El interminable viaje hacia el centro político

El padre de la Ciencia Ficción, el novelista francés Julio Verne, narró como nadie los viajes extraordinarios de un ser humano que vislumbraba en el siglo XIX una nueva era tecnológica que le abriría, como así a sido, a universos entonces desconocidos. Lo que no logró imaginar el bueno de Verne es la epopeya que la crisis económica está produciendo en el mapa político europeo y por traslación enEspaña. Podría decirse que hemos asistido a un tsunami que ha revuelto convicciones y compromisos en la izquierda, incapaz de hacer frente a las posiciones conservadoras que han protagonizado las propuestas de austeridad. Mientras, la derecha se aferraba sin fisuras a un planteamiento basado en los ajustes presupuestarios y el cumplimiento del déficit cero por parte de las administraciones, abandonada a la suerte de los mercados para poner rumbo de nuevo al crecimiento y sin importarle los rotos sociales de desigualdad que su política puede dejar. Ahora que parece entreverse la luz al final del túnel o que al menos la circunstancia se nos pinta más risueña, conviene tener en cuenta que la sociedad buscará su refugio natural en las posiciones de centro político, ese punto en el infinito al que nunca que se llega, pero hacia el que conviene poner siempre ruta de convivencia.

El centrismo se impone especialmente como necesidad cuando se han dado situaciones que han roto los esquemas y las estructuras sobre las que se basaba un contrato social previo. No reconocer hoy que la crisis ha hecho saltar por los aires buena parte de los cimientos del Estado del Bienestar es poco menos que ridículo y en eso se empeñan gobernantes de derechas como Merkel en el conjunto de Europa o Rajoy en España. Seguir adelante como si aquí no hubiera pasado nada, realizar unas cuantas reformas para salir del paso y seguir practicando una suerte de tancredismo político, es a medio plazo un seguro de suicidio. Tan absurdo como por parte de los planteamientos socialdemócratas creer que todo va a consistir en realizar un revival de sus políticas keynesianas para borrar los malos recuerdos de la pesadilla austericida. Nada volverá ya a ser igual. Grábenselo, señores políticos, en el frontispicio de sus pensamientos y repítanlo machaconamente para tenerlo presente a cada paso que den en su actividad diaria. Y tampoco me sirven las propuestas de base populistas, tan bienintencionadas como estériles en sus planteamientos que propugnan las revolución de unas clases medias que lo único que desean es volver a vivir bien, con el menor esfuerzo posible. Falta lumpen para ese guiso de revuelta social en una Europa demasiado rica para convertir la guillotina en una espectáculo generalizado. Estas formaciones alimentadas por el descontento mileurista tienen, en el mejor de los casos, un recorrido del 15% del voto de una población que volverá a agruparse en posiciones de centro, si o si.

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El centrismo valora las posiciones consensuadas como un fin en sí mismas —las políticas del “justo medio”—. Y si queremos articular propuestas de centro en la actualidad en la práctica política, lo que propone y defiende son políticas de economía mixta y de profundización de la democracia. Aunque no cabe duda que ese interminable viaje al centro político está repleto de peligros. La propia Margaret Thatcher, de cuya lejanía al centro cabe poca duda, ya apercibió que «estar en medio de la carretera es muy arriesgado; te atropella el tráfico de ambos sentidos». Cierto es además que el centrismo ha tenido mala prensa política. Tachado de vago, falto de ideas y compromiso, cuando no de utópico por basar todo su empeño en el consenso y la esperanza en la bondad de las personas. Sin embargo, hoy más que nunca es preciso afirmar la “bondad kantiana” o el “justo término medio atistotélico”, cuando nuestra sociedad se ha visto vapuleada por la injusticia de una crisis fabricada por unos pocos y sufrida por unos muchos. Frente a los planteamientos hobbianos del hombre hecho lobo y del sálvese quien pueda, se requiere un nuevo entendimiento de diálogo racional sin posiciones dogmáticas. Ello requiere dotes de liderazgo basados en nuevos valores, lo que supone en si mismo una regeneración inevitable de los gobernantes que han tenido responsabilidades en la crisis. Algo que va a ocurrir por voluntad de los votantes que elección tras elección están mandando a sus casas a todos aquellos que no han entendido las necesidades de este nuevo tiempo político.

