De como el austericidio condenó a Europa a la deflación

na nueva preocupación asola Europa: la deflación. La pesadilla que viene representando la crisis económica para los ciudadanos en este largo lustro parece haberse instalado en un círculo vicioso. Pero no debería sorprendernos, ni puede decirse que no haya habido avisos precisos y claros de autoridades intelectuales de los riesgos a los que nos conducían las medidas tomadas para atajar los desequilibrios presupuestarios públicos en la zona euro. Tampoco nos han servido los ejemplos que la historia puso a disposición, por ejemplo, el de la gran depresión norteamericana de la década de los 20 del siglo pasado. El empeño tozudo de la ortodoxia del Bundesbank y la dirección política monolítica de la Canciller Merkel bajo el dogma de la austeridad a cualquier precio, nos pone a todos ahora al borde del encefalograma plano. Pero lo más grave es que no se articulen soluciones, pese al alto coste en sacrificios sociales que sus medidas unidireccionales nos han producido. Pareciera que hasta que no acusen los bolsillos de la población alemana las consecuencias de la recesión y actual estancamiento causado, el BCE seguirá mirando al tendido sin inmutarse. La rueda del crecimiento está bajo mínimos, no se mueve nada en el continente y, sin embargo, los incentivos públicos ni están, ni se les espera.

Conviene hacer un ligero recorrido de lo sucedido hasta llegar aquí. Un día nos despertamos con el estallido de la burbuja en los entornos del mundo financiero de Wall Street. Resultó que todo era falso, que habían montado una inmensa estafa piramidal en la que habían sido capaces de trincar a los más avezados banqueros. Eso precipitó una crisis internacional de entidades pilladas con pasivos tóxicos de todo tipo. En vez de poner a cada uno en su sitio y especialmente a los responsables del timo en la cárcel, la decisión de nuestros gobernantes consistió en salvaguardar los depósitos de los comunes mortales garantizando las reservas y beneficios de los susodichos banqueros implicados. Acudimos al rescate de sus trampas con lo mejor de nuestros recursos públicos, poniendo en serio riesgo la sostenibilidad del sistema de cobertura social sobre el que descansa la convivencia y, en gran medida, la capacidad de consumo de las sociedades europeas. Ello provocó de forma casi inmediata el desajuste desproporcionado de las cuentas públicas de nuestros Estados. Familias superfluamente endeudadas y presupuestos públicos deficitarios en exceso sirvieron de señuelo a las políticas de austeridad y ajuste dictadas desde Berlín bajo el amparo de la troika comunitaria y del FMI. Las economías periféricas fueron rescatadas o pseudorescatada, como en el caso de España. Casi embargadas para poder pagar los intereses de sus deuda y con nula capacidad de maniobra. Cierre de empresas, colapso del crédito a las pymes, caída del consumo, e incremento del desempleo, especialmente juvenil, nos situaron durante más de un año en recesión. Todos menos Alemania, que al igual que diseñó el euro a su imagen y semejanza y que blindó el BCE con su vacuna antiinflacionista, ahora cobraba la deuda a la que había inducido a bancos y Estados europeos en la época expansiva de principios del siglo XXI. Y aquí estamos ahora, tratando de salir del estancamiento, balbuceando décimas de crecimiento, cuando la economía alemana empieza a tener claros signos de parón, sobre todo, porque aquellos que deberíamos estar comprando sus productos no tenemos un euro para demandarlos.

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Así nos ha despertado el nuevo episodio de pesadilla, así nos ha desvelado la deflación del sueño de la recuperación. Es justo precisar que ni en Europa ni en España puede hablarse propiamente de deflación —un descenso continuado de los precios y expectativas de que seguirán cayendo—, sino de desinflación, es decir, de desaceleración coyuntural (por el momento) de los precios. Pero la desinflación también tiene contraindicaciones para una fase de crecimiento y para la estabilidad financiera de una zona monetaria. Esa es la razón por la cual el objetivo de inflación que marcan los bancos centrales tiene que ser controlado, tanto para evitar una espiral inflacionista como para impedir que la tasa se desplome y congele las expectativas de consumo. El Banco Central Europeo (BCE) tiene fijado el objetivo de inflación en el 2% y desde octubre de 2013 el indicador no excede del 1%. Una situación incómoda para todos los agentes económicos y financieros. La deflación tiene consecuencias incluso más peligrosas que la inflación. Preserva el poder adquisitivo de las rentas, pero a cambio aumenta el valor de las deudas y acrecienta el coste relativo de los intereses. Perjudica considerablemente a los agentes más endeudados (sean individuos, familias o Estados) y esa es la razón por la cual resultaría muy dañina (la propia desinflación ya lo es) para países como España, Italia o los que actualmente están en trámite de rescate. Además, frena el crecimiento; los consumidores retrasan sus decisiones de compra a la espera de precios de bienes y servicios más bajos. El resultado es una trampa para las rentas y el empleo de la que resulta difícil salir.

