El horror de la zona cero

viernes, 8 de febrero de 2008 Sin comentarios

Director: Matt Reeves. Guión: Drew Goddard. Intérpretes: Lizzy Caplan, Jessica Lucas, T.J. Miller, Michael Stahl-David, Mike Vogel, Odette Yustman. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 85 minutos.

Ante una propuesta como ésta, no hay respuestas tibias. Tampoco hay nombres propios. Tan solo sombras, polvo y humo. Su naturaleza no los necesita porque en su interior, los protagonistas son comparsas de un proceso escópico: el de la destrucción de Nueva York. En cierto modo, el filme puede leerse como un texto radicalmente contemporáneo, un reality show desesperado que filma el apocalipsis. Y como acontece con propuestas radicales, en esa anulación del entramado dramático, con personajes psicológicamente anoréxicos, late la osadía ingenua de tratar de recuperar el miedo y la fascinación de la primera mirada; aquélla que cultivaron los Lumiére y Meliès sobrecogiendo al público con ese tren de sombras que inquietaba sus ojos. Desde entonces el cine ha evolucionado a golpe de búsqueda de lo real en un afán por rehabilitar su credibilidad frente al público.

Eso es lo que J.J. Abrams, un peso pesado que reina en la televisión y que debutó como realizador de largometrajes con la tercera entrega de Misión Imposible , se ha propuesto. Sus entramados básicos son un icono de la cultura japonesa, Godzilla ; una imagen del póster anunciador del filme de Carpenter Rescate en Nueva York y, sobre todo, la recuperación de lo que pudieron vivir quienes estaban en la llamada zona cero cuando cayeron las Torres Gemelas el 11-S de 2001. No hay nada más, salvo, quizá, el eco de El proyecto de la Bruja de Blair , con quien Monstruoso guarda cierto parentesco formal pero profundas diferencias de concepto.

Dirigida por un hombre de confianza de Abrams, Matt Reeves, en Monstruoso no hay montaje aparente. Todo son planos secuencia rodados con la calidad de una cámara de aficionado. Por eso reclama verdad y con eso despliega la pesadilla de unos amigos sorprendidos por el ataque de un ser furioso. A falta de pliegues dramáticos en los personajes, el filme derrocha sobresaltos y terror. Pero tras la apariencia de filme inocente, hay un planificado constructo atento a acongojar al público. Lo hace, pero a costa de exterminar la huella del hombre y hacer que el único personaje interesante sea un monstruo al que casi no vemos. Freud lo tendría fácil, el diagnóstico resulta obvio.

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Alumbramiento de la nueva mujer del siglo XXI

viernes, 8 de febrero de 2008 Sin comentarios

Director: Jason Reitman. Guión: Diablo Cody. Intérpretes: Ellen Page, Michael Cera, Jennifer Garner, Jason Bateman, Olivia Thirlby, Allison Janney , J.K. Simmons. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 91 minutos.

Desde su misma gestación, Juno se reclama como un filme inscrito en su tiempo. Mucho antes de que adquiriera su naturaleza fílmica, lo que el personaje de Juno es navegaba por Internet bajo el aspecto de un blog firmado por Diablo Cody. Detrás de ese nombre y resguardado por una lengua mordaz se encuentra la verdadera protagonista del filme, una guionista que no lo era, aunque con Juno acaba de doctorarse por todo lo alto.

Diablo Cody ha tenido además mucha suerte. La tuvo cuando atrajo el interés del productor Mason Novick, quien le hizo una propuesta firme seducido por su procacidad. La volvió a tener cuando Jason Reitman (Gracias por fumar ) tomó las riendas. Hijo de Ivan Reitman, uno de los productores y directores más consolidados en EEUU, Jason está decidido a seguir el paso de Sofia Coppola: echarse a la espalda el peso del padre sin ningún complejo.

No acabó ahí la suerte para Juno . Le faltaba la última sonrisa del azar. La recibió cuando Ellen Page, la implacable vengadora de Hard Candy , se metió en la piel de esa adolescente que pierde su virginidad el mismo día que se queda en estado. Y así, de ese encuentro entre una guionista desconocida pero fresca, mordaz y diferente; un director que creció rodeado de cine; y una actriz cuya magnética espontaneidad no se veía desde que Natalie Portman sacudió la calma a unos y otras con Beautiful girls , se alumbró Juno .