Necesitamos urgentemente líderes que crean en la epistemología de la virtud, que crean en la ética de la virtud o lo que es lo mismo aunque suene poco creíble, líderes buenos, que antepongan el bien común a su bien particular. Pero hablo de una bondad sencilla, basada en la visión con perspectiva de las cosas, de la responsabilidad del ejercicio del poder y de la política que se fragua en la confianza, incluso, en el adversario. Para lo cual también se impone un programa de acción muy simple: maximizar la libertad de acción de los ciudadanos, trasferiéndoles poder a fin que desarrollen su potencial humano; promocionar la participación ciudadana en el proceso político; dar preferencia a propuestas y acciones concretas, a diferencia de programas o grandes promesas de largo plazo; poner en valor las virtudes cívicas y profesionales; la extensión y fortalecimiento de comunidades basadas en relaciones de confianza recíprocas que produzcan valor mutuo; la creación de carácter ético en los individuos a través decisiones conscientes y basar la política en el sentido común y valores tradicionales, especialmente los intangibles, como el patrimonio cultural que identifica y une.

Ocupar ese centro político debe ser el principal objetivo de cualquier líder o partido que verdaderamente quiera cambiar las cosas en estos momentos. Nada se logrará de forma estable y duradera en nuestras sociedades si se pretende lograr por imposición de unos sobre los otros. Las políticas de las dos últimas décadas han pecado de determinismo dogmático, de imposición de un criterio sobre el otro y la mayoría de las veces no ha construido nada porque se han quedado en meras yuxtaposiciones de la derecha sobre la izquierda. En vez de preocuparse por afirmar con solidez los valores básicos sobre los que asentar la sociedad, han pretendido emprender su particular camino de reformas que lo único que han logrado es socavar la confianza mutua y dar rienda suelta a los intereses particulares de los corsarios y piratas del sistema. Así ha crecido como nunca la corrupción y las curruptelas de arriba a abajo y de abajo a arriba. Porque lo que no se ha trabajado es la amalgama sagrada del vínculo democrático de ser honrado por el bien de todos. Lo que nos viene sucediendo no es casualidad, ni se debe a una generación espontánea de ladrones, es sencillamente la pura corrupción del sistema que envilece al individuo por ejemplaridad.

El voto mayoritario busca sentido de pertenencia a la comunidad y en ella a la estabilidad y garantía de subsistencia. Por eso en el centro se construye la seguridad del sistema más asentado, lejos de los extremismo de imposición. Cuando los restos de la crisis nos empiezan a dejar ver la realidad de una sociedad rota, fragmentada, hecha añicos, es el momento más preciso de la reconstrucción, de poner en marcha un verdadero plan Marshall de la política en Europa. Es el mismo fundamento que movió a los padres de nuestra Unión, los Konrad Adenauer, Jean Monnet, Winston Churchill, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein y Altiero Spinelli. Todos ellos buscaron el centrismo para una Europa en paz y libertad, sobre la base de los derechos sociales. Ellos habían sufrido el mayor horror vivido en nuestro continente, la II Guerra Mundial, nosotros hemos vivido la peor crisis económica de nuestra historia. Toca volver a refundar sobre los mismos mimbres del consenso, algo que como bien escribió Karl Popper tiene que ver con que “yo puedo estar equivocado y tú puedes tener la razón y, con un esfuerzo, podemos acercarnos los dos a la verdad”.

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Ante las elecciones europeas convendría hablar del proyecto Europa 2.0.

