Ante las elecciones europeas convendría hablar del proyecto Europa 2.0.

Que el proyecto europeo requiere una actualización urgente lo avala el temible dato con que podemos encontrarnos la noche electoral del 25 de mayo en forma de abstención en los comicios a la Eurocámara. Si tal dato se confirma y todos los sondeos país por país así lo atestiguan, quedará claro que a los ciudadanos europeos no les atrae la idea de Europa que sus dirigentes les están vendiendo. Sobre todo en estas elecciones cuando por primera vez en la historia eligen a unos representantes que legislan el 80% de lo que nos afecta y van a nombrar al presidente de la Comisión Europea de la misma forma en que en España el Congreso de los Diputados elige al presidente del Gobierno. Por tanto, podremos medir el apego real de las sociedades europeas a la construcción común, si bien cabe decir en descargo de los previsibles malos datos de participación, que cuanto más lejano es el centro de decisión menor es siempre la participación en democracia, como sucede desde décadas en Estados Unidos, donde la elección de congresistas o del presidente tiene cuotas de voto my inferiores a las de los gobernadores, fiscal de tu Estado o sheriff del condado.

En todo caso, creo que el principal problema que tiene el proyecto europeo llevado a las urnas es su falta de credibilidad ante su población. La Unión no es creíble para los europeos porque no tiene un relato fiable y no lo es porque los gobiernos de los Estados miembros, a los que a todos se les llena la boca retóricamente de europeísmo ferviente cuando se reúnen en Bruselas, a la hora de la verdad solo velan por sus intereses particulares, convencidos de que dicha política les concede mayores réditos electorales en sus territorios. Si los europeos fuimos capaces de iniciar este camino hace ya casi 60 años se debió a un único argumento central: la paz. Dos guerras mundiales y millones de cadáveres nos precipitaron al acuerdo pacífico. Después lo económico invadió todo, un mercado inmenso en posibilidades, abierto y libre se concebía como un escenario de nuevas oportunidades. De ahí devino el euro como la necesidad de uso de una moneda común en dicho espacio y, por precipitación de su uso y de la crisis financiera internacional, hemos parido con forces una unión bancaria. Queda y vendrá inexorablemente o se derrumbará todo el edificio común, un proceso de armonización fiscal que equipare las economías y las personas en derechos y deberes.

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Y hasta aquí la Europa que más o menos pudieron concebir nuestros padres fundadores, los AdenauerSchumanDe Gasperi, Spaak, Spinelli o Monet. Pero bien entrado el siglo XXI y en plena sociedad globalizada, Europa necesita de una versión 2.0. de su entramado institucional y, ante todo, de su relato hacia los europeos y el resto del mundo. Un mundo que nos observa sorprendido, pues, pese a todas nuestras contradicciones y la falta de una clara idea común, ve que cada vez son más las personas integradas en la Unión y mayor el nivel de interrelación y de comercio. De la misma forma que al contemplarnos no se aclaran si somos una verdadera unidad en el destino o simplemente una unión temporal de Estados que se ponen de acuerdo en lo mínimo que les interesa. Ésta es la primera gran cuestión por dilucidar, el del modelo de organización institucional común entre los socios. ¿Qué somos y qué queremos ser como europeos? ¿Alemanes, franceses, italianos o españoles que nos beneficiamos de una joint venture más o menos ventajosa o ciudadanos europeos que vivimos en distintos territorios, con distintas historias y culturas, pero con una identidad común que anteponemos a cualquier otra? Este es el problema porque a los europeos nunca nos han querido poner en ese brete de elegir si somos más europeos que nacionales.

