El falso debate de lo público y lo privado

Llevamos demasiado tiempo asistiendo a un debate que la crisis económica ha promocionado a primera linea: la dicotomía entre lo público y lo privado. Que la debacle del modelo sobrefinanciador fomentado en tiempos de bonanza ficticia es manifiesto, no parece dejar lugar a dudas. Si todo valía para incrementar el endeudamiento a cambio de darle a la maquinita del consumo, no lo iba a ser menos un Estado que dirigido desde la izquierda o la derecha solo pensaba en cómo administrar crecimientos por muy insostenibles en el tiempo que estos llegaran a ser. Sin embargo, habrá que poner de manifiesto una vez más que la deuda como problema, al menos en la Unión Europea, primero fue privada y después, cuando hubo que acudir al rescate de una banca irresponsable, se convirtió en pública.

No es, pues, aceptable centrar el debate del modelo público basándonos en la actual crisis porque para el Estado se trata de algo más coyuntural que endémico estructural. Sería más lógico avanzar en la reflexión del modelo público que queremos diseñar y poner en marcha para poder legarlo a nuestros hijos y para garantizar el Estado del Bienestar, los derechos proclamados por la Unión y, el progreso equitativo de nuestras sociedades. La obligación de “reiniciar el Estado” debería provenir de una idea de conquista más que de defensa y, lo que es más importante, la ley del karma de los ajuste imperante en ningún caso puede servir de señuelo para un cambio encubierto de modelo de Estado privatizado.

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Sentadas estas bases conceptuales, el primer problema con que se encuentran los ciudadanos europeos en sus distintos países a la hora de afrontar reformas del modelo de los servicios del Estado son los protagonistas políticos que deben llevarla a efecto. Por supuesto que si pudiéramos participar de una convivencia de consenso entre los planteamientos de derechas y de izquierdas el acuerdo de redifinición sería casi idílico, pero la realidad nos dice que los intereses de deconstrucción de derechos adquiridos es demasiado fuerte y la debilidad de las posiciones progresistas demasiado evidente. Así las cosas parece necesario analizar previamente las posiciones políticas enfrentadas. La derecha política, económica y social nunca ha encontrado una oportunidad mejor que la actual para hacer valer sus planteamientos, casi sin necesidad siquiera de expresarlos. Después de décadas de batalla neoliberal proclamando el reinado de un Estado anoréxico y unos servicios del mismo bulímicos, parapetados en la supuesta menor cuantía de los costes privados y la mayor eficacia de su gestión, se encuentra hoy con el regalo inesperado de una crisis que bajo el dogma de fe de la insuficiencia de recursos y la imperiosa necesidad del ahorro público, externaliza sin mediar palabra la mayoría de los servicios, de forma tan cotidiana como silenciosa. No se les puede negar la coherencia en los planes que vienen de la Escuela de Chicago y que tuvo en Margaret Thatcher a su prinicipal heroína europea, como tampoco su grado de coordinación con las ofertas de las empresas privadas adjudicatarias de los servicios y la sintonía con grupos sociales y religiosos que aplauden sus iniciativas en sectores claves como la educación o la sanidad. No cabe duda de que en el último lustro van ganando la batalla de calle y con escaso desgaste político.

Enfrente una izquierda desnortada, desarbolada y sometida a la hipnosis del lenguaje de la austeridad. Sin capacidad de elaborar un discurso alternativo, vive a la defensiva tratando de aferrarse al pasado sin empuje suficiente para transitar el presente y afrontar el futuro. Presa de la eurosumisión germánica acude a viejas recetas keynesianas, que el propio genial autor consideraría hoy desfasadas. Su desconcierto es tal, que predican a la vez la necesidad de realizar recortes en servicios y derechos cuando gobiernan y se lanzan a las barricadas dialécticas cuando pasan a la oposición ante las mismas medidas. Ese doble lenguaje del progresismo trasnochado produce en los ciudadanos un juego de frustración que causa un perjuicio perverso en ellos, por tratarse de los teóricos conquistadores históricos de derechos sociales. Traicionar sus principios y no encontrar nuevas fórmulas de compromiso y avances sociales está lastrando los apoyos de una izquierda que se debate entre el seguidismo bipartidista y el inconsciente flirtreo con el universo antisistema. Supongo que la mayor de las deslealtades de esta izquierda desmemoriada reside en la comodidad de la alternancia asegurada. Esperar pacientemente unos años para volver a ocupar el poder y acomodar a sus gentes en despachos oficiales, sin otra actitud que la dulce espera, se ha convertido en una suerte de profesión política de grandilocuentes líderes del progresismo.

