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Archivo para abril, 2008

El cuento de la lechera con acento uruguayo

viernes, 25 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Enrique Fernández y César Charlone. Intérpretes: César Troncoso, Virginia Méndez, Virginia Ruiz, Mario Silva, Henry de León, José Arce, Nelson Lence. Nacionalidad: Uruguay. 2007. Duración: 97 minutos.

Lo que se parece, por cuanto tiene de semejante, también se distancia, por cuanto no tiene de idéntico. Ese vaivén comparativo permite extraer un ilustrador juego intertextual en el que, finalmente, acaban revalorizándose, cuando son buenos, los dos filmes contrapuestos. Viene esto a cuento de que el fundamento argumental de El baño del Papa y Bienvenido Mr. Marshall parte del mismo supuesto. De manera que, con frecuencia, para preludiar qué nos aguarda en en interior de El baño del Papa , se nos remite al filme de Berlanga. En principio es cierto. El cuento que acuna lo que El baño del Papa es, parte de la conmoción, la sacudida más bien, que en la vida cotidiana de un pueblo convoca la visita anunciada de alguien muy poderoso a cuyo paso los pobres del lugar esperan encontrar lo que no tienen: dinero.

Del filme protagonizado por Pepe Isbert y de sus explicaciones imposibles ante la polvareda y nada más que polvareda provocada por el paso del cortejo americano, permanece el recuerdo de lo que fue este país y la melancolía de percibir que personajes como aquéllos ya nunca más encontraremos en la España del bienestar. Pero lo que en la Europa de hoy ya no se da de manera general, en Latinoamérica y en África abunda en grado máximo.

Ése es el caso del territorio en el que dos cineastas uruguayos -es curioso el anterior gran éxito del cine uruguayo, Whisky también estaba dirigido por dos cineastas: Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll- sitúan su filme. Parten de un dato estadístico y de un conocimiento real, allí están sus raíces: en Melo, en un extremo y perdido territorio de Uruguay a la sombra de Brasil y dominado por militares y especuladores de todo tipo. Allí los habitantes sobreviven con gran esfuerzo. Salvan su miseria a golpe de riñones pedaleando de un lado a otro de la frontera para poder beneficiarse con las migajas de su contrabando.

En Melo, al final del siglo XX, se anunció la visita de Juan Pablo II y el pueblo entendió que con él llegaba la oportunidad de mejorar su situación. Esperaban miles de peregrinos detrás del Papa y, con su visita, la oportunidad de ganar algo de dinero.

Al final del filme se nos dan las cifras. Las decenas de puestos de venta ambulante improvisados por los habitantes de la zona y el número real de visitantes que hasta allí acudieron para contemplar in situ el discurso papal fueron un fiasco. A diferencia del filme de Berlanga, Charlone y Fernández escriben aquí una fábula más oscura donde el humor se ahoga por la deuda con el realismo. El cáncer que corroe la existencia de los protagonistas de El baño del Papa dibuja un paisaje mucho más angustioso que el que se veía en Villar del Río. En El baño del Papa, el abuso del poder se hace visible, hay menos censura y más necesidad; más libertad pero menos igualdad. Charlone y Fernández, en cuya excelente factura se rastrea su experiencia al lado del Mireilles de Ciudad de Dios y El jardinero fiel , esbozan un relato menos coral para centrarse en los esfuerzos de Beto, un padre de familia cuya hija adolescente cuestiona su autoridad y su valor en un duelo generacional que marca la profunda quiebra que separa el Uruguay rural y primario de quienes desean huir de él. De alcance más limitado y de calado menos brillante, El baño del Papa, sin embargo, se defiende bien gracias a sus actores profesionales y espontáneos y gracias a su ritmo hecho de una road movie existencial que se filma en movimientos continuos. Movimientos que van hacia el interior del espectador para ofertarle un contagioso filme capaz de ahondar en la sencillez de los sencillos que reclaman un derecho fundamental: el trabajo.

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Desarraigo y desmemoria

viernes, 25 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Wayne Wang. Guión: Yiyun Li; basado en su propia novela. Intérpretes: Faye Yu, Henry O, Pasha Lychnikoff y Vida Ghahremani. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 83 minutos.