Con tanta euforia estaba cantado que un país que admira la fortuna y que cree en el destino convertiría a Juno en una de esas películas mimadas por la crítica y amadas por el público. Sin duda se lo merece.

Veámoslo. Desde sus primeros compases, Juno no esconde su pertenencia a ese cine norteamericano actual. Por sus venas de plata y celuloide fluyen colores y gestos que un espectador atento no tarda en reconocer. De American Beauty a American Splendor , de Ghost World a Magnolia …, son incontables los referentes de la contemporaneidad que aquí se entrecruzan.

A la vista de lo que Juno despliega, se entiende por qué Jason Reitman no dudó en escoger este argumento. Si en Gracias por fumar , Reitman bailaba descalzo sobre el filo de la incorrección política con la sana intención de dinamitar prejuicios y convenciones, aquí su joven protagonista, su inmaduro novio, la pareja que desea al hijo que Juno lleva en sus entrañas, su descarada amiga y todo el entorno que le (de)limita y, al mismo tiempo, define, se aplica con obsesivo afán en derribar algunos totems de la cultura emergente. Diablo Cody, y con ella Juno , muerde los referentes culturales del final del siglo XX, los 90, para revalorizar los símbolos supervivientes de los 70.

Juno se sirve del disfraz del cine de instituto para forjar una lúcida lección sobre la procreación y la maternidad, la madurez y el compromiso. Con una Ellen Page que aparenta 16 años -tiene 21- en lo que es una encarnación irreprochable, Juno alterna la broma frívola con el apunte hondo. Una mezcla de rocosa ingravidez que funde en el mismo personaje actitudes contrapuestas. De esa dualidad, obtiene Jason lo mejor del filme. Se mete hasta el cuello en un tema resbaladizo como el aborto y la donación, el instinto materno y la capacidad de engendrar un hijo. Y lo hace con la confianza de que dos jóvenes de alto valor están a su lado: Diablo Cody y Ellen Page. Dos mujeres de dinamita para un nuevo milenio en el que el género masculino rezuma estupor. En Juno abundan las mujeres fuertes, generosas e independientes. Frente a ellas, ellos están ensimismados y/o son inmaduros. Si el filme tiene razón, el futuro será distinto.

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Al servicio de los actores

viernes, 8 de febrero de 2008 Sin comentarios

Director: Rob Reiner. Guión: Justin Zackham. Intérpretes: Jack Nicholson, Morgan Freeman, Sean Hayes, Rob Morrow, Beverly Todd, Alfonso Freeman, Rowena King. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 97 minutos.

Familiarmente to kick the bucket significa algo así como estirar la pata. De manera que Bucket list , título original de lo que entre nosotros se titula Ahora o nunca , vendría a ser la relación de cosas que uno desearía hacer antes de morir. Una vieja idea. No hace muchos años, Isabel Coixet la utilizó para dar pretexto argumental a su emotiva Mi vida sin mí . Y como ella, Rob Reiner (La princesa prometida , Cuando Harry encontró a Sally , Misery , Algunos hombres buenos ) se adentra en el territorio de la gran herida emocional para regatear a la muerte a golpe de humor sutil y con un par de sujetos bondadosos en extremo.

Pero nada de lo que se diga tendría sentido sin acudir a sus dos principales protagonistas: Morgan Freeman y Jack Nicholson. En realidad, lo que permanece tras la visión de Ahora o nunca es la certeza de que el filme es el vehículo para que ambos actores (los dos nacidos en 1937) tuvieran la ocasión de trabajar por primera vez juntos.

En esta percepción metafílmica se proyectan, además, algunos rasgos que emanan de la biografía personal de los actores, para empapar el perfil de sus personajes. Freeman fue mecánico, como mecánico es su personaje en el filme y Jack Nicholson, con tres Oscar en su haber y una carrera extraordinaria, bien puede llevar una vida como la que se pega su personaje. Por lo demás, Reiner se complace en confrontar sus dos estilos interpretativos. Es decir, hace que sus personajes se adecuen a lo que de los actores se espera.

Por eso su argumento es lo más vulnerable. En una habitación de hospital, en la planta oncológica, coinciden dos pacientes en fase terminal. Uno es un multimillonario dueño incluso del citado recinto sanitario. El otro, un buen mecánico todavía en activo que ha criado a una familia arquetípica. Mientras esperan sus fatales diagnósticos nace entre ambos algo así como una extraña amistad al estilo de lo que Billy Wilder cultivó a lo largo de su vida.

