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Tiempo de penumbra y miedo

viernes, 5 de septiembre de 2008 Dejar un comentario Ir a comentarios

Dirección: José Luis Cuerda Intérpretes : Maribel Verdú, Javier Cámara, Raúl Arévalo, Roger Príncep, Irene Escolar, Martín Rivas y José Ángel Egido Nacionalidad: España. 2008 Duración: 98 minutos.

Una imagen arquetípica, la virgen con el niño, ubicada en la zona nuclear de un retablo y a cuyos pies se agazapa el sagrario deviene en metonimia de lo que aquí se encierra: una madre, su hijo, y por debajo, la palabra fundante de quien fue asesinado. Con ella se abre y se despide la última película del cineasta que en otro tiempo alumbrase dos joyitas tan delirantes y corrosivas como Amanece que no es poco y Así en el cielo como en la tierra . Ahora, de aquel humor nada sabe este drama rehecho con material de la novela homónima de Alberto Méndez. El fracaso económico de las dos películas citadas y el éxito de público de La lengua de las mariposas han disuelto al Cuerda irreverente y paródico para dejar a un Cuerda melodramático y solemne. En ambos casos se percibe la misma (des)creencia, pero aquellas películas nacieron en las tripas, éstas, al lado del corazón, junto al bolsillo de la cartera.

Los girasoles ciegos tocan ese tiempo tangencial a la Guerra Civil donde el cine español repara sus silencios. Otra cosa es la guerra, cuya complejidad desanima a los productores y desarma a quienes como Aranda pretendieron resolver una cuestión que el cine español hasta ahora no ha sabido. No es cierto que se hayan hecho muchas películas sobre la Guerra Civil. De hecho, apenas hay buenas y ninguna ha sido memorable.

En este filme, que en otro tiempo hubiera participado en el festival de San Sebastián e incluso no se hubiera ido sin premio -¡las cosas cambian!-, Cuerda se sirve de la brillante prosa de Alberto Méndez para, con la complicidad de Rafael Azcona, levantar la sotana de un diácono retorcido de pistola en ristre y libido en alto. Sus personajes, las historias tristes se parecen demasiado, se esculpieron en la posguerra del miedo y repican con olor a sacristía rancia y tañido crepuscular que mostraron autores como Unamuno y Ramón J. Sender. Esta añeja sensación se ve reforzada por la puesta en escena de Cuerda; un toque rancio de impostada encarnación y tics televisivos. Cuerda no es un retratista sino un caricato y aquí frena su impulso, controla el gesto y no puede evitar que se le escape la esencia de este estremecedor relato que opta por la pedagogía en lugar de por el desgarro.

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