Malas costumbres

ES revelador el escaso consumo televisivo que se produce en los meses veraniegos. Seguramente la explicación estará relacionada con que la televisión tiene algo de impositivo. Una mala costumbre como la de tumbarse en el sofá en lugar de ir de paseo o preferir todas las noches alguna cena que suba nuestro colesterol en lugar de la dieta mediterránea. Datos que indican que el consumidor medio, ese que le regala a la tele cuatro horas de su tiempo al día, no lo hace apenas descubre otras alternativas que están muy relacionadas con el ocio, la aventura y la lectura. La visión de la televisión está relacionada con el encerramiento frente a otras actividades más abiertas. Nuestro salón se convierte en muchas ocasiones en una cárcel con una única ventana al mundo, que es la caja tonta. Cada año, cuando llegan estas fechas y se produce este descenso, la pregunta lógica es si se recuperará la audiencia o ésta quedará atrapada en otras formas de ocio menos aislantes. El otro día hablábamos desde esta columna del programa Libertad vigilada, un programa en el que seis chicos y seis chicas se metían, a papo de rey, en un hotel. Sin que ellos lo sepan, todos sus actos eran vigilados por su propios padres y, desde luego, por la audiencia. Más de lo mismo, o sea. Lo peor de todo esto es que, no conformes con las horas de emisión del programa, nos ofrecen por la noche un resumen de lo acontecido durante el día. Vamos, que nos hacen un programa a las cuatro de la tarde que iguala en importancia al informativo que unos minutos antes han presentado los discípulos de Matías Prats. Ahí está la clave. Mientras el mundo veraniego ofrece mil alternativas, la televisión actual decide meter al mundo en un hotel, hacer sobre ellos los informativos y convertirnos, de paso, en simples mirones de pacotilla.

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