Reiner, infinitamente menos ácido, dosifica a sus gruñones con toneladas de positivismo, se pega un periplo por medio mundo y da un recital de cómo morir con dignidad. Un cuento ejemplar al servicio de dos actores geniales que aquí se pasean intercambiando autocomplacencia, carisma y talento.

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Crónica de un viaje hacia sí mismo

viernes, 1 de febrero de 2008 Sin comentarios

Dirección: Sean Penn. Intérpretes: Emile Hirsch, Marcia Gay Harden, William Hurt, Jena Malone, Catherine Keener, Hal Holbrook, Kristen Stewart, Vince Vaughn. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 140 minutos.

Cuando el filme ha concluido, cuando la historia se cierra sobre sí misma, Sean Penn realiza su último quiebro como narrador. Hasta ese instante, hemos asistido a dos horas ensimismadas levantadas en torno a un protagonismo omnipresente: el del personaje que encarna Emile Hirsch. Se trata de dos horas largas durante las cuales Hirsch se vacía en su deseo de no traicionar al personaje que encarna: Christopher McCandless. Pero, ¿quién es Christopher McCandless y por qué ha merecido ese descomunal esfuerzo de compromiso y rigor tanto por parte del actor que lo encarna como del director que ha reconstruido de manera literal su odisea? Tras ver el cuarto largometraje dirigido por Sean Penn, la conclusión es sencilla: nadie. Christopher McCandless fue un nadie, o sea, una persona sin personaje, lo que le convierte en un sujeto anónimo y, por lo tanto, en un emblema simbólico; porque al ser nadie, representa a muchos, a todos, a cualquiera.

Por ejemplo, se constituye como un icono de inequívoco sabor norteamericano: el del personaje errante que recorre el mundo para fundirse con la naturaleza. ¿No es ésa la llamada que forjó los sueños de la conquista del Oeste? En ese sentido, McCandless aparece como un lector tardío de Jack Kerouac, un hippie anacrónico sin marihuana y/o un vagabundo sin derrota ni heridas que soñaba con encontrar en Alaska el sentido de la existencia.

Ante la dimensión contrahecha de su personaje, Penn no acierta a diagnosticar su razón última. Su acercamiento muestra titubeos. Así, la historia nos es contada desde distintos puntos de vista la hermana, él mismo… sin que al final esos apuntes puedan converger en una figura sólida.

Pero no era eso lo que queríamos decir al comienzo. Sino más bien señalar que esa última foto con la que concluye el filme es la única imagen que se nos muestra del Christopher real. Esa fotografía fue la que captó la atención de Sean Penn hasta obsesionarle con la tarea de contar su historia. De manera que con ese gesto conclusivo, introducir en el desenlace de su película la imagen que la impulsó, Penn se adentra en el definitivo enigma ante el que todo cineasta suele claudicar. Ni las penalidades sufridas durante el rodaje, ni los peligros del paisaje salvaje, ni los veinte kilos perdidos por Hirsch para dar verosimilitud a su encarnación pueden competir con la llama interior que ilumina el rostro del verdadero Christopher. Ese brillo captado en su mirada frontal a la cámara, o sea a nosotros, sabedores de su desenlace, como Penn, hace más inquietante el contraste; la distancia entre lo real y lo que lo representa. En esa imagen percibimos qué fue lo que atrapó a un heterodoxo con agallas como Sean Penn. Lo mismo que certifica el fracaso de su intento. Pero digámoslo sin tapujos. Su filme posee dignidad, rezuma honestidad y talento, está lleno de imágenes solventes. Además, en el itinerario de su protagonista, abundan retratos de sujetos de enorme grandeza.

Sean Penn, con la excusa de palpar la deriva de su aventurero, retrata una América olvidada por los mass media. Ese puñado de ciudadanos periféricos, hippies que han sobrevivido al certificado de defunción del movimiento, ancianos solitarios que todavía son capaces de jugarse la vida y outsiders que no pierden la dignidad cuando ingresan en una prisión, conforman el paisanaje de esta exaltada mirada a la vida rural, a la que nada sabe del poder del mundo porque ignora incluso que haya otros mundos más allá de sus fronteras. Y mostrar eso se convierte en el fundamento real de esta película.