Resulta paradójico contemplar como los pirómanos nos alertan de los riesgos del fuego. Aquellos que incendiaron con medidas de austericidio Europa, ahora claman por los riesgos de deflación. El comisario de Economía, Rehn o la directora del FMI, Lagarde, se declaran preocupados por las bajas tasas de inflación en Europa y claman por medidas no convencionales para salir de la situación. ¿Y qué cabe hacer? Las opiniones se agrupan en torno a dos propuestas. La primera, monetarista, sugiere bajar los tipos de interés y aportar fondos a las entidades financieras para fomentar el crédito a familias y empresas. La segunda, de corte keynesiano, propone incrementar el gasto público para dinamizar la economía. Normalmente, la opción más adecuada dependerá de cada situación y consistirá en una combinación de ambas propuestas. Por ejemplo, durante la Gran Depresión la Reserva Federal disminuyó los tipos de interés hasta el 0,5% a principios de 1930. Sin embargo, en estas condiciones las familias preferían atesorar su dinero en casa ya que la rentabilidad que ofrecían las entidades financieras era muy reducida (trampa de liquidez). Al no disponer de recursos de clientes, los bancos no podían conceder préstamos para la actividad productiva. Por ello, fue la política de estímulo a través del gasto público acometida por el presidente Roosevelt en el marco del New Deal. la herramienta que permitió superar la crisis. En realidad nada de lo que el gobierno hacía tenía consecuencias importantes en la economía, ya que a causa de la crisis los mercados extranjeros se volvieron más proteccionistas. En consecuencia, el exceso de oferta de bienes y servicios estadounidense no podía ser colocado. La crisis se superó cuando finalizó la Guerra mundial, al permitir una gran expansión de su economía por medio de los préstamos a los países europeos en conflicto. Esto a su vez, aumentó la demanda de sus productos debido a que Europa había perdido gran parte de su matriz productiva, la cual fue reemplazada por losEstados Unidos.

La actual situación europea vuelve a dar la razón a Keynes. Con libre circulación de capitales, un tipo de cambio fijo resulta imposible de mantener (el sistema monetario europeo lo mostró suficientemente) pero no digamos una unión monetaria. El intento de sustituir la devaluación de la moneda por la deflación interna, amén de producir graves injusticias, suele resultar baldío. Y es que la bajada de precios únicamente puede tener alguna efectividad de cara a recuperar la competitividad en la medida en que el resto de los países no apliquen la misma política. Necesitamos incentivos públicos, inversión pública que vuelva a situar en las decisiones públicas el centro de actuación y, sobre todo, como elemento regenerador de la confianza. No sirve solo ya bajar los tipos al 0% o darle a la maquina de hacer billetes para prestarlos a los bancos, eso no haría ya más que engordar a los especuladores que sin esfuerzo alguno inversor hacen un buen negocio prestando en condiciones de usura. Se requiere recuperar la autoridad de las decisiones públicas para alejar del panorama a los buitres que merodean activos y a empresas en busca de gangas por todo Europa.

Debemos ser conscientes de que en lo que dura la crisis, el volumen de los fondos de inversión en todo el mundo ha crecido un 35% y suponen ya el 70% del PIB mundial. Para que nos hagamos una idea, el mayor fondo mundial, de curioso nombre, Black Rock, tiene una valoración de tres veces el PIB de España. Parece evidente que a estos fondos, de procedencia anónima e incontrolable en plena globalización de capitales, les ha ido muy bien en la crisis. Se han convertido en los verdaderos gobernantes del nuevo orden. Han acosado a través de sus presiones en los mercados a Estados y empresas multinacionales. Invierten, desinvierten y especulan con una facilidad que hace una década no podíamos vislumbrar. Para ellos la deflación es un estado natural al que nos han llevado para abaratar sus movimientos, pero incluso para ellos, que se pare la rueda es malo porque la inactividad a medio y largo plazo es sinónimo de pobreza. Necesitan actividad para colocar sus fondos y por eso hay que aprovechar ahora para poner límites a ese poder desproporcionado que han adquirido. Es el momento de volver a incentivar la economía productiva, la innovación en sostenibilidad y reducir al entorno que le corresponde a las herramientas de financiación. El valor que se antepone al precio, no está en el dinero, que no es sino un medio convencional para fijar las condiciones del intercambio. El valor reside en las personas y las personas nos organizamos en la cosa pública que nos representa. Recuperar el valor de lo público como eje de la recuperación es la única posibilidad que tenemos para salir de una vez de la crisis. Empecemos por combatir la deflación con decisión y firmeza. Demos un toque de atención desde Europa al mundo demostrando que nuestro marco de convivencia está por encima de los billones de billones de dólares de los fondos de inversión. A Japón le está costando más de 20 años salir de la crisis, salir de la recesión y de deflación por no emprender políticas de estímulo públicas. Ahora se han decidido a hacerlo con su programa “Abenomics” o de las tres flechas, con cuantiosas inyecciones de liquidez. Han pasado las primeras pruebas con éxito. ¿Por qué no seguirles con la misma decisión?

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