Que el proyecto europeo requiere una actualización urgente lo avala el temible dato con que podemos encontrarnos la noche electoral del 25 de mayo en forma de abstención en los comicios a la Eurocámara. Si tal dato se confirma y todos los sondeos país por país así lo atestiguan, quedará claro que a los ciudadanos europeos no les atrae la idea de Europa que sus dirigentes les están vendiendo. Sobre todo en estas elecciones cuando por primera vez en la historia eligen a unos representantes que legislan el 80% de lo que nos afecta y van a nombrar al presidente de la Comisión Europea de la misma forma en que en España el Congreso de los Diputados elige al presidente del Gobierno. Por tanto, podremos medir el apego real de las sociedades europeas a la construcción común, si bien cabe decir en descargo de los previsibles malos datos de participación, que cuanto más lejano es el centro de decisión menor es siempre la participación en democracia, como sucede desde décadas en Estados Unidos, donde la elección de congresistas o del presidente tiene cuotas de voto my inferiores a las de los gobernadores, fiscal de tu Estado o sheriff del condado.

En todo caso, creo que el principal problema que tiene el proyecto europeo llevado a las urnas es su falta de credibilidad ante su población. La Unión no es creíble para los europeos porque no tiene un relato fiable y no lo es porque los gobiernos de los Estados miembros, a los que a todos se les llena la boca retóricamente de europeísmo ferviente cuando se reúnen en Bruselas, a la hora de la verdad solo velan por sus intereses particulares, convencidos de que dicha política les concede mayores réditos electorales en sus territorios. Si los europeos fuimos capaces de iniciar este camino hace ya casi 60 años se debió a un único argumento central: la paz. Dos guerras mundiales y millones de cadáveres nos precipitaron al acuerdo pacífico. Después lo económico invadió todo, un mercado inmenso en posibilidades, abierto y libre se concebía como un escenario de nuevas oportunidades. De ahí devino el euro como la necesidad de uso de una moneda común en dicho espacio y, por precipitación de su uso y de la crisis financiera internacional, hemos parido con forces una unión bancaria. Queda y vendrá inexorablemente o se derrumbará todo el edificio común, un proceso de armonización fiscal que equipare las economías y las personas en derechos y deberes.

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Y hasta aquí la Europa que más o menos pudieron concebir nuestros padres fundadores, los AdenauerSchumanDe Gasperi, Spaak, Spinelli o Monet. Pero bien entrado el siglo XXI y en plena sociedad globalizada, Europa necesita de una versión 2.0. de su entramado institucional y, ante todo, de su relato hacia los europeos y el resto del mundo. Un mundo que nos observa sorprendido, pues, pese a todas nuestras contradicciones y la falta de una clara idea común, ve que cada vez son más las personas integradas en la Unión y mayor el nivel de interrelación y de comercio. De la misma forma que al contemplarnos no se aclaran si somos una verdadera unidad en el destino o simplemente una unión temporal de Estados que se ponen de acuerdo en lo mínimo que les interesa. Ésta es la primera gran cuestión por dilucidar, el del modelo de organización institucional común entre los socios. ¿Qué somos y qué queremos ser como europeos? ¿Alemanes, franceses, italianos o españoles que nos beneficiamos de una joint venture más o menos ventajosa o ciudadanos europeos que vivimos en distintos territorios, con distintas historias y culturas, pero con una identidad común que anteponemos a cualquier otra? Este es el problema porque a los europeos nunca nos han querido poner en ese brete de elegir si somos más europeos que nacionales.