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El espíritu de la viñeta

viernes, 1 de febrero de 2008 Sin comentarios

Mortadelo y Filemón son algo así como el mínimo común denominador de un país cuyo himno nacional no tiene texto porque nadie consigue ponerse de acuerdo con la letra. Pero esa divergencia social, geográfica y política incapaz de sentar bases comunes sobre casi nada desaparece al hablar de Mortadelo y Filemón. El hecho de que los personajes de Ibáñez lleven medio siglo acompañando a padres e hijos es un síntoma de que nadie como ellos puede tender ese espacio de entendimiento común. Cinco décadas y todos de acuerdo. Hay una aclamada unanimidad: son divertidos, ingeniosos, provocan sonrisas y en esos pequeños recovecos que sostienen sus viñetas, Ibáñez ha ido sembrando una especie de caricatura de nuestra historia. Quizás no se reflejan todos en la Constitución, pero todos crecimos con las páginas de Mortadelo y Filemón.

Si Hollywood exprime las estanterías de la Marvel y Francia manosea las aventuras de Astérix, era cuestión de tiempo que Mortadelo se hiciera de carne y hueso. Y eso ocurrió hace cinco años.

La mayor y sustancial diferencia entre lo que hizo Javier Fesser y lo que hace ahora Miguel Bardem se percibe a primera vista. Fesser creyó que lo fundamental era que los actores se fundieran con sus referentes dibujados. Buscó en la forma y se olvidó del fundamento. La primera entrega de Mortadelo fue un desastre de calidad y un negocio redondo. Rompetechos parecía un ultraderechista sin gracia; Ofelia, una comehombres sin ternura; y Mortadelo, un lelo sin alma. Demasiados sin para sostener su película.

Bardem ha aprendido del error estratégico de quien le antecedió. Por eso su primer movimiento fue colocar en el papel de Mortadelo a un actor con recursos. Ésa es la prueba de que apuesta por el espíritu de los personajes, lo que le lleva a desembocar en una obviedad: su público natural habita en la infancia. Los demás fans de Mortadelo o son adultos nostálgicos o niños con canas. Pese a tener unos personajes más fieles al mundo de Ibáñez, Bardem no logra insuflarles vida. Olvida lo que Ibáñez lleva años enseñando: no es lo mismo sencillez que simpleza.

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Los delirios de la ira

viernes, 1 de febrero de 2008 Sin comentarios

Con un mal gesto se precipita la pesadilla que sufre en primer plano el infeliz protagonista de esta película. Como una cerilla que prende un polvorín, Tzahi Grad construye un cuento terrible y pedagógico sobre los peligros de la ira, la mala educación y la violencia. Lo mejor de este filme de pabellón israelí es que evita los lugares comunes ya visitados por otros muchos títulos. Sabe evitar el discurso político y/o religioso sin dejar por ello de alumbrar el verdadero germen de la violencia. Con la lucidez del costumbrismo cínico del Berlanga de los años 50 y 60 y el vitriolo manierista y pre postmoderno del Sergio Leone de los 70, Tzahi Grad pone en escena la vieja creencia de que el mejor antídoto para superar un complejo es verbalizarlo y reírse de él. En ese sentido, su retrato es demoledor.

Lejos de los pírricos esfuerzos de equidistancia que han asumido otros cineastas, el equipo de Mal gesto radiografía con retortijones de desesperación la sociedad civil israelí. Aquí la amenaza no se esconde en los burkas del terrorismo fundamentalista. Con ellos, se permite Grad una broma macabra cuando lleva al hombre ridículo, padre de familia desocupado y sin autoestima a un desopilante trato. Vende banderas judías a los palestinos a cambio de armas, para que éstos las quemen en sus manifestaciones contra Israel.

Sin un átomo de gratuidad, Mal gesto no desaprovecha su análisis sobre la enfermedad social que aqueja a la sociedad israelí y quizá a todo Occidente. La conclusión es demoledora. Este paciente que se protege con murallas y bombas del enemigo palestino vive en su interior un desmoronamiento ético y político preocupante. Con humor emponzoñado y brotes de violencia psicótica, el infeliz protagonista de Mal gesto recorre una peligrosa escala hacia la venganza propia de Park Chan-wook.

Deseoso de mostrar cierta dignidad ante un evidente abuso de fuerza y violencia, el filme mueve los engranajes de la frustración social, el miedo y la corrupción. Con ellos se sustenta un infierno sin salida. Angustiosa, corrosiva, brillante y, finalmente, excesiva hasta el desconcierto, su negro humor es de los que no se olvidan.

