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El carnaval electoral

miércoles, 5 de marzo de 2008

Lo de estas elecciones va a ser demasiado. Se veía venir. Es posible que la campaña electoral tenga algo de mascarada, demasiado, pero es mucho lo que está en juego. Creíamos tener una democracia duradera y estable, pero no es así. Si esta derecha -la de los obispos- gana las elecciones, más de uno va a tener que volver a meterse en el armario. Lo cierto es que hay una España agnóstica y cañí que es tan perpetua como la otra, la litúrgica y eterna. Y si gana la España nacionalcatólica -de la que el PP espera obtener mucho beneficio espiritual y mucha autoridad para seguir mandando en nombre de todos- esa, no lo duden, ha de helarnos el corazón, con garantía lírica de Antonio Machado incluida.

Quizá convenga insistir en lo obvio. El trabajo asalariado no constituye una situación natural -apenas tiene doscientos años- sino que se trata del resultado de un complejo proceso histórico. Lejos de producirse como resultado de una búsqueda de eficiencia social en la que todos los individuos participaron en pie de igualdad, fue producto de turbulentos cambios sociales, amargas páginas de nuestra historia, en las que los más fuertes lograron imponer sus intereses al conjunto de la sociedad y consolidar en su favor las instituciones que mejor defienden sus intereses. Esto es la derecha y su secular brazo religioso. La asalarización, lejos de tratarse de un proceso voluntario, estuvo dominada por fuerzas externas a las personas afectadas. La historia es, al fin y al cabo, el proceso violento de conversión de la propiedad comunal de los recursos naturales y los medios de producción en la propiedad privada de unos pocos privilegiados. Y los propietarios no buscan otra cosa que la diferencia entre el salario pagado y el producto que se obtiene de la actividad productiva sea la mayor posible. Esto es: enriquecerse. La actividad productiva no se desarrolla sobre el criterio de la satisfacción de las necesidades generales de la sociedad, sino según satisfaga o no los objetivos de rentabilidad de los empresarios. Como consecuencia, este abigarrado entramado capitalista ha convertido a la sociedad en una selva compleja e insolidaria. Hasta tal punto que el desarrollo económico ha generado un crecimiento imparable de bienes que ha proporcionado inmensas fortunas y dramáticas desigualdades. Este desarrollo ha crecido siguiendo una curva matemática exponencial, fácil de visualizar, pero difícil de comprender y justificar racionalmente, pues ha ido invariablemente en detrimento de la justicia y la cohesión social.

Y claro, con los ocho millones de pobres que existen en este país, los obispos andan un poco desorientados y prefieren mirar para otro lado, pidiendo, pese a ello, el voto para el PP. Claro está que la Iglesia está en crisis de renovación o de subsistencia, o de ambas cosas. Ahora, los valores cristianos, lejos de favorecer a los pobres, son utilizados para ennoblecer, por ejemplo, la crispación y la confrontación social o para satanizar el intento de negociación con ETA, cosa que, por cierto, han hecho todos los gobiernos de España. Lamentablemente, los valores de nuestra cristiandad hacen agua por todas partes, mayormente por la España de la derecha.

Lo peligroso de todo esto es que el desánimo -esa desesperanza remota y enmohecida que aflige y erosiona a los que han sido señalados como desfavorecidos, ese fastidio desde el alba al anochecer, ese desaliento cotidiano y perspicuo de los que han sido excluidos de los garbanzos y del chamizo de ladrillo- se propague. Me refiero a que ese ingente guarismo de personas, que han sido derrotadas por una sociedad cruelmente injusta, no acuda a votar. Toda esa buena gente, que avanza por el nuevo milenio con la incertidumbre de quien vislumbra que la injusticia social puede alcanzar cotas jamás conocidas, no debe permanecer escéptica. Debe acudir a las urnas a votar, y a votar a una opción progresista, es decir a ZP, pues de sus políticas sociales depende la expansión de su maltrecha esperanza.

Los desfavorecidos -como se dice ahora con espantosa retórica- esto es, los obreros, jóvenes sin techo, desempleados, pobres de solemnidad, escritores sin editor, poetas sin rima, escultores sin cincel, divorciados, homosexuales, mujeres que no pueden ejercer su derecho a interrumpir su embarazo, enajenados, los que aspiran a una muerte digna e indolora, habitantes todos ellos de la calle, no deben abrumarse con los sermones casándricos e inmisericordes de la derecha. Por el contrario, esa ciudadanía combativa, ese clásico de la protesta y reivindicación, que es consciente de que los pueblos sólo crecen al amparo de la izquierda democrática, debe movilizarse y acudir a las urnas. De esos herejes doloridos está habitado este país, y de que vuelvan -como pueblo- a la calle, con sus imprevistos brotes de entusiasmo, depende que la derecha siga en la oposición.

En fin, el sábado, naciendo marzo extrañamente templado, el carnaval electoral se ha desnudado de idiomas y se ha dado de bruces con la fragilidad humana. El futuro, estremecido, se ha trocado en nostalgia del pasado, en una afanosa tentativa de recuperar a Carlos Chivite, el candidato perspicaz y tranquilo que anota junto a su sonrisa la palabra comprometida con los desfavorecidos. Hasta pronto, Carlos.

POR FABRICIO DE POTESTAD
(*) Ex concejal de Sanidad del Ayuntamiento de Pamplona

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