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Archivo para abril, 2009

La sombra del emperador; después de la tormenta

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Música: Joe Hisaishi. Fotografía: Atsushi Okui. Montaje: Takeshi Seyama. Dirección artística: Noboru Yoshida. Nacionalidad: Japón. 2008. Duración: 100 minutos.

Al repensar las múltiples sensaciones que quedan tras la burbujeante pirotecnia que enciende Ponyo en el acantilado , aterra presentir que se está ante una obra grande de un autor inmenso. ¿Pero qué hace Ponyo en ese acantilado? Muchas cosas. Por ejemplo, reinventarse a Hans Christian Andersen, al poeta fabulador que a su vez supo de Goethe y de E.T.A. Hoffman para fundirlo con la mitología europea inscrita en el Cantar de los Nibelungos .

Hace unos años, el crítico e historiador Stuart Galbraitht dedicó una buena parte de su tiempo a penetrar en los entresijos de la fructífera relación profesional entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune. El resultado de aquel esfuerzo se tituló El emperador y el lobo . Y en tiempo presente, si algún cineasta japonés puede aspirar a suceder al gigantesco Akira, ése se llama Hayao Miyazaki. Pronto cumplirá 70 años, la barba blanca y el pelo cano le dan un aire afable, de abuelo frágil, de hombre bueno. Sin embargo, tras esa vulnerable apariencia hay una obstinada actitud cuyo poder viene de lejos, de cuando una generación que ya despide a sus hijos de casa, vivió y cantó las aventuras Heidi y de Marco . Era el principio. Luego todo alcanzaría alturas magistrales gracias a la furia de Nausica y merced a los bostezos de Totoro .

Es obvio: detrás de Miyazaki sobrevive un imperio. Se llama Ghibli. Significa viento del desierto. Y en verdad es un cálido soplo que ha dado lugar a algunas de las más bellos textos fílmicos de los últimos veinte años. La princesa Mononok e (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004) por ser los últimos han sido los más (re)conocidos, pero hay muchos más y algunos más apreciables aunque se hayan visto menos. Son las joyas de un imperio en el que al lado de Miyazaki sólo permanecen un lobo inseparable, tan viejo como él, llamado Isao Takahata y su propio hijo, Goro Miyazaki, director de la pálida Cuentos de Terramar . La cuestión es que Takahata guarda silencio y Terramar ganó mucho dinero a costa de (de)mostrar que el talento no se hereda tan fácilmente como el patrimonio.

En buena medida, ese errático hacer de su hijo y la huida del hombre fichado para hacer Ponyo , Mamoru Hosoda (La chica que saltó en el tiempo ), forzó a Miyazaki a asumir una gesta propia del Cid, ganar una batalla para la que no estaba llamado. Además, Miyazaki sigue vivo. Y para demostrarlo Ponyo emerge como una soberbia y sencilla lección capaz de recuperar la frescura de su obra fundacional, Mi vecino Totoro . Como en ella, hay esencia de infancia, la que tal vez Hayao conoció mirando a su hijo Goro cuando éste era un niño.

En Ponyo , el viento, siempre tan caro al universo Miyazaki, se funde con el mar y desde el mar surge un maremoto que sólo en su lado más epidérmico recuerda a la Sirenita . En el cuento de Andersen, al final, la hija del mar que soñó con amar a un humano asciende con las hijas del viento hacia el cielo. Esa idea forjaba una feliz síntesis del universo MIyazaki, un universo que en Ponyo da una vuelta de tuerca y lleva a su compositor inseparable, Joe Hisaishi, a medirse con Wagner. Sólo lo verdaderamente grande puede contener los actos más puros y Ponyo los sostiene con todas sus consecuencias. En el homenaje a la figura materna y en su eterna fe en que otro mundo es posible. ¿Cómo lo hace? Desnudo de toda parafernalia digital; armado sólo de línea y color y con el magma fundacional de los relatos primigenios. Así Ponyo cabalga con el secreto de por qué niños, jóvenes y adultos de todo el mundo disfrutan con Ghibli. Porque aquí descansa el aroma del relato simbólico, el que permite forjar sueños para poder soportar la realidad.