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SOS América: herida sin sangre

viernes, 18 de enero de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Paul Haggis. Intérpretes: Tommy Lee Jones, Charlize Theron, Frances Fisher, Susan Sarandon, James Franco, Jonathan Tucker. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 121 minutos.

Como La caja de música, de Costa Gavras, la última película de Paul Haggis construye su relato sobre el progresivo proceso de arrojar luz sobre una zona a oscuras. En la película protagonizada por Jessica Lange, hija de un ex nazi, su personaje sufría un impacto desgarrador al enfrentarse a una pregunta: ¿conocemos de verdad a nuestro padre?

Tenemos memoria de nuestros padres, pero sólo sabemos de ellos cuando éstos han cumplido largamente los 20, los 30 e incluso los 40 años. Antes de eso, no sabemos de ellos sino lo que se nos cuenta. Y sin embargo, parece razonable creer que lo que somos, nuestra esencialidad, se inscribe en esos años en los que todavía no pueden conocernos nuestros hijos. En En el valle de Elah , Haggis da la vuelta a esa cuestión e invierte los términos. Aquí lo que nos interroga es: ¿conoce de verdad un padre a un hijo, pese a que conviva con él desde su mismo nacimiento?

Aunque los términos son muy diferentes, la zona de sombra en la que se esconde ese otro, el hijo, resulta aterradora. No obstante, Haggis, convertido en uno de los grandes guionistas del nuevo milenio tras sus trabajos con Eastwood (Million Dollar Baby , Cartas desde Iwo Jima ) y aclamado como un cineasta hondo a partir de Crash , no se conforma con una única pregunta.

Elah fue el territorio en el que el pequeño David tumbó, armado con una honda, al gigantesco Goliath. Y éste, como buena parte de los pasajes de la Biblia, rasga la piel de aquellos que incurren en lecturas simplistas. También el filme de Haggis y su metáfora con la bandera norteamericana puede sembrar el desconcierto. ¿Es Haggis un patriota? Seguro, pero no más que el Robert Redford de Leones por corderos o que el John Ford de los mejores westerns. Lo que invalida parcialmente su segundo largometraje como director ya se atisbaba en Crash : la incomodidad que provoca en algunos espectadores esa calculada ambigüedad del que no acaba de delimitar el territorio de las responsabilidades. ¿Demasiado listo? Tal vez.

Haggis utiliza como estructura los modos del thriller. Una pesquisa policial hace que un militar veterano se ocupe él mismo de investigar dónde está su hijo, recién llegado del frente de Irak, y qué le ha pasado. En ese descubrimiento de la verdad, Haggis desvelará la vulnerabilidad del padre y con él la del sistema de valores, del Ejército USA al que como un nuevo Abraham ha entregado a sus dos hijos.

Paradójicamente, el Haggis guionista aparece aquí como más frágil que el Haggis director. Sus mayores grietas son profundas porque nacen de la espina dorsal de un guión excesivamente rígido y abonado al artificio narrativo utilizado: las imágenes grabadas en un teléfono móvil que ayudan a descubrir la verdad. Suministradas en un goteo artificial porque el tempo fílmico lo requiere, ese procedimiento lastra el verosímil tanto como la enorme soledad en la que Haggis deja a Lee Jones pese a contar con un brillante reparto.

Al lado del relato familiar, Haggis plantea una reflexión amarga sobre el callejón sin salida en el que la Administración Bush se (nos) ha metido. Y al mismo tiempo, como el Tavernier de Capitán Conan , desnuda a los monstruos que engendra la violencia. Esos monstruos necesarios de la guerra son los heridos sin sangre que Haggis emplea como el último argumento para detener la maquinaria bélica de los EEUU. Esa agria reflexión recorre este valle en el que queda en el aire si el David del siglo XXI, psicotizado por tanta sangre derramada, camina ya hacia su propia autodestrucción ciego de ira, frustración y miedo.

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Sin rimas, adornos ni adjetivos

viernes, 18 de enero de 2008 Sin comentarios

Dirección: Joe Wright. Guión : Christopher Hampton, a partir de la novela de Ian McEwan. Intérpretes: Keira Knightley, James McAvoy, Romola Garai, Saoirse Ronan, Brenda Blethyn, Vanessa Redgrave. Nacionalidad: EEUU, Gran Bretaña. 2007. Duración: 123 minutos.

