lo veo ahora, aquí, delante de mi ordenador: a mi derecha – paradójica coincidencia – un simpático hombre con su mujer y con aspecto claramente “progre”.
A mi izquierda –sigue la paradoja- un joven repeinado a gomina, padre de familia con aspecto claramente “conservador”, como poco.
La obra se sucede – también el whisky aprovechando el descanso: humano soy – y en un momento dado se hace un chiste sobre Catalunya (o Cataluña, como prefieran): “¡Aquello no es Hispania hombre, es un sitio donde hablan raro, muy raro!” risas por el guiño a la actualidad por parte del teatro, de quien suscribe, salvo de quien a nuestra derecha se sienta: el progre no digiere bien la broma. El repeinado sí.
Pero la cosa no queda ahí: nueva broma en que se plantea que dos mujeres se puedan casar al grito cómplice de “¡ahora en España sí se puede!”: gritos, risas y demás por parte del venerable. A mi paradójica izquierda el padre, con mujer y un niño, brillante la cabeza de gomina que endurece tanto su cabello hacia atrás como su rostro, no hace mueca de, ni siquiera, sonreír.
A nuestra derecha risas con un algo de revancha.
¡Qué lejos los tiempos de los griegos, donde en el Teatro presidido por Dionisos la risa todo lo permitía en la ladera de la Acrópolis!
Y entonces me di perfecta cuenta: estoy en el sitio adecuado. ¡Qué honor estar aquí, en medio, molestando a ambos lados riéndome de lo humano, demasiado humano, como de lo divino, demasiado irreal para mí!
Así me sentí y así me siento: los artículos de opinión –que básicamente es lo que el lector aquí encontrará- son metafóricas ráfagas de metralleta: tienen que provocar, siempre desde el respeto, el efecto contrario o a favor de lo que en ellos se expone. O, mejor aún, conseguir en uno solo ambos efectos.
Nadie tiene la llave de la “razón absoluta” (términos antitéticos), yo: menos.
Pero lo que sí puedo decir de aquella inolvidable noche, es que de las dos bromas exhibidas con la candidez y la sorna que sólo el teatro pueden dar: tanto mi compañera como yo dimos buena cuenta con bastante alegría y risas y curiosidad por ambos personajes. Sí, personajes: realmente los que en el escenario ejercían como tales eran más reales que los dos que nos flanqueaban. Para nosotros: reliquias demasiado reales como para querer participar en tan honorable ritual.
Sólo los faltos de humor son demasiado irrisorios como para tomarlos a broma: no bromean.
Mussolini y sus bobalicones gestos daban risa: pero no bromeaba. Su aventajado alumno austríaco y Stalin, tampoco.
A algunos siempre nos quedará el Teatro para sentirnos irreales: aunque a veces la obra se represente entre el público.
1º Gracias Iñaki por dejarme esas palabras tan especiales para mi en mi blog,realmente una persona puede llegar a querer muchisimo a un animal, a un perro en mi caso(él me ha acompañado en momentos difíciles de mi vida y significa mucho para mí).Me alegra leer en tu blog lo que disfrutaste esa noche tan calurosa en el teatro de Mérida.Para mí a veces la vida es como el teatro, cada persona representa un personaje,un papel y se puede reir o llorar,existen dramas o situaciones cómicas,es el auténtico teatro de la vida.. 🙂 🙂
saludos Iñaki
de parte de
Maika