El presente urgente

Es martes y…

Ya no existe el dolor, se difuminaron los gritos del sur. Ya cambiamos el color del pálido contraste de Ben-Hur.

Hemos vuelto a obedecer a lo inminente, al vaivén de usureros y caraduras. Hemos obviado el silencio ausente, sumisos al embargo de su empuñadura. Hemos bebido del vaso de anestesia, que adormece nuestro lado afectivo. Somos portadores del virus de amnesia, somos almas en estado vegetativo.

Cabeceamos frente a su destello de luz, nuestro cuello es el brazo de un gato chino. Pongamos flores ante el ataúd donde ha caído nuestro raciocinio. Bendito plasma divino que sofocas nuestra sed, bendito parpadeo de incesante noticiario. Gracias por crear en mí una nube que no deja ver, gracias por conciliar mi sueño diario.

El ébola voló hacia tierras lejanas y, con él, el rumor que aletea en mis ventanas. El ébola voló hacia tierras extrañas y, con él, se llevó el eco de mis entrañas.

La hora del carnaval

Es martes y…

Puntual a su cita anual aparece entre las sombras. Tan perenne como la muerte, tan fugaz como la vida. Es la hora del carnaval, de «mujeros» y de «hombras». Es la hora de mostrar cada mirada escondida.

Apenas deja un leve rastro de lo que la apariencia refleja durante el resto de los días. Por un instante, sin que nadie aniquile de un vistazo, cubrimos el frágil vestido de nuestra desnudez. Convertimos en naturalidad la locura transitoria que, de formalidad, aplasta nuestra rutina.

Nos ofrece el peculiar privilegio del escapismo, la sutil venganza del desvarío. Nos transporta al delicado filo del abismo donde amanece cada escalofrío. Somos fieles seguidores de su proclama incendiaria, luz que ilumina un rostro desconocido. Somos el cerrojo que protege su morada, aquello que siempre quisimos haber sido.

Carnaval de fuego. Carnaval de hielo. Carnaval misterio. Carnaval, te quiero.

El silencio de los corderos

Es martes y…

Tinta seca, tinta huida, tinta rota, tinta herida.

El estruendo provocado por un informático italo-francés no ha resonado por igual en la plural prensa española. Resulta que, para la mayoría visible, una noticia no es noticia si, con ella, no son capaces de hacer pupa a los nuevos. Ni siquiera, conservan ya la decencia del disimulo.

Las cifras de la lista Falciani aplastan por su propia contundencia, absorben cualquier intento de asimilación y arrasan, por inundación, el pequeño huerto de la decencia. Miles de astutos pensadores han mantenido sus chequeras en el refugio más opaco posible, en un búnker que creían inexpugnable para el malvado fisco. Famosas caras de la gran pantalla mantenían su risa hueca, con el cofre escondido, «Suiza en el corazón y España en la muñeca».

Mientras tanto, muchos de sus aduladores de prensa escrita y televisión mantienen en primera plana los sucesos que el alto orden, sutilmente, aconseja. Si el delito no existe, se inventa, que algo, siempre queda.

La denuncia obligatoria la han llenado de silencio. El reproche más urgente lo recubren de tibieza. Cada titular es un precinto con su precio. Mientras, espero un alud que dé una luz de certeza.

Historias para no morir

Es martes y…

«Y es que me gusta la vida que tienen los libros prestados, esos que se dejan querer, que pasan de mano en mano. Así amontono los infiernos que para mí son el cielo, y colecciono amarguras, a veces con forma de beso».

Me gusta descubrir una historia en cada línea, hacerla mía, a mi manera, con la sencilla desnudez de la fantasía. Me gusta el color de su fondo, la viveza de ojos cerrados, el revuelo de cada momento que paso lejos de su lado. Me gusta el paladeo inquieto de la siguiente página, su pestañeo sinuoso, su demencial cordura.

Reside, dentro de cada uno, la capacidad intacta de crear un infinito de cada escritor, de cada libro, en cada letra. Es un monstruo que devora e improvisa, para dibujarnos, al final del juego, una sonrisa.

Ayer me acosté entre un manto de estrellas en Tindouf. Hoy he amanecido libre en Mayo del 68. Recorrí las calles con un hippie en Kathmandu, y de vuelta, con Geppetto, descubrí a Pinocho. He sido testigo de cada revolución. Me fugué, a escondidas, con el Che, a Bolivia. Me he fumado el verso de la sinrazón, preso, el corazón, que resucita en cada línea.

Leo porque lo presiento en cada despertar, porque confirma mi perpetua e intermitente libertad.