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La hora de la reválida

lunes, 3 de marzo de 2008

Sólo puedo empezar este escrito expresando un deseo, la recuperación pronta y completa de Carlos Chivite, con quien tantas veces he discutido, pero a quien respeto, sobre todo, como persona. A él, a su familia y a sus compañeros les mando, en mi nombre y en el de este periódico, todos los ánimos del mundo.

Pero he de hablar de política, por eso escribo este texto, y lo hago desde la convicción de que estas elecciones han de ser una reválida. No es posible imaginarlas sin recordar las del 27 de mayo y sin ser conscientes de que ésta es la oportunidad de opinar sobre lo que entonces pasó. Nos dijeron que en Navarra elegíamos los navarros; ahora nos dicen que tenemos motivos para creerles. Pero si los navarros eligieron cambio y se lo hurtaron, si les prometieron respeto a sus decisiones y las obviaron, ¿qué motivos hay para creerles? No acepto el argumento del miedo a que Rajoy ocupe La Moncloa como única razón para apoyar a Zapatero, y no lo acepto porque creo que lo que hace buena a una opción política no es lo mala que sea la otra, los peligros que entrañe o las consecuencias que tenga, sino qué es lo que promete y qué es lo que cumple, y, en esto del cambio, ZP no sale airoso, al menos para con Navarra. Votar ha de ser un ejercicio de libertad, tanto si se ejercita como si no, pero nunca puede ser un ejercicio de pánico inducido ante el contrario para esconder los pecados propios.

Pero si el «motivos para creer» no me convence, mucho menos el «con cabeza y corazón» o «las ideas claras» que pregonan PP y UPN. No me convencen por una razón fundamental, porque es verdad que la derecha tiene las ideas claras, pero lo que me preocupa son sus métodos. Ese mensaje de mano dura con el disidente, el inmigrante o el titiritero entraña una involución democrática difícil de digerir y el discurso de que «España se rompe» esconde la negación de una pluralidad que en esta tierra es virtud. Es más, estoy convencido de que el cambio político sólo vendrá cuando esa pluralidad y la diversidad que entraña sean concebidas, de verdad, como un tesoro y no como un lastre.

POR ALBERTO GIL

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