Ganadora indiscutible de la última edición del festival de San Sebastián, Mil años de oración es una película de difícil encaje, de excéntrica composición. Ni siquiera fue concebida como una película comercial. De hecho, su duración fue retocada en sus últimos momentos para poder ser distribuida como un largometraje al uso. Claro que tampoco Wayne Wang parece un director convencional. De origen oriental, tomó su nombre del actor más apreciado por John Ford, en un gesto de precoz interculturalidad. ¿Será eso lo que quieren decir cuando hablan de transnacionalidad? La hora dulce de Wang llegó cuando al lado de Paul Auster conformó un producto de dos títulos, Smoke y Blue in the face . Y, como se sabe, fue el propio Auster, presidente del jurado del festival de San Sebastián, quien, tras años de un feroz desencuentro entre ambos, volvió a ratificar la valía de este atípico director. Entre tanto, nadie se explica por qué Wang hizo tan mal cine.

Mil años de oración es su forma de redimirse; su largo camino hacia el perdón. Aquí aparece un cineasta sensible al gesto, inteligente con el silencio, respetuoso con el detalle y sensible ante los sentimientos. Mil años de oración entona un bello y quejumbroso cántico sobre el desarraigo y la desmemoria. El primero se centra en el extrañamiento espacial. El segundo lo ocupa la pérdida de lo vivido a través del tiempo.

En Mil años de oración , donde un padre chino acude a visitar a su hija tras la muerte de la madre, Wang urde un escenario donde el espacio resulta ajeno y los recuerdos están perdidos. La hija reniega del origen y vive en una especie de zona cero sentimental que aguarda lo imposible mientras mata el tiempo mirando sin ver películas en el cine. El padre se aferra al pasado e insiste en hollar y marcar el terreno con los retazos de lo que fue. Entre ambos hay cicatrices sin curar, reproches sin resolver y silencios que desgarran clavados en el debe del malentendido.

En poco más de 80 minutos Wang da más cine del que nunca antes había dado. Le es suficiente con un actor veterano que parece un John Wayne octogenario y chino y un bello texto argumental. Eso es todo y es mucho en tiempos de poco.

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El insoportable miedo al otro

viernes, 25 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Isabel Coixet. Guión: Nicholas Meyer, basado en ‘El animal moribundo’, de Philip Roth. Intérpretes: Penélope Cruz, Ben Kingsley, Dennis Hopper, Patricia Clarkson. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 108 minutos.

A los pocos minutos de Elegy se confirma su vocación de híbrido. Cuando sus dos principales personajes se seducen en la pantalla, su naturaleza se impone ante el espectador y ésta habla de un cruce de textos o, si se prefiere, de un pulso de miradas, de un forcejeo entre lo masculino y lo femenino a la luz del deseo sexual y/o a la penumbra de la necesidad de los afectos. Y eso es lo que ocupa esta película de bandera norteamericana dirigida por la cineasta catalana obsesionada siempre por el desamor, por la enfermedad y por el vacío que trae la muerte al (des)equilibrio de los amantes. Lo que en esta película se representa es el dilema entre el placer sexual y el complacer sentimental. Un proceso dialéctico que ancla esta melancólica crónica sostenida sobre la esquinada química entre Ben Kingsley y Penélope Cruz.

Con roces biográficos, Philip Roth describía en su novela la visión masculina, su visión, de una mujer joven, bella e inteligente a la que un hombre tres décadas mayor que ella no acierta a corresponder desde la exigencia del compromiso social y el tiempo. Roth levantaba un monumento a Consuela para retratar-conjurar sus propios miedos.