Lo verdaderamente relevante de la situación en la que nos encontramos tiene que ver con la esencia de fondo de los conceptos público y privado traído a un contexto de la segunda década del siglo XXI, en plena era de la globalización y en una civilización digital como la actual. De nada nos sirve la definición de la esencia de las cosas que fueron, porque el fenómeno ha variado sustancialmente y  esencia y fenómeno constituyen una unidad y así como no puede haber esencias puras, que no aparezcan, tampoco hay fenómenos carentes de esencia. Definir hoy lo público y lo privada requiere una clara redefinición de ambas entidades que me temo que ni la derecha, ni la izquierda política están dispuestas a realizar ancladas como están en el automatismo ideológico de sus posiciones. La primera dificultad estriba en el reconocimiento de las fronteras difusas que hoy existen entre lo público y lo privado. Nosotros mismos a escala individual tenemos cada vez más, un ámbito de actuación público impulsado por la redes sociales y la nueva participación en los debates públicos y un territorio privado clásico. ¿Cuáles son por tanto los principales atributos de la titularidad? Tradicionalmente lo ha sido la propiedad, desde que Marx definiera la dialéctica materialista como eje de las actuaciones humanas. Pero la realidad que se impone es la del uso, la de la capacidad que tenemos de servirnos de las cosas y, respecto a las herramientas de protección social del Estado, la accesibilidad y utilización de los servicios públicos por parte de los ciudadanos. Ello no quiere decir que no deba importarnos la titularidad de los derechos, sino bien al contrario, doy por sentado que deberíamos partir de la base de que todos ellos son incuestionablemente públicos. Pero ¿cuántos derechos se quedan en vanas declaraciones de principio sin efectos reales, por no poner el énfasis en su practicidad a la hora de disfrutarlos?.

Sería necesario dejar claro que en este debate el coste de los servicios no es lo importante, sino que es la sostenibilidad del ejercicio del derecho lo verdaderamente relevante. Y que la eficiencia tiene el valor necesario de garantizar el ejercicio del derecho y nada más o nada menos. La definición de prioridades es la clave: a qué queremos destinar los recursos que siempre serán limitados y por qué optamos en cada momento para que equitativamente todos los ciudadanos accedan a los servicios públicos pactados entre todos. Ese catálogo define ideológicamente las aspiraciones políticas, en definitiva por qué y por quiénes optamos. En este camino yo reivindico la capacidad de lo mixto, la fortaleza de la colaboración público privada.Seguir sacralizando posturas maniqueistas según las cuales para unos lo público es intocable y todopoderoso o lo privado es más eficiente y rentable, solo conducen a un enfrentamiento que en nada repercute en el beneficiario último de los servicios que no es otro que los ciudadanos.  Un procedimiento donde todos cedemos a la parte privada algo tan trascendente como la prestación de un servicio público, requiere reglas de transparencia reforzadas desde la licitación a la atención a las personas pasando por los métodos de gestión de los recursos empleado. Fiscalizar la concesión y, sobre todo, evaluar el grado de satisfacción del usuario en todos los estadios del servicio. En el fondo, lo único que debería ocuparnos en este debate es la capacidad óptima para dar sentido a los derechos de los ciudadanos con servicios de calidad. Lo demás, debates estériles.

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