El principal problema para avanzar en ese concepto de identidad europea no es otro que los grandes Estados nación que han dado forma a la Unión y ahora la tienen rehén de sus contradicciones. AlemaniaFranciaReino UnidoItalia o España son culpables de su prevalencia como pretendidas potencias europeas. Algo que se podría resolver fácilmente si la Europa de los pueblos pudiera ser una realidad. Y me baso en un paradigma sociológico, es mucho más fácil poner de acuerdo a muchas comunidades pequeñas, que a cuatro o cinco grandes. Como es mejor la competencia en mercados de pymes que en fórmulas de oligopolio. Mucho mejor nos iría en Europa si tuviéramos 28 dinamarcas, que 4 francias. Pues en ese modelo de sociedades sería verdaderamente aplicable el modelo federal que reina en EE.UU., donde los desequilibrios entre los Estados son mucho menores que en Europa. La realidad más cercana se administra mejor, pero además tiene más capacidad para la negociación y el pacto porque no pretende la imposición o conquista, sino la búsqueda de acuerdos de asociación que fortalecen sus posiciones.

La otra gran cuestión a dilucidar es la de los recursos económicos que estamos dispuestos a poner en común para el desarrollo del proyecto europeo. El presupuesto actual de la Unión en 2013 alcanzó la cifra de los 150.900 millones de euros, suma elevada en términos absolutos, pero que apenas representa el 1% de la riqueza que generan al año los países de la UE. Es decir, sin ambigüedades nuestra Unión nos importa un 1% de lo que nos interesa nuestra realidad nacional, regional o local. Exiguo margen de gestión le quedan, pues, a las instituciones europeas para dirigir los destinos de los europeos hacia destinos tan ambiciosos como el empleo, la sostenibilidad medioambiental, la innovación o la política de seguridad y exterior. Si no estamos dispuestos a ser contribuidores netos y no meros receptores de ayudas para la construcción de un espacio común diverso y plural, pero enriquecedor para todos, el mundo no creerá nuestro afán de construcción. Con esa ridícula aportación que realizan los Estados para la tarea común, además soterradamente introducen la especie de que se despilfarra en los gastos generales de funcionamiento, es decir, en la burocracia de las instituciones, especialmente de la Comisión Europea. Un organismo integrado por 34.000 funcionarios que unidos a los del resto de las instituciones apenas llega a los 55.000 efectivos para una población de 500 millones de habitantes. Y debe decirse que su ratio de efectividad versus coste es muy superior al de cualquier administración de los Estados miembros que requieren aparatos muy superiores y que no decrecen pese a que sus competencias van siendo cedidas paulatinamente a Bruselas.

Pero en el fondo, lo que está poniendo en tela de juicio a esta Europa en versión vieja, es su modelo de democracia y de sociedad. Ambos elementos determinantes de la convivencia están cambiando a toda velocidad y, sin embargo, nuestros dirigentes no son capaces de dar respuesta a los retos que dicha evolución provoca. La participación política de los ciudadanos es claramente insatisfactoria y produce, junto a una corrupción endémica del sistema, un descrédito de la actuación de los políticos. Vivimos una era digital donde todo fluye a gran velocidad menos las propuestas y reacciones de los políticos. Son ellos los que nos tienen prisioneros en una versión 1.0. de Europa que ya no funciona. Son ellos los que tienen aprensión al cambio y a escuchar nuestras opiniones. Prefieren desconocer nuestras demandas y vivir de ofertas obsoletas aunque los problemas se acumulen a su alrededor. Ven cómo se deteriora su imagen y el de las instituciones que representan y, sin embargo, no hacen nada real por cambiarlas. Se han convertido una vez más en el ancien régime, el antiguo régimen que pretende sacralizar estructuras de funcionamiento que solo proporcionan ya desigualdad e injusticia. La crisis económica les ha puesto contra la espada y la pared, pero pretenden sortearla como si nada hubiera ocurrido, sin darse cuenta de que una vez más se quiera o no, más cruenta o más pacífica, las revoluciones acaban por certificar el cambio. Si fueran responsables y por su propio bien pondrían ya en marcha la versión 2.0. de una Europa basada en el Estado del bienestar que nos hace más comunes y que regenere la democracia participativa como vértice de la convivencia de nuestras sociedades. Si la abstención en las elecciones del 25 de mayo supera el 60% la suerte estará echada.

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