Isabel Coixet, contratada para hacer este filme, apunta en algún modo el camino contrario. Ella levanta un altar al amante perfecto, inteligente y refinado para referenciar la independencia de la mujer del siglo XXI. Es, pues, la historia de una mujer contada por un hombre que a su vez ha sido dirigida por una mujer para recrear el universo de un hombre que descubre que no es sino una luz fugaz con fecha de caducidad. Basta con evocar cómo Coixet filma las manos de Kingsley o cómo evita la explicitud sexual de la novela de Roth para apreciar que hay mucho de Coixet en este filme crepuscular sobre el miedo a morir y sobre el pánico a desmerecer de lo que el otro-la otra (nos) reclama para poder estar a su lado. Coixet filma con inteligencia las altas prestaciones que sus actores le brindan. Con ellos, su incursión crece y su celuloide se llena de poderío. Todo va bien hasta el desencuentro. Tras él, ni la enfermedad ni la muerte consiguen reavivar el misterio. De modo que, huérfana de tensión narrativa, finaliza Elegy dando paso a la contemplación al aparcar el deseo.

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El crepúsculo de los débiles

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Denys Arcand. Intérpretes: Marc Labrèche, Diane Kruger, Emma de Caunes, Rufus Wainwright, Sylvie Léonard, Caroline Néron y Didier Lucien. Nacionalidad: Canadá. 2007. Duración: 104 minutos.

Dos precisiones antes de adentrarnos en el nuevo ensayo de Denys Arcand. La primera hace relación a la traducción de su título. No es la ignorancia lo que ocupa la atención de este filme perturbador y melancólico, sino las tinieblas. De lo que se ocupa este texto fílmico que comienza con una canción de amor triste y culmina con otra canción de despedida aún más triste, es de los tiempos oscuros, del advenimiento y epifanía de una nueva edad media en la que la razón se resquebraja ante la superstición y el fundamentalismo.

La segunda precisión puede ser más cuestionable. Se ha escrito hasta la saciedad que este filme conforma, junto con El declive del imperio americano y Las invasiones bárbaras , una suerte de trilogía. Pienso que no es verdad. Si entre los dos filmes citados existían unos lazos argumentales sólidos, aquí, una fugaz presencia de uno de aquellos personajes sólo puede esbozar un guiño, pero es evidente que este lado oscuro no cierra ningún triángulo.

No, aunque Arcand incida en su diagnóstico desesperado, sostiene que el enfermo social que es la civilización occidental agoniza. El centro de interés de La edad de la ignorancia ha variado. Arcand ha pasado del plano general, esos retratos corales en cuya diversidad se inscribían las posibles resistencias ante el hundimiento: sexo, cultura, política, amor, sacrificio… al primer plano. Por eso, aunque en La edad de la ignorancia veamos desfilar a algunos personajes, comprendemos que todo gira en torno a un protagonista único, Jean Marc. En consecuencia, su cámara enfoca a un hombre ridículo interpretado, de manera nada inocente, por un cómico Marc Labrèche. Un cómico cuya misión ya no es divertir, sino subvertir.

Para ello, camino ya de los 70 años, Arcand rueda fácil; sin esfuerzo aparente. Evita la complicación y hace sencillo lo más complejo. ¿Acaso no es complicado mostrar el ocaso del héroe, la desorientación del padre, la frustración del esposo, la soledad del amante, el dolor infinito del hijo ante la muerte de la madre y el desguace del hombre contemporáneo? No para Arcand.

Su poliédrica mirada proyectada en otros filmes sobre lo social se hace aquí introspección en torno al individuo. Como hombre que es, Arcand analiza el naufragio del varón domado. Su patético protagonista es una isla rodeada de mujeres por todas partes. En la vida real, la mujer no le ve, sus hijas no le oyen, sus compañeras de trabajo o son lesbianas o son sus superiores con las que no congenia en absoluto. Las mujeres de sus fantasías van de la Diane Kruger-Elena de Troya (sexo evanescente sin fluidos ni roce), al sexo rápido y pasional que, en sus diversas ensoñaciones de hombre de éxito, se le repiten con el rostro de la misma mujer. Además, también en sus fantasías, las compañeras de trabajo se encuentran a su servicio, vengándose así de sus cotidianas frustraciones.

Una cualidad describe y define este filme: inteligencia. En él no habita la ignorancia, sino el saber. Arcand sabe fundir la fantasía con lo real en un ejercicio cuya brillantez evoca a otro gran cineasta, Woody Allen. En este caso, la introducción de la mascarada medieval en medio de una sociedad altamente civilizada, donde fumar es delito y todo avanza hacia una demencia general, evidencia la capacidad de Arcand para jugar con los elementos. A diferencia del neoyorquino, el canadiense destila una prosa más meditada, más política y más afrancesada. Arcand, que ya había liquidado el modelo occidental, desmonta lo último que quedaba: el individuo, o sea, él mismo. Por eso resulta tan inquietante ese final, con la locura esperándole en el horizonte.

