Corazón quemado

TRES días después de la emisión del programa sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco, El día que me mataron, el aire del salón sigue corrompido. Fue una experiencia fuerte y a sus creadores hay que darles la enhorabuena por atreverse con un tema cuyo recuerdo escuece. La experiencia de verlo también, porque se trata de un acto que provoca unas extrañas sensaciones de dolor y vergüenza. Rabia e impotencia ante el recuerdo de aquel asesinato irreparable pero, al mismo tiempo, estupor por la utilización sin miramientos de los sentimientos como material televisivo. Quien fue testigo el pasado día 11 del documental sobre la muerte de Blanco, desde luego no quedó indiferente. Por un lado el trabajo consiguió abrir heridas. Unas porque cerraron en falso y, otras, porque se producen por autolesiones. Para unos, el programa es un ejemplo de lo que la televisión puede ser: un medio que utilice la realidad por muy violenta que sea para trabajar con ella. El hecho de que todos conociéramos el final fatal daba unas posibilidades narrativas al creador que podía jugar con el desasosiego del espectador, bien por el recuerdo tan terrible como por la necesidad por parte de algunos de hacer que este asesinato sea un muro infranqueable o un punto sin retorno. Días después de la emisión de este película es mejor que corra un poco el aire. La dramatización es un recurso ajeno al periodismo y que hay que manejar con mucho cuidado en el documental. Tuvieron el mérito de utilizar el género en todas sus consecuencias y, sin embargo, ése es su mayor fracaso. Utilizaron todos los recursos para abrasar los corazones y se olvidaron de proteger los suyos. Quizás sea por eso que, después de cuatro días desde que emitieron El día que me mataron, no haya forma de ventilar el salón. Recrearon tanto la realidad que se acabaron achicharrando ellos mismos y ese olor no hay manera de sacarlo fuera.

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