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El delirio del vacío

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: James Marsh. Intervenciones: Philippe Petit, Jean-Louis Blondeau, Annie Allix, Jim Moore, Mark Lewis, Jean-François Heckel, Barry Greenhouse, David Foreman y Alan Welner. Nacionalidad: Reino Unido y EEUU. 2008. Duración: 94 minutos.

El 7 de agosto de 1974, seis días antes de cumplir 25 años, Philippe Petit, el último funambulista errante del mayo del 68, se paseó por un cable, a 450 metros de altura, tendido entre las Torres Gemelas de Nueva York. Para entonces, Petit gozaba de una cierta reputación. Además de ser un brillante artista del alambre dotado de un prodigioso sentido del equilibrio, había inventado un personaje en el que la mímica y la prestidigitación adornaban una personalidad provocadora e insolente. No se podía negar, Petit era un hijo de su tiempo y en ese tiempo los hijos corrían muchos riesgos; tantos que ninguna caja de ahorros les daba crédito.

Cuando celebramos 34 años de aquella acción, cuando en el lugar de las Torres Gemelas sobre las que Petit colocó su pasarela a la ¿gloria? sólo queda la huella de una ausencia y el horror/dolor de una masacre, James Marsh rememora como si fuera Atraco perfecto la disparatada empresa de Petit y sus amigos. Echa mano al contrapunto barroco de un Michael Nyman que aquel 1974 daba vida a la Experimental Music: Cage and Beyond.

La cuestión es que a Man on wire le han llovido premios. Merecidos, pero no tanto por lo que muestra sino por lo que sugiere. Sus virtudes no descansan en las declaraciones que atesora sino en las sombras y silencios que esconde. Evidentemente Marsh ha levantado su filme con la complicidad del propio Petit e inspirado por su libro autobiográfico, Alcanzar las nubes . Es decir, Marsh se ha movido por el estrecho margen impuesto por la presencia de Petit y sus compañeros, lo que provoca que su reconstrucción de los hechos se llene de agujeros y ofrezca el roto de alguna incongruencia. Da igual. Al asumir este reto, Marsh ha sabido eludir la tentación de evocar el 11-S, por más que éste nos estremezca, y no se agota en el puro espectáculo. Cierto, el vuelo de Petit conmociona por extraordinario y vertiginoso. Y con él, Marsh acentúa lo inquietante de esa contradicción: hace falta un sólido equilibrio emocional para afrontar un delirio tan disparatado. Así, con ser impresionante lo que las imágenes rescatan, su grandeza reside en la amarga lección sobre el éxito que forja y en esos pliegues oscuros, callados y llorados de quienes lo hicieron posible sin recibir nada.

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El deber y la amistad

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Kevin Macdonald. Intérpretes: Russell Crowe, Ben Affleck, Helen Mirren, Rachel McAdams, Viola Davis, Jason Bateman y Robin Wright Penn. Nacionalidad: EEUU y Reino Unido. 2009. Duración: 132 minutos.

Cuando los títulos de crédito dan cuenta de que La sombra del poder ya ha apagado todas sus luces y con ello la historia ha concluido en el corazón de una rotativa, filmada con la misma fascinación que lo hacia la Warner en los años 40, emergen las dudas: ¿dónde se posiciona ideológicamente este filme?, ¿qué es lo que realmente esconde detrás de ese disfraz de reflexión sobre la prensa y su capacidad de denunciar la corrupción del poder político? y, finalmente, ¿le interesa de verdad desnudar el problema del poder militar y los cuerpos especiales profesionalizados o se trata todo de un simple pretexto?