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Tamborrada de ‘revenants’

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Manuel Gutiérrez Aragón. Intérpretes: Óscar Jaenada, José Coronado, Kike Díaz de Rada, Vanessa Incontrada, Adolfo Fernández, Iñaki Miramón y Leire Ucha. Nacionalidad: España 2008. Duración: 95 minutos.

Propuestas como la que nos aguarda en Todos estamos invitados son, según la terminología acuñada por Mayor Oreja, propuestas trampa. La última película de Gutiérrez Aragón no es lo que parece, ni dice lo que aparenta. Se dice que el cineasta del realismo mágico, así era conocido en los 80, sienta en el banquillo de los acusados al silencio de los corderos del pueblo vasco; ése que, según sus declaraciones, en lugar de denunciar la violencia, calla y se diluye en las sombras del miedo y/o el oportunismo. Y sí, en su retrato de la sociedad vasca, Gutiérrez Aragón levanta una escenografía paranoica con relámpagos alucinatorios para regurgitar un «yo acuso» desde la Puerta de Alcalá. Pero algo no va bien cuando esto se desprende más de sus declaraciones que de lo que deja en claro su espeso producto.

En él hay tres tipologías. La de los asesinos, la de la víctima y la de la sociedad, reducida a un resto que, en los mejores pasajes, parece conformado por revenants de un filme de terror-ficción.

La trampa consiste en que no estamos ante una obra de serie B, ni tampoco ante un homenaje a John Woo, aunque los últimos planos, con los dos terroristas pistola en mano, así lo evoque. La trampa insiste en que, bajo su convocatoria al legítimo rechazo de la violencia y el terrorismo, se nos trate de colar un endeble relato fílmico que huele a emboscada. Aquí ya no hay realismo mágico, sino un disparate confuso que plantea muchas dudas sobre qué pretendía hacer realmente el director.

Su visión aparece dislocada; tan perezosa en su implicación con lo real que acaba significando lo contrario de lo que proclama. Los actores se ven afectados por una gravedad ridícula, corroída por las constantes torpezas narrativas del director. Su argumento es pura filigrana de casualidades; sus personajes, cartón piedra; sus intenciones tan confusas como ese plano final del terrorista abrazando a una madre hiperbólica e imprecisa. Hay demasiadas inconsistencias y un protagonista desbancado, Coronado, al que se le priva de autenticidad. Y hay un concepto vertebral: cómo la memoria perdida desactiva la motivación del terrorista. Pero falta rigor, conocimiento y objetividad para sostener este terrible alegato más allá de la comercialidad.

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Tiempo congelado, ideas heladas

viernes, 18 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Sean Ellis. Intérpretes: Sean Biggerstaff, Emilia Fox, Shaun Evans, Michelle Ryan, Stuart Goodwin, Michael Dixon, Michael Lambourne y Nick Hancock. Nacionalidad: Reino Unido. 2006. Duración: 102 minutos.

Sobre el papel, Cashback es una película llamada a brillar. Una especie de nuevo Trainspotting mezclado con Léolo y redondeado con ecos de Amélie . Es decir, cine joven con ansias de abrir nuevos caminos para la comedia. Cine contemporáneo con protagonistas en edad de aprender y merecer que supuran humor e irreverencia. Pero Cashback no es eso. Cashback es una comedia gamberra que gira en torno a una única idea.

A Cashback le sucede como a buena parte del arte contemporáneo, que dadas las prisas por llegar arriba y dado el escaso interés del público por hacer esfuerzos, ha mudado el genio por el ingenio. Es decir, ya no trata de elaborar discursos sólidos, sino de conjurar una atractiva imagen, un chiste visual que singularice la propuesta y se gane la empatía inmediata de todos. El problema es que lo que en el museo reclama unos segundos, como mucho algún minuto; aquí exige del público que aguante el tipo durante hora y media.

