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Demasiado ruido para decir nada

viernes, 22 de mayo de 2009 Dejar un comentario Ir a comentarios

Dirección: Ron Howard. Intérpretes: Tom Hanks, Ewan McGregor, Ayelet Zurer , Stellan Skarsgård, Pierfrancesco Favino, Nikolaj Lie Kaas y Armin Mueller-Stahl. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 138 minutos.

Roma fue la ciudad más amada por Sigmund Freud. Veía en sus ruinas, en ese reposo simbólico que cultiva lo que se resiste al cáncer de la Historia, la clave decisiva para entender la naturaleza del psicoanálisis. Esa Roma, llave a la interpretación de los sueños y manifiesto sobre el poder del subconsciente, sirvió para que Dan Brown, el vástago mayor de una organista y un profesor de matemáticas, ambientara su segunda novela, Ángeles y demonios . De la primera, La fortaleza digital , cuya acción acontece entre EEUU y España, no vendió nada. Pero la cuarta, El Código Da Vinci , la sublimación del best seller , significó para él la madre de todas las loterías.

Resulta sorprendente la sencillez de las recetas con las que se levantan estas novelas millonarias. Por ejemplo, Arturo Pérez Reverte, se sirve del oficio del reportero que fue con los ecos de las novelas ilustradas que de niño leía. De eso, y de una altanería que mezcla el cinismo de un bucanero de puerto deportivo con la insolencia del resabiado de la clase. En el caso de Dan Brown, aunque él no lo diga en voz alta, hay mucho del autor de El malestar en la cultura . En ese sentido, en la fórmula Brown se percibe el legado de la literatura pulp , esa que el padre de Kill Bill homenajea, una innegable devoción por Conan Doyle y mucho Freud, sobre todo el que desmenuzó al Moisés de Miguel Ángel y se adentró en los pliegues íntimos de Da Vinci y la sombra materna.

Nada singular hasta el momento. A la sombra de Freud, autores como Buñuel y Hitchcock gestaron sus mejores películas. Sin embargo nada hay de ellos en estas incursiones de Ron Howard. Al contrario, todo en El código Da Vinci primero y en Ángeles y demonios ahora, se despeña por el abismo de lo evidente, de lo inane, de la traca. Y podía no haber sido así. Liberado del yugo del respeto a la letra impresa de Brown tras el descomunal éxito de la película dedicada al misterio del cuadro de la Última Cena , Howard, que reubica Ángeles y demonios como una aventura que transcurre después de la de la Mona Lisa , podría haber hecho ¿otra cosa? A la vista de la trama del guión lo tenía difícil. Su argumento inspira lástima.

Y es que resulta grotesco que se levante un artefacto tan alambicado en torno al Arte y la Historia y se sea incapaz de imprimir un poco de sentido común y algo de lógica a los protagonistas del presente. De qué sirve tejer un cordón umbilical entre Galileo y Bernini, una red simbólica que atrapa todas las iglesias de Roma en una venganza enterrada en los sótanos del Vaticano para desnudar el núcleo decisivo de la lucha entre la Fe y la Ciencia, si se es tan inepto que no se sabe escribir una trama policíaca mínimamente sólida. En esta ocasión, además, el escándalo religioso se aminora, se diluye, entre otras cosas porque, al paso que va, el casto personaje de Hanks abrazará la fe católica. Aquí los posibles desaires al Vaticano no apuntan a los símbolos religiosos sino al comportamiento de sus generales. Como en El Padrino III de Coppola, Ángeles y demonios denuncia el asesinato de un Papa, muestra los tejemanejes del cónclave eclesiástico y dibuja un panorama de ancianos purpurados que, en manos más capaces, hubiera provocado escalofríos.

En su lugar todo se reduce a un comienzo fulgurante y a una cámara lanzada a tumba abierta al estilo del Rojo de Kieslowski, para mostrar la creación de la partícula de Dios en el corazón del CERN. Y allí, entre sangre y vacío, fugazmente, se entrevé, en el escenario del origen, en la escena del crimen, una reproducción de la estatua del Moisés de Miguel Ángel. Ante esa presencia sugerente de silencio grave y símbolo hondo, Brown y Howard enmudecen. En lugar de hacer cine y literatura, ponen nada.

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