El principal problema para avanzar en ese concepto de identidad europea no es otro que los grandes Estados nación que han dado forma a la Unión y ahora la tienen rehén de sus contradicciones. AlemaniaFranciaReino UnidoItalia o España son culpables de su prevalencia como pretendidas potencias europeas. Algo que se podría resolver fácilmente si la Europa de los pueblos pudiera ser una realidad. Y me baso en un paradigma sociológico, es mucho más fácil poner de acuerdo a muchas comunidades pequeñas, que a cuatro o cinco grandes. Como es mejor la competencia en mercados de pymes que en fórmulas de oligopolio. Mucho mejor nos iría en Europa si tuviéramos 28 dinamarcas, que 4 francias. Pues en ese modelo de sociedades sería verdaderamente aplicable el modelo federal que reina en EE.UU., donde los desequilibrios entre los Estados son mucho menores que en Europa. La realidad más cercana se administra mejor, pero además tiene más capacidad para la negociación y el pacto porque no pretende la imposición o conquista, sino la búsqueda de acuerdos de asociación que fortalecen sus posiciones.

La otra gran cuestión a dilucidar es la de los recursos económicos que estamos dispuestos a poner en común para el desarrollo del proyecto europeo. El presupuesto actual de la Unión en 2013 alcanzó la cifra de los 150.900 millones de euros, suma elevada en términos absolutos, pero que apenas representa el 1% de la riqueza que generan al año los países de la UE. Es decir, sin ambigüedades nuestra Unión nos importa un 1% de lo que nos interesa nuestra realidad nacional, regional o local. Exiguo margen de gestión le quedan, pues, a las instituciones europeas para dirigir los destinos de los europeos hacia destinos tan ambiciosos como el empleo, la sostenibilidad medioambiental, la innovación o la política de seguridad y exterior. Si no estamos dispuestos a ser contribuidores netos y no meros receptores de ayudas para la construcción de un espacio común diverso y plural, pero enriquecedor para todos, el mundo no creerá nuestro afán de construcción. Con esa ridícula aportación que realizan los Estados para la tarea común, además soterradamente introducen la especie de que se despilfarra en los gastos generales de funcionamiento, es decir, en la burocracia de las instituciones, especialmente de la Comisión Europea. Un organismo integrado por 34.000 funcionarios que unidos a los del resto de las instituciones apenas llega a los 55.000 efectivos para una población de 500 millones de habitantes. Y debe decirse que su ratio de efectividad versus coste es muy superior al de cualquier administración de los Estados miembros que requieren aparatos muy superiores y que no decrecen pese a que sus competencias van siendo cedidas paulatinamente a Bruselas.

Pero en el fondo, lo que está poniendo en tela de juicio a esta Europa en versión vieja, es su modelo de democracia y de sociedad. Ambos elementos determinantes de la convivencia están cambiando a toda velocidad y, sin embargo, nuestros dirigentes no son capaces de dar respuesta a los retos que dicha evolución provoca. La participación política de los ciudadanos es claramente insatisfactoria y produce, junto a una corrupción endémica del sistema, un descrédito de la actuación de los políticos. Vivimos una era digital donde todo fluye a gran velocidad menos las propuestas y reacciones de los políticos. Son ellos los que nos tienen prisioneros en una versión 1.0. de Europa que ya no funciona. Son ellos los que tienen aprensión al cambio y a escuchar nuestras opiniones. Prefieren desconocer nuestras demandas y vivir de ofertas obsoletas aunque los problemas se acumulen a su alrededor. Ven cómo se deteriora su imagen y el de las instituciones que representan y, sin embargo, no hacen nada real por cambiarlas. Se han convertido una vez más en el ancien régime, el antiguo régimen que pretende sacralizar estructuras de funcionamiento que solo proporcionan ya desigualdad e injusticia. La crisis económica les ha puesto contra la espada y la pared, pero pretenden sortearla como si nada hubiera ocurrido, sin darse cuenta de que una vez más se quiera o no, más cruenta o más pacífica, las revoluciones acaban por certificar el cambio. Si fueran responsables y por su propio bien pondrían ya en marcha la versión 2.0. de una Europa basada en el Estado del bienestar que nos hace más comunes y que regenere la democracia participativa como vértice de la convivencia de nuestras sociedades. Si la abstención en las elecciones del 25 de mayo supera el 60% la suerte estará echada.

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