Demasiado tiempo para una sola idea. Aunque es cierto que posee esa chispa y cuenta con una convincente resolución técnica para llevarla a cabo. Su principal protagonista es un anti-súper-héroe con un poder especial. No puede dormir, pero a cambio es capaz de detener el tiempo de los demás y congelar el movimiento. Así que, durante horas, se pasea por el mundo mientras el otro permanece hierático, detenido en ese instante congelado de su vida. Como también es un estudiante de Arte y un enamoradizo incontenible, este voyeur desnuda a las chicas para… dibujarlas en sus largas noches de insomnio.

Esto da para lo que era, un buen cortometraje. Pero tuvo éxito, se paseó por medio mundo y su autor, Sean Ellis decidió estirarlo. No era el primero. Hace años, Jim Jarmusch construyó una de sus obras más aplaudidas a base de ampliar lo que en su origen era un corto, se tituló Extraños en el paraíso . La diferencia estriba en que Jarmusch no partía de una situación divertida, sino de unos personajes gozosos. Así que le bastó con darles cuerda para que el filme creciera solo. En Cashback lo único que el espectador percibe es que el pretexto se cae por falta de personajes, de dirección, de guión y de talento.

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Muerte, magia y psicoanálisis

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección: Gillian Armstrong. Guión: Tony Grisoni y Brian Ward. Intérpretes: Guy Pearce, Catherine Zeta-Jones, Saoirse Ronan y Timothy Spall. Nacionalidad: Reino Unido y Australia. 2007. Duración: 97 minutos.

En 1926 Sigmund Freud concedió una entrevista al periodista norteamericano George Sylvester Viereck. Se sabía de ella, pero estuvo perdida durante años. En ella, un Freud con el maxilar destrozado por el cáncer, al ser preguntado sobre el deseo de inmortalidad, tras resumir su célebre teoría del antagonismo entre el principio del placer y la pulsión de muerte, rechazó esa tentación para afirmar que, en algún modo «toda muerte es suicidio disfrazado». Esa idea, la muerte como una llamada interior anclada en la profundidad del ser, puede reconocerse en la caja de cristal llena de agua en la que Houdini se sumergía en un desafío escapista contra sí mismo. Aunque allí se arriesgó en extremo, no se ahogó. El 31 de octubre de 1926, a los 52 años, moría como consecuencia de la rotura del apéndice provocada por los golpes voluntariamente recibidos de un misterioso joven del que sólo se sabe que era pelirrojo.

En realidad y durante toda su vida, Harry Houdini no había hecho otra cosa que desafiar a su propia muerte o, si regresamos a las palabras de Freud, disfrazar su suicidio con el espectáculo de lo increíble.

Los guionistas de El último gran mago se sirven de la biografía de Houdini a su antojo, alteran los detalles, manipulan y mezclan relatos, en definitiva, tergiversan la historia para acariciar durante un breve instante, como esas extrañas premoniciones que recibe quien nos narra el filme, la esencia de esa fascinante figura de un emigrante húngaro cuya leyenda le sobrevive.

La mejor virtud, quizá la única, de este filme dirigido por la australiana Gilliam Armstrong reside en ese (re)mover el recuerdo de Houdini desenfocándolo de su biografía para adentrarse en el ensayo. Lamentablemente el miedo (y la comercialidad) impera y, aunque la película rebosa ideas e imágenes, Armstrong las dilapida. De modo que un sustento argumental que podía haber sido mejor película que El ilusionista y El truco final parece un acto reflejo carente de legitimidad.

Esa esencia derramada sin talento está forjada con el fuego de la razón. Houdini dedicó su vida a desafiar a los charlatanes de la parapsicología y el truco barato. Su cruzada contra el espiritismo era, en algún modo, el anverso de la batalla que un convecino suyo, un austriaco también judío como él, libraba con otros medios. Fueron dos padres, (tal vez los últimos grandes) el uno del escapismo y la magia, el otro del psicoanálisis y los sueños. Pese a tantos pesares, detrás de El último gran mago , por debajo de su título original, Actos que desafían a la muerte , cabe intuir el inmenso dolor de un personaje quebrado por la muerte de su madre; herido por el enigma de la ausencia de quien le dio origen.