Reconstruida a partir de una serie de éxito producida por la BBC , Macdonald ha envasado en un formato de dos horas lo que correspondía a seis capítulos convencionales, es decir, ha reducido su duración en más de un 70%. Sin embargo, no parece que sea eso lo que le resta claridad a la trama, puesto que se mueve en el terreno del thriller convencional de los años 90. Todo arranca con un asesinato. Hay un muerto, la víctima buscada, y un herido grave, un ciclista anónimo convertido en testigo de cargo. Hacia el lugar del crimen acude Russell Crowe convertido en un reportero desaliñado, pasado de peso y sobrado de greñas. Un veterano tribulete más listo que el aire que lía al detective de la Policía, al que trata con una superioridad más propia del actor que del personaje que interpreta. Por lo demás, salvo su ubicación en el tiempo presente, todo parece diseñado de modo anacrónico.

El núcleo central de las dudas existenciales que corroen al personaje de Russell Crowe descansa en una única y decisiva cuestión: ¿es lícito mezclar la amistad con el deber? Para sustentar esa incertidumbre, La sombra del poder desarrolla una laberíntica estrategia dedicada a aplicar sospechas caprichosas sobre los personajes en lugar de ahondar en la denuncia política que prometía en su arranque. Epidérmica y banal, la cinta pierde intensidad conforme se adivina su alta hipoteca al servicio del casting . Lo insólito es que sobre ella se hayan insinuado influencias nobles al estilo de Todos los hombres del presidente . No lo crean. Además ni siquiera su buena factura técnica logra mantener a flote un guión huérfano de hondura y talento.

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Paisaje completo en el cuento de una vampira

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Tomas Alfredson. Guión: John Ajvide Lindqvist. Intérpretes: Kåre Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl, Karin Bergquist y Peter Carlberg. Nacionalidad: Suecia. 2009. Duración: 114 minutos

En la nieve, en el mundo frío de la noche larga, el monstruo de Frankenstein deambula perdido en la visión postrera que de él nos dejó para siempre su creadora Mary Shelley. En ese mismo núcleo que quema con puñaladas heladas, Tomas Alfredson, un cineasta sueco hasta hace poco desconocido, ha construido una de esas películas mágicas, inmensas e inclasificables. No se exagera al decir que estamos ante un filme llamado a permanecer en la Historia. Una obra habitada por un virus voraz y eterno que la ha convertido ya en una obra canónica del cine de vampiros. Tantas y tan buenas cosas se dicen de ella, que al escribir sobre sus cualidades, uno teme provocar excesivas expectativas. Ya se sabe, hay públicos perezosos que cuando oyen hablar de las excelencias de un texto artístico, creen que basta con colocarse frente a él para recibir las maravillas que otros relatan. Ignoran que de lo que se trata no es de percibir, ni de comprender, sino de algo parecido a co-escribir.

Barthes hablaba de reescribir y se quejaba del despiadado divorcio entre el fabricante y el usuario del texto. Es decir, del foso, insalvable para muchos, que separa al escritor del lector. Pues bien,Déjame entrar nada podrá hacer (dar) por aquellos que reducen la experiencia fílmica a un examen, a un veredicto, a una nota.

Por el contrario, Déjame entrar mostrará honduras conmovedoras a aquellos re-escribidores capaces de descubrir en este filme medido, sostenido en la sutileza y generoso en la asunción de riesgos, una de las películas más sugerentes, poéticas y desesperadas de los últimos años.