Si en lugar de emborracharse de autoría Joe Wright hubiera leído su propio filme hablaríamos de una de las mejores películas románticas de la década. Por dos veces, en el último tramo de la película, se repite un imperativo sobre cómo se debe contar esta historia: sin rimas ni adornos ni adjetivos. Y así debía haber sido, porque en el interior de la novela de Ian McEwan duerme una exaltada y sugerente reflexión sobre el amor y el desengaño, sobre el despecho, la mentira y la pasión. Sin embargo, el Wright que sacó petróleo donde apenas había alquitrán con Orgullo y prejuicio , se empeña ahora en demostrar cuando con tan solo mostrar hubiera sido suficiente.

Como narrador Wright olvida el primer mandamiento: ponerse al servicio de la historia. No lo hace y usa el relato para embriagarse de poder. Estructurada en dos partes y un epílogo, Expiación arranca con disfraz de época y resabios del siglo XXI. Los tiempos se superponen, la música diegética se entrelaza con la no diegética y todo rezuma arabesco y juego, manierismo y autoría. Y no está mal. Y hasta brilla. Es entonces cuando Wright apunta un puñado de ideas sugerentes.

Los ruidos de la máquina de escribir, esa máquina que escribe la historia, cogen ritmo y devienen en música y los personajes se ordenan como un retablo para, en medio de la quietud, rasgar la contención con relámpagos de sensualidad que caldean la atmósfera. Todo va bien en ese triángulo de la niña encaprichada, la hermana enamorada y el hijo del servicio convertido en objeto de deseo que a su vez ama y desea.

Pero en la segunda parte, la del calvario y la guerra, el filme se ancla en la más hueca de las solemnidades. Entonces Wright acude a erráticos planos-secuencia que pretenden fundir la liturgia de Angelopoulos con el vigor de Scorsese. Tanta ambición hace que se olvide del núcleo de lo que debía relatar. Sin emoción no se roza el dolor que sacude a sus personajes y todo se pierde en playas infinitas, norias apocalípticas y cientos de extras congelados en una artificio lleno de rimas, adornos y adjetivos. Wright se traiciona y, sin intimismo, nada queda. Salvo, eso sí, una Redgrave inmensa.

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Filósofas en un salón de belleza

viernes, 18 de enero de 2008 Sin comentarios

Dirección: Nadine Labaki. Guión : Nadine Labaki, Jihad Hojeily y Rodney Al Haddad. Intérpretes: Nadine Labaki, Yasmine Al Masri, Joanna Moukarzel, Gisèle Aouad, Adel Karam. Nacionalidad: Francia, Líbano. 2007 Duración: 96 minutos.

La fórmula de Caramel se fragua con una mezcla equilibrada de azúcar, limón y agua. Y si estos tres ingredientes se unen en, según se cuenta en este filme, el proceso depilatorio más popular de Beirut, algo parecido acontece con su contenido; que da a luz a un filme extraordinariamente popular a golpe de mucha dulzura, alguna gota de acidez y agua fresca y transparente porque aquí no hay pretensiones de formular nada que no sea pasar un buen rato con una simpática película. Si los soldados de La chaqueta metálica habían nacido para matar, las peluqueras de Caramel han sido alumbradas para gustar. En el pasado festival de San Sebastián se alzó con los dos premios anónimos, los que concede el Público y la Juventud. Es decir, los premios de aquéllos que no son espectadores profesionales ni profesionales del (neg)ocio cinematográfico. Cabría inquietarse ante esa confluencia, pero en tiempos de sospechosas unanimidades públicas e infinitas divergencias privadas ya nada asombra.

Si en Caramel se aglutinan las vidas de media docena de mujeres, hay un nombre propio por encima del de todas: Nadine Labaki. Directora, guionista y actriz principal, Labaki se ha convertido de golpe en todo un icono de la cinematografía libanesa. De manera que, sin poder evitar ese aire de cineasta bienintencionada que cultiva una serie de arquetipos previsibles y planos, Nadine Labaki da lo mejor de sí misma a fuerza de la ligereza narrativa y el ritmo.