Esa fusión que buscan los guionistas entre la reflexión y el espectáculo deriva inevitablemente hacia la confusión de su tono, porque quien ha dirigido el filme prefiere dulcificar el relato. En su arranque opta por la picaresca y la aventura. Luego usa y abusa del romance y el requiebro. Lo peor llega en su desenlace, cuando los guionistas y la directora traicionan a Houdini, y de forma indirecta a Freud, al resolver que un complejo de culpa era el motor que movía al gran Houdini, el hombre que hacía creer en un mundo imposible al mismo tiempo que combatía el engaño y la superchería. ¿Eso es todo?

No. Porque por encima de sus titubeos y acomodos, quedan los jirones de una bella historia edificada sobre un espacio para la incertidumbre. No hay mucho cine, pero sobrevuela en ese espacio una gran historia. La de Houdini, soberbiamente interpretado por Guy Pearce, y la de quienes como él, se la jugaron hasta el final.

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Esencialismo fraternal

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Tamara Jenkins. Intérpretes: Laura Linney, Philip Seymour Hoffman, Philip Bosco, Cara Seymour, Peter Friedman y Gbenga Akinnagbe. Nacionalidad: EEUU. 2007 Duración: 113 minutos.

La presencia de Alexander Payne, uno de los productores de este filme (autor de obras tan personales como Election , A propósito de Schmidt y Entre copas ) ya supone una declaración de intenciones. Payne cultiva la comedia desde un inteligente compromiso con la renovación. De manera indefectible, sus películas provocan un regusto amargo. Salpican sonrisas pero acunan escalofríos, un vaivén que tiene mucho que ver con la tragicomedia, o sea, con el patetismo de la existencia. Esa querencia de Payne encontró un alma gemela en Tamara Jenkins. ¿Quién es Tamara Jenkins? Una debutante de cuya biografía da noticia, debidamente filtrada por la recreación ficcionada, este filme difícil de ubicar. Sus personajes bien podrían compartir con Schmidt su perpleja soledad, de hecho, es el propio cine de Payne quien más se le aproxima.

Hace pocas semanas se estrenaba un filme titulado Como la vida misma . Aquella crónica familiar, un cuento romántico empeñado en insuflar optimismo, no era sino un cuento, una fábula de tonos rosas que no pintaban la vida sino una proyección idealizada de la misma.

La familia Savages probablemente tampoco debe ser presentada como una película realista, pero hay en ella reflejos de pura verdad. Su arranque, un grupo de¿majorettes? que olvidaron la adolescencia hace mucho tiempo, da paso a una cerrada y enfermiza relación. Dos hermanos con inquietudes artísticas e intelectuales deben enfrentarse al deterioro mental y físico de un padre que nunca fue amable. Ni siquiera mereció tal título. En ese cuadro, los hermanos se reencuentran para encontrarse con sus respectivos fracasos, con sus incuradas heridas. Para remediarlas, Tamara aplica una terapia de choque. Poco a poco el filme, alimentado por reflejos que sólo quien los ha vivido puede recrearlos, avanza en un desenlace de alborada y reconciliación. Tamara dirige con austeridad, controla el gesto y apunta hacia una inteligente llamada a la liberación. Su declaración de intenciones se condensa en una única frase espetada ante un cuerpo muerto: «Eso es todo». Y, como «eso es todo», los Savages nos invitan a querernos más y ser coherentes con lo que se quiere ser.

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Un Kaurismäki para Oriente Medio

viernes, 11 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Eran Kolirin. Intérpretes: Sasson Gabai, Ronit Elkabetz, Saleh Bakri, Khalifa Natour e Imad Jabarinmi. Nacionalidad: Israel y Francia. 2007. Duración: 85 minutos.

Una formación musical egipcia viaja a Israel. Deben dar un concierto en terreno infiel. Un malentendido provocado por la impericia con una lengua que no conocen lleva a los músicos a un pueblo en mitad de un paraje desértico. La llegada de los miembros de la banda, con sus uniformes azules y su aspecto anacrónico, no provoca ni curiosidad entre los escasos habitantes del mismo. A fuerza de chapurrear inglés, comunicándose con los ojos y con los gestos, unos y otros comprobarán lo cerca que están. Ésa es la trama de un filme que se caracteriza no tanto por lo que cuenta, una bienintencionada apología del entendimiento de los seres humanos, sino por el cómo.