Mereció el premio Méliès a la mejor cinta de cine fantástico europeo del año 2008 y, sin duda, la fantasía determina su territorio. Y como buena parábola fantástica, por sus venas corre sangre de lo real. Lo real en este caso no es sino el dolor de un adolescente acosado por sus compañeros de clase. Ante él, con la sola compañía de un cuchillo, nos es dado vislumbrar el filo abisal de la psicosis. En ese niño ¿acaso no se agolpan otros tantos que un buen día, armados hasta los dientes, revientan en medio de una masacre con la mirada deshecha? Pero el joven protagonista de este filme que algo sabe del sentido del fantastique de Bergman, ¿regatea? esa locura que le sobreviene gracias a una niña vecina, una extraña e inquietante compañera de juegos a la que el frío no le afecta. Y a partir de esa presencia Alfredson se sumerge en un relato de múltiples referencias. Hay romance e ingenuidad, dolor y crimen, angustia y desesperación y sobre todo, soledad, una soledad radical y absoluta puesta de relieve en ese título traducido como una súplica para aliviar la falta de compañía.

El vampirismo, junto a Frankenstein, ha alumbrado algunos de los mejores y más metonímicos relatos del siglo XX. Y en este comienzo del siglo XXI, el subgénero renace. Fructifica en cine pulp de excitación teenager al estilo de Crespúsculo -menos mala de lo que algunos compañeros afirman-, o germina en obras tan sólidas y complejas como la que ahora nos ocupa.

Y en ella, a (re)lectura más pormenorizada más sombras y ambivalencias le suceden. Y en todos los casos, se ve emerger una ambivalente sensación. La de comprobar que el happy end tan solo cultiva una maldición terrible; la de percibir que el joven y sin duda frágil y bello Oskar acabará convertido en un viejo desesperado que tratará de apaciguar la sed de sangre de su eternamente joven compañera. Terrible destino que además encierra una cruel penitencia, saber que será tan solo una cuestión de tiempo el que un amor infantil se transforme en una oscura página de pederastia.

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Los tiempos cambian

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Roberto Santiago. Guión: Javier Gullón y Roberto Santiago. Intérpretes: Fernando Tejero, Malena Alterio, Javier Gutiérrez, Diego Peretti, Javier Mora, Cristina Alcázar, Jorge Monje y Luis Callejo. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 98 minutos.

Hace cuarenta años Luis Buñuel rodó un filme extraño, tal vez el más extraño de cuantos él, el cineasta del surrealismo y la beligerancia, hizo en su vida: La Vía Láctea . El escritor mexicano Carlos Fuentes, una mirada siempre incisiva y siempre empeñada en arrojar luz sobre la obra del cineasta de Calanda, entre otras apreciaciones recordaba dos cuestiones que aquí nos interesan. La primera, que esa película errante sobre dos peregrinos que al hacer el camino de Santiago recorrían el camino de la Historia, de Cristo a Sade, de París a Santiago de Compostela, dejaba atrás el humo del 68 y con él, la constatación de que debajo de los adoquines no había playa. La otra, que el ateo gracias a Dios «tenía un sagrado temor y una sagrada fe en el poder de la imagen». Se decía entonces que Buñuel hizo La Vía Láctea casi a hurtadillas, como una sombra que al recorrer el camino medieval retornaba a casa y con ella a los recuerdos de su infancia. De hecho, en su peregrinar, Buñuel caprichosamente hacía pasar a los peregrinos jacobeos por la Concha donostiarra porque allí él veraneaba de niño con su familia.

Esta digresión para no hablar demasiado de Al final del camino , cumple una única función, la de sugerir al lector un ejercicio apasionante: cruzar ambas películas para enfrentar dos tiempos, dos países, dos conceptos cinematográficos y de ese pulso, obtener el amargo zumo de una conclusión demoledora. Tan demoledora como la paradójica ¿casualidad? de que al mismo tiempo que Buñuel arreglaba cuentas con un Cristo de iconografía sansulpiciana, ya lo saben, de bonita estampa, Teddy Bautista con Los Canarios cantaba a voz en grito Free Yourself . Pues bien, dos veces, dos, se repite ese grito liberador del emperador de la SGAE en Al final del camino . La misma canción, el mismo paisaje pero una aterradora diferencia. La que va de aquel Teddy al de ahora, metonimia de la transformación de un país y símbolo de la decadencia de un cine español que ha elevado al altar del Ministerio de Cultura a la guionista de Mentiras y gordas . ¿Qué se puede decir? En esa deriva, Al final del camino más que enojo provoca una infinita tristeza. Aquí nadie cree en el poder sagrado de la imagen, sino en el sonido de la caja registradora.