Con su voluntad pedagógica y sus concesiones al público -especialmente al femenino-, Caramel no desaprovecha la oportunidad de desgranar un rosario de pequeñas perlas costumbristas que no por sabidas dejan de tener sentido. En esa falta de pretensiones se asoma su mejor virtud. Una esforzada sencillez que descansa feliz en las buenas interpretaciones de sus actrices. Ellas, con Nadine Labaki a la cabeza, dan sentido a esta comedia que habla de mujeres de edades, religiones, suertes y querencias sexuales diferentes a las que les une el pegajoso olor de un salón de belleza. Una especie de lo mejor de Princesas, de León de Aranoa: las conversaciones de peluquería, sin lecciones morales sobre la prostitución y los políticos.

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Los Beatles, el pretexto; los años 60, el contexto…

viernes, 11 de enero de 2008 Sin comentarios

Dirección: Julie Taymor. Intérpretes: Evan Rachel Wood, Jim Sturgess, Joe Anderson, Dana Fuchs, Martin Luther McCoy, T.V. Carpio, Bono, Eddie Izzard. Nacionalidad: EEUU, 2007. Duración: 131 minutos.

EN una memorable secuencia de Ed Wood , Tim Burton unía en el mismo café, en la soledad del fracaso, a dos cineastas. La escena era más o menos así: uno era el personaje que da título a la película; el otro, Orson Welles. El primero, considerado el peor director del mundo, al ver cariacontecido al autor de Ciudadano Kane, le daba muestras de admiración y afecto. Luego, en un gesto de solidaridad, le hacía saber que los dos estaban en la misma situación porque, le decía, «el mundo no (nos) entiende a los genios».

Es cierto. La gente no acepta a quienes deciden ir más lejos ni a los iluminados capaces de jugárselo todo aun a sabiendas de que al final sólo les aguarda el rechazo. La única cuestión, un matiz decisivo, es que además de convicciones y trabajo, para ser genio hace falta talento. Ésa era la reflexión que hacía Burton y ésa es la pregunta que surge inevitable ante un filme como Across the Universe . ¿Hay algo ahí?

Si se parte de la creencia de que un delirio honesto es preferible a una nadería comercial o una impostura académica disfrazada de calidad, Across the Universe comienza con varios puntos de ventaja. Estamos ante el exceso extremo, una especie de surrealismo absurdo henchido de psicodelia nostálgica.

Su realizadora colecciona antipatías y enemistades. Sus dos obras anteriores, Titus y Frida , dan fe de ello. Y Across the Universe rubrica su capacidad para salirse con la suya. Desde su rodaje hasta ahora han pasado dos largos años de tensiones entre ella y la productora. Los 131 minutos de metraje muestran quién se ha salido con la suya. Y la suya alberga una larga reescritura romántica de los años 60.

Este Universo edifica una alelada mirada al movimiento hippy, saquea y mancilla los iconos de la música pop-rock, brinda por los desvaríos de Ken Russell y roba las coreografías del tiempo de las rock-óperas. Para sustentar tanto despropósito, Julie Taymor se inventa una love story entre un marino británico y una rubia pija americana. Su relación posee la dureza de la gominola y la profundidad de un pirulí, pero… Sin noticias de Welles, nos damos de bruces con una versión femenina de Ed Wood. Y eso, si el espectador pone algo de su parte, puede convertirse en una experiencia psicotrónica. Es cierto que para gozar plenamente de sus atrevimientos es necesaria una cierta edad -haber vivido o haber leído mucho sobre los años 60- y no ser un talibán del legado de Lennon y compañía. Por cierto, no se ha dicho, pero la argamasa que da cohesión a esta bomba japonesa la suministran 34 canciones de The Beatles y ellas son un buen pretexto para arriesgarse a vivir esta experiencia. Esas 34 canciones engarzan un filme de pensamiento débil e irritante, pero de soluciones formales desopilantes. Algunas coreografías merecen pasar a la historia como objeto de culto. Hay tres que debieran ser vendidas a la salida.

Más discutible aunque risible por la desfachatez es la humorada de unir -sin decir pero con insinuaciones propias del Gila de «Alguien ha matado a alguien»- a Jimmy Hendrix y a Janis Joplin en un romance. Tal vez sea aquí donde se encierra la clave del sueño de Taymor: el deseo de modificar lo que de verdad pasó. En consecuencia, Across the Universe no hace sino reinventarse la (contra)cultura en la que Taymor vivió, y tal vez temió, su adolescencia. Basta con mirar la foto de abajo para entender que esa Prudence de ojos rasgados y vocación de Campanilla se dedica a mirar lo que le resulta inalcanzable mientras espera a Peter Pan como Julie Taymor espera lo que Ed Wood esperaba: ¿la genialidad?

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