Todo en La banda nos visita reclama esa condición de redondez que poseen algunas óperas primas. En ella se percibe la sensación de esas historias que son fruto de una larga elaboración, que surgen de ese mundo de sensaciones, anécdotas y actitudes maceradas en la juventud.

Es cine rodado sin imposturas ni resabios. Cine al servicio de una idea: demostrar que árabes y judíos pueden y deben convivir en paz. Es cine fabricado con esos pequeños instantes que la memoria almacena sin saber por qué. Por eso, en tanto en cuanto se perciben como auténticos, como tales se les trata y de ese modo, con la convicción de que hay algo especial en ese material, el cine que alumbran crece fresco, fácil y feliz.

Además,La banda nos visita no oculta su devoción por Kaurismäki, el cineasta finés que reinventó el estoicismo. Algo parecido habita en las partituras de esa banda de hombres uniformados perdidos en un paisaje sin referencias ni tiempo.

Por eso mismo su contenido resulta tan próximo a cualquier espectador por muy exótico que sea su origen. Por eso en ella hay secuencias impagables como la del baile, y por ella deambula un puñado de personajes a los que se les acaba queriendo en su hieratismo, en su imperturbable dignidad de personajes que no poseen otra cosa salvo dignidad. Egipcios e israelíes, dos pueblos siempre en guerra, fría y/o caliente, encuentran aquí una paz duradera y con ella una película hermosa que demuestra que se puede alentar buenas intenciones con películas más que dignas.

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Testigo de su propia autopsia

viernes, 4 de abril de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Joby Harold. Intérpretes: Hayden Christensen, Jessica Alba, Lena Olin, Terrence Howard, Christopher McDonald, Fisher Stevens y Sam Robards. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 84 minutos.

Joby Harold concibió Despierto mientras sufría los insoportables dolores de unos cálculos en el riñón. De aquellas piedras nacen estos temores que, en el peor de los casos, presentan una virtud innegable: exploran miedos cercanos que nada tienen que ver con fantasmas, monstruos ni apocalipsis. Miedos que cuanto más verosímiles -lo que no siempre significa que sean posibles- más insoportables resultan. Con ellos Hitchcock hacía capítulos para su serie, con ellos jamás se hubiera permitido hacer un largometraje, falta sustancia. De hecho, la grieta que resquebraja de parte a parte este título muestra la sensación de que no estamos viendo una película sino dos. Dos relatos de naturalezas muy distintas.

Quienes, a la vista del trailer, han decidido que no irán a verla porque creen que todo gira en torno al horror de un paciente al que se le está trasplantando el corazón, se equivocan. Ese horror porque la anestesia no ha cumplido con su misión sólo ocupa la mitad de la película.

Consciente de que penetra en un cenagal -la imagen de una camilla nos espera a todos, si llegamos a tiempo, al final del pasillo-, Harold se da prisa en cambiar las cartas. Así, lo que crece como drama deriva hacia el thriller y Harold trueca estadística por ficción. Cuando todas las piezas están ya sobre la mesa y la congoja se hace insoportable,Despierto cambia de tono. Articulado en tres tiempos, el primero trata de sostener una hipótesis poco creíble: un joven multimillonario se empeña en que le opere un médico de tercera en agradecimiento porque, al parecer, cuando tuvo el primer síntoma grave de su dolencia, fue quien le salvó la vida. Vive con una madre posesiva, protectora y cariñosa, y mantiene en secreto una relación amorosa con una joven sensual, dócil y sumisa. Hay una ausencia de padre, muerto en accidente vestido de Santa Claus y un corazón, el del protagonista encarnado por Christensen, que agoniza. De haberse quedado en este estadio, la película terminaría justo cuando Harold arma su filme con un complejo entramado criminal. Con él, el dolor real cede el sitio al artificio del suspense y una lágrima cambia lo real e insoportable, por lo fantástico y venial. Cosas del cine comercial.

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