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Los obreros también cantan

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Christophe Barratier. Intérpretes: Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder, Pierre Richard, Bernard-Pierre Donnadieu, Maxence Perrin y François Morel. Nacionalidad: Francia, Alemania y República Checa. 2008. Duración: 105 minutos

Músico antes que cineasta, Christophe Barratier, aplaudido director de Los chicos del coro , repite en París, París la misma fórmula como si el éxito respetase alguna fórmula durante mucho tiempo. Lo (pre)sienten algunos directores que alcanzaron un desproporcionado respaldo con una primera película: los principios demasiado dulces garantizan amargos despertares. De acuerdo con ese principio Barratier forja su París, París desde una descomunal falta de atrevimiento. Sus leves cambios en una partitura que repite las mismas notas, malgasta la que era la mejor virtud de su anterior título: la fresca ingenuidad de un relato sazonado de nostalgia y recuerdos.

Pese a jugarse en un ambiente muy diferente, del olor a goma de borrar de un orfanato al olor a terciopelo rancio de un viejo teatro, Barratier pone en manos de Gérard Jugnot el timón de este proyecto en el que Jugnot pronto evidencia quedarse sin espacio. Su personaje se percibe más como agradecimiento a su hacer en Los chicos del coro que como necesario en una historia en la que brilla de manera rotunda Nora Arnezeder, la verdadera estrella en un musical acometido por aficionados . Ella sostiene lo mejor del filme, sin ella, apenas queda nada.

Si en Los chicos del coro , Barratier entonaba un canto feliz al salvífico magisterio del buen tutor, aquí el protagonismo se diluye en un reparto coral que heroifica los desaforados intentos de un grupo de aventureros del mundo del espectáculo para salvar del cierre un viejo teatro. El contexto histórico de la Francia del Frente Popular marca el devenir de un proceso agitado por los enfrentamientos sociales y políticos. Pero Barratier no es un cronista de la historia sino un fabulador con querencias por el melodrama y el exceso. No le interesa hurgar en la verdad sino solazarse en la fábula, pero ésta carece de una línea argumental robusta. En su defecto, su artefacto narrativo se debate entre las diferentes tensiones, tensiones que lo resquebrajan. Demasiado cartón piedra, demasiado masaje emocional, demasiada trama y subtrama y demasiado localismo francés de acordeón y arrabal. Pero todo ello, en lugar de sumar, resta y empequeñece, aunque, eso sí, no molesta.

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Rollos, pastillas y estupidez

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Alfonso Albacete y David Menkes.Intérpretes: Mario Casas, Ana de Armas, Yon González, Ana Polvorosa, Marieta Orozco y Hugo Silva. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 105 minutos.

Argumentalmente,Mentiras y gordas parece un pálido calco de la novela finalista del Premio Nadal de 1994 de José Ángel Mañas. Como en aquella historia llevada al cine por Montxo Armendáriz, el nutriente que alimenta su argumento se resuelve en una serie de situaciones terminales llevadas a cabo por un puñado de jóvenes descerebrados. Nada nuevo salvo que cada camada parece ir un poco más allá en su afán autodestructivo a través de un hedonismo hecho de promiscuidad sexual, estímulos tóxicos y cierta violencia masajeada por una banda sonora que permite ubicar cronológicamente cada crónica. ¿Aumentan sus excesos o desciende el pudor de las cámaras que los (des)velan?

Estos retratos al límite de rebeldes sin causa ni sentido suelen funcionar bien en taquilla. A sus coetáneos, especialmente a los que son un poco más jóvenes que sus protagonistas, les atraen estos catálogos de arquetipos para intuir cómo se lo pasan sus hermanos mayores, para imaginar cómo se lo pasarán ellos. De ahí que en estos folletines sin diálogo ni cabeza, la tragedia de algún cadáver sin arrugas se plantee como una especie de lección moral de lo que, por otro lado, poco enseña y menos ejemplifica. Eso sí, su éxito sirve para encender alarmas de preocupación entre sociólogos mediáticos. A mayor escándalo, mejor taquilla. En ese orden de lógica perversa, Albacete y Menkes acaban de apabullar a Los abrazos rotos de Pedro Almodóvar .

Y es que si el Kronen sobrevuela por Mentiras y gordas , el Almodóvar de la Movida, el de Pepi, Luci y sus amigas, habita en el fondo de sus personajes. Habrá quien vea casualidad, pero no deja de ser sino una paradójica presencia, el hecho de que sea una canción de Fangoria, con Olvido en sus entrañas, la que abre y cierra este filme de sudores fríos y polvos abundantes. La canción, ya tarareada por miles de adictos al YouTube, se titula La verdad , duda de su existencia y habla de distorsionar la realidad. Vamos, un himno insano -todos lo son-ideado por quienes podrían tener hijos en la edad de los protagonistas de Mentiras y gordas . Y es que, en algún modo, los desesperados danzantes del filme producido por Gerardo Herrero, uno de los que César Antonio Molina llamó para salvar el cine español, podrían ser los malcriados vástagos de la Movida. Ésa es una característica frecuente y fatal en estos retratos generacionales: quienes los hacen, podrían ser sus padres.

Que en el reparto se saqueen series como Los hombres de Paco , El internado y Aida exalta la expectación que el filme levanta. También empuja que la factura de la realización sea solvente y hasta capaz de crear algunas secuencias con mordiente. Se trata de un esfuerzo inútil, incapaz de rescatar del vacío lo que a él pertenece.

En ella, lo que magnetiza a sus fans se llama pseudoerotismo con acné, vouyerismo de instituto víctima de un espejismo fatal. De hecho los protagonistas no se miran entre sí, sólo se ven a sí mismos reflejados en espejos o en la nada. De modo que sobra la pregunta que alimentará tertulias y debates: ¿La generación teenager del final de la primera década del siglo XXI es peor que las que le precedieron? La respuesta está en Fangoria: «¡Qué más da!».

Y es que récords mundiales nos avalan. Estamos hechos de pura picaresca y santa corrupción. Vivimos en el país que más droga consume. Pero no sólo los jóvenes. Ya lo dijo Cuerda hace algunos años: el mal del cine español se llama cocaína. Y Mentiras y gordas es una irregular y exitosa película que alberga una complaciente descripción sobre eso, un ejército de sonámbulos, perturbado por su aburrida desesperación.

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Nadería sobre el consumismo

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: P.J. Hogan. Intérpretes: Isla Fisher, Hugh Dancy, Joan Cusack, John Goodman, Kristin Scott Thomas, John Lithgow y Leslie Bibb. Nacionalidad: EE.UU. 2009. Duración: 104 minutos.

La lengua inglesa, siempre tan adaptable al titular periodístico -se inventó con ella- , acuña un término para definir la enfermedad que corroe a la joven y meliflua primera actriz de este filme: shopaholic . En castellano diríamos algo así como tiendamaníaca o una escaparate-dependiente, términos que, es evidente, carecen de la rotundidad fonética del vocablo inglés. Con ello se designa a una víctima del consumismo de marca y estilo, ésa es la fatal naturaleza de la protagonista de esta película que desarrolla las vicisitudes de una yonkie atrapada por las deudas que le acarrea su adición al consumismo del trapo y el zapato. Se trata de una joven periodista que, como en El diablo viste de Prada , aspira a hacer carrera en el mundo de las grandes marcas pero sufre de una incontrolada pulsión por adquirir todo cuanto, desde un escaparate de alta marca, se le pone a tiro.

Sin embargo, esa personalidad anómala y extrema tan solo es el celofán que envuelve una nueva comedia romántica del cineasta australiano P.J. Hogan, un autor significado especialmente por dos eficaces comedias: la independiente La boda de Muriel y la taquillera La boda de mi mejor amigo .

Con la proa apuntando hacia esos referentes, Isla Fisher, compañera sentimental del vitriólico Sacha Baron Cohen, demuestra la infinita distancia que separa su talento para comedias juveniles, del sensual poderío de una estrella como Julia Roberts.

A años luz de la sensualidad de la protagonista de Pretty Woman , Isla Fisher rebaja considerablemente el alcance de su personaje a quinceañeras sin tarjeta de crédito. Poco arregla una retaguardia de brillantes secundarios, que termina por dejar a oscuras las limitadas prestaciones de Fisher.

Sin electricidad, cabría ver en este enredo menor que acude a la carpintería clásica de la comedia arquetípica un discurso sobre los males que aquejan al mundo moderno: una notable morosidad y una alta especulación. Pero es tarea imposible. Hogan lleva el filme al convencional terreno del chiste previsible y nula reflexión. Todo hace añorar al Hogan del final de la década anterior. Porque, donde en otro tiempo había entusiasmo, ingenio y ritmo, aquí sólo se pone oficio y nada más.

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Feminidad de lágrima y salón

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Gina Prince-Bythewood. Intérprete: Queen Latifah, Dakota Fanning, Jennifer Hudson, Alicia Keys, Sophie Okonedo, Paul Bettany y Nate Parker. Nacionalidad: USA. 2008. Duración: 110 minutos.

Aunque parezca mentira, el título del filme de Gina Prince-Bythewood no es un apaño de los distribuidores españoles para acercarlo a la película de Isabel Coixet, La vida secreta de las palabras . El best seller en el que se inspira, cinco millones de ejemplares vendidos lo respaldan, ya se titulaba así en su idioma original. ¿Coincidencia? Hay otra. En ésta, como en la película de la realizadora catalana, la mano femenina es altamente perceptible. Ahora bien, si cruzamos ambos filmes obtendríamos un inapelable ensayo sobre las dos caras que el término femenino convoca y proyecta. Lo que en la historia de una superviviente del infierno de los Balcanes se llenaba de hondura, fuerza y sentido poético, además de algunos tics inevitables en la personalidad de Isabel Coixet, en esta cinta americana rebosa impostura, blandura y rimas ñoñas que hacen de Mujercitas un relato de hardcore .

Basta con recorrer rostro a rostro, las miradas de los cinco principales personajes femeninos, para percibir que el responsable de casting posee un grave problema en la vista y el gusto. El mismo que convulsiona peligrosamente a su directora, una aturdida narradora afroamericana que confunde el cine con una función piadosa.

Las brasas que caldean la máquina de su relato daban para mover un tren de alta velocidad: maltrato de género, racismo en los EEUU del comienzo de los años 60, el asesinato de una madre por su hija de cuatro años, historias de amor y desamor, de vacíos y perdón, de rencor y violencia… y, sin embargo, estas abejas de cuya vida secreta nada sabremos, tienen el panal desocupado.

Me cuentan que algunas personas salen con los ojos empapados por lágrimas ¿de emoción? Ciertamente a ella apela este filme-cuento sobre una matrona negra que fabrica miel y una huérfana asesina que busca a su madre en la huella de su ausencia. Aquí había una fábula desgarrada y temible que clavaba sus colmillos en fundamentos oscuros. Pero Prince-Bythewood jamás roza algo que no suene a hueco. Tampoco las actrices consiguen eludir ese tono de telefilme dominical que tras mezclar La cabaña del tío Tom con La noche del cazador apuesta por una versión light de un resabiado acto femenino de malentendida autoafirmación.

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